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El Diamante del Rajá

Robert Louis Stevenson


Cuento


HISTORIA DE LA CAJA DE SOMBREROS

HARRY Hartley había recibido la educación típica de un caballero, primero en una escuela privada hasta los dieciséis años, y luego en una de esas grandes instituciones por las que Inglaterra es, con toda justicia, famosa. En esa época manifestó una notable antipatía por los estudios y, como el único de sus progenitores que seguía con vida era débil e ignorante, le permitió consagrar su tiempo a cuestiones frívolas y puramente mundanas. Dos años más tarde quedó huérfano y casi en la miseria. Tanto por su naturaleza como su formación, Harry era incapaz de dedicarse a ningún propósito activo e industrioso. Sabía cantar cancioncillas románticas con un discreto acompañamiento de piano, era un caballero gentil pero tímido, le gustaba jugar al ajedrez; y la naturaleza lo había arrojado a este mundo con el físico más atractivo que imaginarse pueda. Rubio y sonrosado, con ojos de paloma y una amable sonrisa, tenía un aspecto agradable, tierno y melancólico y unos modales sumisos y acariciadores. Pero, dejando eso aparte, no era el hombre más idóneo para capitanear un ejército o regir los asuntos del Estado.


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84 págs. / 2 horas, 27 minutos / 222 visitas.

Publicado el 28 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Diamante Número Setenta y Cuatro

Edgar Wallace


Cuento


El inspector de Scotland Yard, con su aspecto de ave fría, miraba la flaca figura del rajá de Tikiligi con un regocijo que a duras penas lograba ocultar. El rajá era joven, y en su elegante atuendo occidental de etiqueta parecía aún más ligero. El oscuro color oliváceo de su tez estaba enfatizado por un sedoso bigotito negro, y su bien engominado cabello, negro como ala de cuervo, estaba atusado hacia atrás desde la frente.

—Espero que a Su Alteza no le importe verme —dijo el inspector.

—No, no; no me importa —dijo Su Alteza sacudiendo la cabeza vigorosamente—. Me alegro de verle. Hablo inglés muy bien, pero no soy súbdito británico. Soy súbdito holandés.

Al principio el inspector no supo cómo expresar su misión con palabras.

—Hemos sabido en Scotland Yard —comenzó— que Su Alteza ha traído a este país una gran colección de piedras preciosas.

Su Alteza asintió enérgicamente con la cabeza.

—Sí, sí —dijo ansiosamente—. Fenomenales joyas, fenomenales piedras preciosas, grandes como huevos de pato. ¡Tengo veinte!

Habló a un ayudante de piel oscura en un idioma que el inspector no entendió, y el hombre extrajo un estuche del cajón de un escritorio, lo abrió y mostró una brillante colección de piedras que relucían y destellaban a la luz de la estancia.

El inspector quedó impresionado, no tanto por el valor o la belleza de las piedras como por el considerable peligro que corría su dueño.

—Por esto es por lo que he sido enviado aquí —explicó—. Tengo que advertirle, de parte del comisario de policía, que justamente ahora hay en Londres dos ladrones que son de temer en especial.


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11 págs. / 20 minutos / 112 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Diario de un Loco

Lu Sin


Cuento


Dos hermanos, cuyos nombres me callaré, fueron mis amigos íntimos en el liceo, pero después de una larga separación, perdí sus huellas. No hace mucho supe que uno de ellos estaba gravemente enfermo y, como iba en viaje hacia mi aldea natal, decidí hacer un rodeo para ir a verlo. Sólo encontré en casa al primogénito, quien me dijo que era su hermano menor el que había estado mal.

—Le estoy muy agradecido de que haya venido a visitarlo —dijo—. Pero ya está sano desde hace algún tiempo y se marchó a otra provincia, donde ocupa un puesto oficial.

Buscó dos cuadernos que contenían el diario de su hermano y me lo mostró riendo. Me dijo que a través de ellos era posible darse cuenta de los síntomas que había presentado su enfermedad, y que él creía que no había ningún mal en que los viera un amigo. Me llevé el diario y al leerlo comprendí que mi amigo había estado atacado de “delirio de persecución”. El escrito, incoherente y confuso, contenía relatos extravagantes. Además, no aparecía en él fecha alguna y sólo por el color de la tinta y las diferencias de la letra se podía comprender que había sido redactado en diferentes sesiones. Copié parte de algunos pasajes no demasiado incoherentes, pensando que podrían servir como elementos para trabajos de investigación médica. No he cambiado una palabra a este diario, salvo el nombre de los personajes, aunque se trate de campesinos completamente ignorados del mundo. En cuanto al título, conservo intacto el que su autor le dio después de su curación.

2 de abril de 1918

I

Esta noche hay luna muy hermosa.

Hacía más de treinta años que no la veía, de modo que me siento extraordinariamente feliz. Ahora comprendo que he pasado estos treinta últimos años en medio de la niebla. Sin embargo, debo tener cuidado: de otra manera, ¿por qué el perro de la familia Chao me iba a mirar dos veces?


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12 págs. / 22 minutos / 113 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Diente de Ballena

Jack London


Cuento


En los primeros días de las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa—misión del pueblecito de Rewa y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir «País grande», y es la mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y desertores de barcos balleneros.

La devoción y la fe progresaban muy poco, nada, y algunas veces los al parecer convictos arrepentíanse de un modo lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Había jefes como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habían comido cientos de seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre.

Vivía en Takiraki, y registraba cuidadamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de doscientos cincuenta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho.


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9 págs. / 17 minutos / 140 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Dios de Jade

Robert E. Howard


Cuento


Me desperté sobresaltado, emergiendo de un sueño profundo, sacudido por un horror innombrable. La luz de la luna iluminaba mi habitación, dotando a mis objetos familiares de una cualidad espectral y, mientras me preguntaba a mí mismo qué me había despertado, lo recordé… y, al hacerlo, me quedé paralizado cuando, una vez más, otro alarido espeluznante, como el que me había sacado de mi sueño, resonó de forma horrible en el silencio de la media noche. Parecía provenir de la casa de mi excéntrico y taciturno vecino, William Dormouth. No esperé a vestirme; agarrando un pesado bastón de madera de espino, descendí a toda prisa por las escaleras y corrí por mi jardín en dirección a la casa oscura que se perfilaba, siniestra, contra las estrellas. Según me acercaba al porche, otra figura apareció por entre las sombras de la barandilla, y comprobé que se trataba de mi amigo y vecino John Conrad.

—¿Qué este todo este ruido, Kirowan? —me preguntó, casi sin aliento, y divisé el fulgor de un revólver en su mano.

—Lo ignoro, —repuse—. Parece que alguien ha gritado.

—La puerta principal está cerrada, —dijo, frunciendo el ceño.

—¡Escucha! —desde algún lugar en el interior de la casa se escuchaban de nuevo ruidos de lucha… junto con un grito horripilante y lastimero y el indescriptible sonido de algo desgarrándose.

—¡Echa la puerta abajo! —gritó Conrad—. ¡Están asesinando a Dormouth mientras estamos aquí plantados!

No pude hacer más que arrojarme con todo mi peso contra la puerta la cual, con gran estrépito, saltó de sus goznes, cayendo hacia el interior. Me catapulté en el vestíbulo en sombras con Conrad pegado a mis talones, y nos dirigimos hacia la escalera.

—¡Por aquí! —exclamó—, Dormouth siempre duerme arriba…


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13 págs. / 24 minutos / 49 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Disparo Memorable

Aleksandr Pushkin


Cuento


Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes.

En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte de nuestros uniformes, no veíamos nada más.

Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos treinta y cinco años, lo que nos hacía considerarlo viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles.

Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía una chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champán solía correr a torrentes durante las comidas.

Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuáles eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía nunca los que a él le prestaban.


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14 págs. / 25 minutos / 227 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Dominio de Arnheim

Edgar Allan Poe


Cuento


O el Paisaje del Jardín

Desde la cuna a la tumba, una brisa de prosperidad acompañó a mi amigo Ellinson. Y no uso la palabra prosperidad en un mero sentido mundano. La empleo como sinónimo de felicidad.

La persona de quien hablo parecía nacida con el propósito de simbolizar las doctrinas de Turgot, Price, Priestley y Condorcet: de servir de ejemplo a lo que se ha llamado "la quimera de los perfeccionistas". En la breve existencia de Ellinson creo haber visto refutado el dogma de que en la mayoría de los hombres yace algún principio oculto, enemigo de la felicidad. Un examen minucioso de su carrera me ha llevado al convencimiento de que, en general, la miseria de la humanidad procede de la violación de algunas pequeñas leyes de la naturaleza; que como especie tenemos en nuestra posesión elementos de felicidad todavía vírgenes; y que aun ahora, en la presente oscuridad y locura de todo pensamiento sobre la gran cuestión de la condición social no es imposible que el hombre, individualmente considerado, pueda ser dichoso bajo determinadas condiciones poco frecuentes y altamente fortuitas.

Mi joven amigo estaba totalmente imbuido de opiniones como éstas; y por eso es digno de observación que el ininterrumpido disfrute que distinguió su vida, fue en gran medida el resultado de un previo acuerdo. Es evidente, por tanto, que con algo menos de esa filosofía que de vez en cuando ocupa también el papel de la experiencia, míster Ellinson se hubiera visto precipitado, por los muchos extraordinarios éxitos de su vida, en el frecuente torbellino de la desgracia que se abre a los pies de aquellos que poseen dotes extraordinarias.


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19 págs. / 33 minutos / 392 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Duelo en Francia

Arthur Conan Doyle


Cuento


En uno de los innumerables códigos legales que existen en Francia, hay una cláusula cuyo propósito es impedir, o por lo menos regular, la práctica del duelo, según la cual es ilegal batirse en duelo por cualquier causa cuyo valor económico sea inferior a dos peniques y medio. Esta limitación, por más modesta que parezca, era por lo visto demasiado drástica para los gustos de los caballeros a los que debería aplicarse, y en la larga lista de combates singulares del pasado encontramos muchos cuyo origen, si lo evaluáramos, no alcanzaría el elevado importe antes mencionado. La mezcla de numerosas naciones, a cual más fogosa, que componen el pueblo francés —galos, armoricanos, francos, borgoñones, normandos, godos— ha producido una raza dotada al parecer de un espíritu combativo más desarrollado que cualquier otra nación europea. A pesar de las incesantes guerras que forman la historia de Francia, en ningún momento se han interrumpido los combates y venganzas privados, a modo de un largo arroyo sangriento que atraviesa todas las épocas, más estrecho o más ancho según los siglos, y que alcanza a veces las proporciones de una auténtica inundación, como si el país hubiera sido víctima de una repentina epidemia de locura homicida. Acontecimientos recientes han mostrado que esta tendencia nacional no se ha debilitado ni mucho menos, y que lo más probable es que el duelo, cuando haya sido erradicado de todos los demás países europeos, subsista todavía en ese pueblo galante cuya preocupación por el honor les hace a veces descuidar la inteligencia.


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11 págs. / 20 minutos / 705 visitas.

Publicado el 23 de enero de 2018 por Edu Robsy.

El Duende Conversador

Aleksandr Grin


Cuento


Estaba frente a la ventana silbando una canción sobre Ana…
—Ernest Hornung

I

Un duende con dolor de muela —parecía una calumnia sobre este ser que tiene a su servicio tantos brujos y brujas, que pudiera devorar barriles de azúcar sin ningún peligro; pero era cierto, era verdad—, un duende pequeño y triste estaba sentado al lado de una estufa fría, que hacía tiempo que había olvidado el fuego. Meneando rítmicamente su despeinada cabeza, aguantaba la mejilla amarrada con un trapo, se quejaba lastimoso, como un niño; en sus ojos, rojos y turbios, latía el sufrimiento.

Estaba lloviendo. Entré a esta casa abandonada para escampar y lo vi; se le olvidó que tenía que desaparecer…

—Ahora da lo mismo —dijo él con voz parecida a la voz de un loro, cuando el pájaro está en gracia—, de todas formas, nadie creerá que me viste.

Después de hacer con mis dedos, por si acaso, los cuernos de caracol, o sea “jettatura”, le respondí:

—No temas. No recibirás de mí ningún tiro con moneda de plata, ni conjuros complicados. …Pero la casa está vacía.

—Y, oh. Sin embargo, es tan difícil dejarla —objetó el pequeño duende—. Atiéndeme. De acuerdo, te lo contaré. De todas formas me duele la muela. Hablando me siento mejor. Mucho mejor… oh. Cariño, fue sólo una hora, y por eso estoy trabado aquí. Tengo que comprender, sabes, qué fue lo que pasó y por qué. Pero los míos, los míos —suspiró sollozando—. Los míos, bueno, mejor dicho, los nuestros, hace tiempo están peinando colas de caballos del otro lado de las montañas desde que se fueron de aquí, pero yo no puedo porque tengo que comprender.


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5 págs. / 9 minutos / 115 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Duque de l’Omelette

Edgar Allan Poe


Cuento


Y pasó al punto a un clima más fresco.
—Cowper

Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una Andrómaca?. ¡Almas innobles! El duque de l'Omelette pereció de un verderón. L'historie en est brève. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!

Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido, indolente, desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée d'Antin; de su regia dueña, La Bellísima, al duque de l'Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso pájaro.

Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho reclinábase lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su Lealtad al pujar más que su rey en la subasta... la famosa otomana de Cadêt.

El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus sentimientos, su Gracia come una aceituna. En ese instante ábrese la puerta a los dulces sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de los pájaros aparece ante el más enamorado de los hombres. Pero, ¿qué inexpresable espanto se difunde en las facciones del duque? «Horreur! —chien! —Baptiste! —l'oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu as deshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!» Seria superfluo agregar nada: el duque expira en un paroxismo de asco.

—¡Ja, ja, ja! —dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.

—¡Je, je, je! —repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de hauteur.

—Vamos, supongo que esto no es en serio —observó de l'Omelette—. He pecado, c'est vrai, pero, querido señor... ¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la práctica tan bárbaras amenazas!

—¿Tan qué? —dijo su Majestad—. ¡Vamos, señor, desnúdese!


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4 págs. / 7 minutos / 1.714 visitas.

Publicado el 9 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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