Textos por orden alfabético publicados por Edu Robsy etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 38

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El Huevo Rojo

Anatole France


Cuento


El doctor N. depositó su taza de café sobre la chimenea, arrojó su cigarro al fuego y me dijo:

—Querido amigo, hace tiempo contó usted el extraño suicidio de una mujer atormentada por el terror y los remordimientos. Su naturaleza era fina y su cultura exquisita. Sospechosa de complicidad en un crimen del que había sido testigo mudo, desesperada por su irreparable cobardía, agitada por continuas pesadillas en las que veía a su marido muerto y descompuesto señalándola con el dedo a los curiosos magistrados, era la víctima inerte de su exacerbada sensibilidad. En este estado, una circunstancia insignificante y fortuita decidió su suerte. Su sobrino pequeño vivía con ella. Una mañana, como de costumbre, estaba haciendo sus deberes en el comedor. Ella estaba presente. El chiquillo se puso a traducir palabra por palabra unos versos de Sófocles. Iba pronunciando en voz alta los términos griegos y franceses a medida que los iba escribiendo: «La cabeza divina de Yocasta está muerta… arrancándose la cabellera, llama a Laïs muerto… vimos a la mujer ahorcada». Hizo una rúbrica con tal fuerza que agujereó el papel, sacó la lengua manchada de tinta y luego cantó: «Ahorcada, ahorcada, ahorcada». La desgraciada, cuya voluntad estaba destruida, obedeció sin defensa a la sugestión de la palabra que había escuchado por tres veces. Se levantó, sin voz, sin mirada, y entró en su habitación. Varias horas después, el comisario de policía requerido para constatar la muerte violenta, hizo esta reflexión: «He visto a bastantes mujeres suicidadas, pero es la primera vez que veo a una ahorcada».


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9 págs. / 16 minutos / 80 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Ídolo de Bronce

Robert E. Howard


Cuento


Aquella fantástica y espeluznante aventura comenzó de forma repentina. Me encontraba sentado en mi alcoba, escribiendo tranquilamente, cuando la puerta se abrió de sopetón y mi criado árabe, Alí, irrumpió en la estancia, sin aliento, y con la mirada desorbitada. Pegado a sus talones entró un hombre al que creía muerto desde hacía mucho tiempo.

—¡Girtmann! —me puse en pie, asombrado—. En el nombre del cielo, ¿qué…?

Tras hacerme callar con un gesto, se giró hacia la puerta y la cerró, echando el cerrojo con un suspiro de alivio. Durante un instante, respiró profundamente mientras yo parpadeaba y le examinaba con curiosidad. Los años no le habían cambiado… su figura, baja y fornida evidenciaba aún una dinámica fuerza física y su rostro, reciamente esculpido con una mandíbula prominente, nariz ganchuda y ojos arrogantes, reflejaba aún la testaruda determinación y la implacable seguridad del hombre. Pero ahora, sus ojos fríos aparecían sombríos y sus arrugas de tensión convertían su semblante en una máscara demacrada. Todo su aspecto denotaba tal tensión nerviosa que supe que debía de haber pasado por un trance terrible.

—¿Qué sucede? —inquirí, contagiándome en parte de su evidente nerviosismo.

—Ten cuidado con él, sahib —estalló Alí—. ¡No tengas tratos con aquellos que están malditos por el diablo, no sea que los demonios se interesen también por ti! Te digo, sahib…


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27 págs. / 47 minutos / 60 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Incidente del Puente del Búho

Ambrose Bierce


Cuento


I

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja.


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11 págs. / 19 minutos / 294 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Informe de Trottle

Wilkie Collins


Cuento


Es muy posible que la mayoría de los curiosos acontecimientos que se relatan en estas páginas no hubieran llegado a producirse jamás de no haberse atrevido una persona llamada Trottle, contrariamente a su costumbre, a pensar por si mismo.

La cuestión por la que esa persona se arriesgó por primera vez en su vida a formarse una opinión pura y enteramente personal había despertado previamente y en grado sumo el interés de su respetada señora. Por decirlo en lenguaje llano, la cuestión no era otra que el misterio de la casa deshabitada.

Puesto que veía inconveniente alguno en apuntarse un tanto, si es posible fuere, allí donde había fracasado el señor Jarber, un lunes por la noche Trottle se dedicó a comprobar hasta dónde podía llegar él por su propia cuenta en la resolución del misterio de la casa deshabitada. Avisadamente desechó la absurda idea de perseguir historias de inquilinos anteriores y, con un solo objetivo claro, se puso manos a la obra por el camino más corto: dirigirse sin pérdida de tiempo a la casa y ver quién era la primera persona que salía a abrirle la puerta.

Empezaba a oscurecer la tarde del lunes, día decimotercero del mes, cuando Trottle pisó los escalones de la casa por vez primera. Llamó a la puerta sin saber nada de lo que se disponía a investigar, excepto que el propietario era un viudo anciano y acaudalado que se apellidaba Forley. ¡Bien poca cosa, la verdad, para empezar!

Al golpear con la aldaba, lo primero que hizo fue mirar con cautela por el rabillo del ojo derecho, a ver qué consecuencias, de haberlas, se desencadenaban en la ventana de la cocina. Inmediatamente apareció allí la silueta de una mujer, que miró inquisitivamente al desconocido de los escalones, se alejó rápidamente de la venta y volvió con una carta abierta en la mano, la cual levantó hacia la última luz del día; tras echar una rápida ojeada al escrito, la mujer volvió a desaparecer.


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17 págs. / 30 minutos / 88 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Jan y su Hija

Máximo Gorki


Cuento


—En aquel tiempo gobernaba en Crimea el jan Mosolaima el Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla…

Con estas palabras, cierto tártaro pobre y ciego, apoyando la espalda en el pardo tronco de un árbol, comenzó a relatar una de las antiguas leyendas de aquella península, tan rica en recuerdos. En torno al narrador, sobre fragmentos de piedra del palacio del jan, destruido por el tiempo, se hallaba sentado un grupo de tártaros, ataviados con vistosas túnicas y tubeteikas bordadas en oro. Estaba atardeciendo. El sol descendía lentamente sobre el mar, sus rayos carmesíes atravesaban el oscuro follaje que rodeaba las ruinas y formaba brillantes manchas sobre las piedras cubiertas de musgo, enredadas por la tenaz hiedra. Susurraba el viento en el soto de los viejos sicómoros, sus hojas murmuraban como si por el aire corrieran arroyos invisibles.

La voz del mísero ciego era débil y trémula, su pétreo rostro no reflejaba en sus arrugas más que paz. Las palabras, aprendidas de memoria, se derramaban una tras otra y, ante su auditorio, se alzaba la imagen de los emocionantes tiempos pretéritos.

—El jan era anciano —decía el ciego—, mas tenía muchas mujeres en su harem. Y éstas amaban al anciano por el vigor y el fuego que aún conservaba y por sus caricias tiernas y apasionadas, pues las mujeres siempre amarán al hombre que sabe acariciar vigorosamente, aunque tenga el pelo cano y el rostro ajado, porque en la fuerza reside la belleza y no en la tersura de la piel ni en el rubor de las mejillas.


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7 págs. / 13 minutos / 77 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Jardín del Miedo

Robert E. Howard


Cuento


Antaño fui Hunwulf, el Vagabundo. No puedo explicar cómo conozco ese hecho por ningún medio oculto o esotérico, y tampoco lo intentaré. Un hombre recuerda su vida pasada; yo recuerdo mis vidas pasadas. Igual que un individuo normal recuerda las formas que adoptó en la infancia, la mocedad o la edad adulta, yo también recuerdo las formas que ha adoptado James Allison en eras olvidadas. Por qué me pertenece este recuerdo es algo que no puedo explicar, igual que no puedo explicar otra miríada de fenómenos de la naturaleza que diariamente se desarrollan ante mí y ante cualquier otro ser humano. Pero mientras yazgo esperando que la muerte me libere de mi larga enfermedad, veo con visión clara y segura el grandioso panorama de las vidas que ocupan el sendero detrás de mí. Veo los hombres que he sido, y veo las bestias que he sido.


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19 págs. / 34 minutos / 113 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Jardín del Profeta

Gibran Kahlil Gibran


Cuento


El regreso del Profeta

Almustafá, el elegido y bieñamado, el que era amanecer de su propio día, volvió a su isla natal, en el mes de Ticrén, el mes del recuerdo.

Y su barca se acercó al puerto,. mientras él permanecía en pie, en la proa, rodeado de su tripulación.

Y tenía una sensación de bienvenida en su corazón. Habló, y el mar resonó en su voz, y dijo:

Mirad, es la isla que me vio nacer. Desde allí me lancé al mundo, con una canción y un acertijo; una canción para los cielos, y una pregunta para la tierra. Y, ¿qué hay entre el cielo y la tierra que lleve la canción y conteste la pregunta, excepto nuestra propia pasión?

El mar me arroja una vez más a estas playas. No somos .sirio una ola más de sus olas. Nos empuja para que seamos su voz. Pero, ¿cómo serlo, a menos que rompamos la simetría de nuestro corazón en la roca y en la arena?

Porque esta es la ley de los marineros y del mar: si quieres ser libre, tienes qué ser como la niebla. Lo informe busca desde' siempre la forma, como las incontables nebulosas tienden a convertirse en soles y lunas; y nosotros, que hemos buscado tenazmente, volvemos ahora a ésta isla. Hemos de convertirnos una vez más en niebla, y tenemos que aprender el principio-de todas las cosas. ¿Para nacer; para vivir hay que romper y fragmentar un mundo?

Para siempre estaremos en busca de playas, para poder cantar, y que nos oigan. Pero, ¿qué decir de la ola que se rompe donde nadie puede oírla? Lo que no escuchamos en nosotros es lo que alimenta nuestro dolor más hondo. Sin embargo, también lo no escuchado, lo insólito, es lo que forma nuestra: alma, para hacer nuestro destino.

Entonces, uno de sus marineros dio un paso adelante, y le dijo:

Maestro, has capitaneado nuestras ansias de llegar a este puerto, y mira: ya hemos` arribado. Sin embargo, hablas de dolor y de corazones que se han de romper.


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29 págs. / 52 minutos / 426 visitas.

Publicado el 20 de diciembre de 2017 por Edu Robsy.

El Jardinero

Rudyard Kipling


Cuento


Una tumba se me dio,
una guardia hasta el Día del Juicio;
y Dios miró desde el cielo
y la losa me quitó.

Un día en todos los años,
una hora de ese día,
su Ángel vio mis lágrimas,
¡y la losa se llevó!

En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano. Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo. Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.


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13 págs. / 23 minutos / 134 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Jefe de Posta

Aleksandr Pushkin


Cuento


¿Quién no ha maldecido a los jefes de posta, quién no los ha colmado de improperios? ¿Quién en un arranque de cólera no les ha exigido el libro fatal para dejar en él constancia de su inútil reclamación contra las vejaciones, la zafiedad y el desorden? ¿Quién no los considera monstruos del género humano semejantes a los difuntos podiachi o, por lo menos, a los salteadores de Múrom? Seamos, sin embargo, ecuánimes, tratemos de ponernos en su lugar y entonces tal vez nuestro juicio sea mucho más indulgente. ¿Qué es un jefe de posta? Un verdadero mártir de la clase decimocuarta y última en el escalafón administrativo, a quien su título no le sirve más que para ponerle a cubierto de los golpes, y aun así no en todas las ocasiones (apelo a la conciencia de mis lectores). ¿Cuál es el cargo de ese dictador como en son de broma le llama el príncipe Viázemski? ¿No es un auténtico galeote? No conoce el descanso ni de día ni de noche. Todo el mal humor acumulado durante el tedioso trayecto, lo descarga el viajero sobre el jefe de posta. El tiempo es insoportable, el camino infernal, el cochero tozudo, los caballos apenas si se arrastran: la culpa es del jefe de posta. Al entrar en su mísera morada, el viajero lo mira como a un enemigo ; menos mal si consigue librarse pronto del molesto huésped; pero, ¿y si no hay caballos?... ¡Dios mío, qué de insultos, qué de amenazas caen sobre su cabeza! En plena lluvia y entre el barro se ve obligado a correr por las caballerizas ; cuando se ha desatado la nevasca, con un frío que se cala hasta los huesos, se retira al zaguán para descansar siquiera sea un instante de los gritos y empujones del viajero irritado. Llega un general; el jefe de posta, tembloroso, le entrega las dos últimas troikas, una de ellas la del correo. El general se va sin darle siquiera las gracias. A los cinco minutos, ¡la campanilla!... Un correo con despachos oficiales arroja sobre la mesa su hoja de ruta...


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14 págs. / 24 minutos / 234 visitas.

Publicado el 20 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Joven Goodman Brown

Nathaniel Hawthorne


Cuento


El joven Goodman Brown salió a la calle de la aldea de Salem cuando el sol se ponía. Pero después de cruzar el umbral introdujo de nuevo la cabeza para cambiar besos de despedida con su reciente esposa. Y Fe, como tan apropiadamente se llamaba, sacó a su vez su linda cabecita, permitiendo que el viento jugara con las cintas rosadas de la cofia mientras llamaba a Goodman Brown.

—Corazón mío —susurró suavemente y con un dejo de tristeza cuando sus labios le rozaron la oreja—, te suplico que postergues el viaje hasta la madrugada y que esta noche duermas en tu cama. A una mujer cuando se queda sola la perturban tales sueños y tales pensamientos, que a veces tiene miedo de sí misma. Te lo ruego, quédate conmigo esta noche, entre todas las noches del año.

—Mi amor y mi Fe —replicó el joven Goodman Brown—, entre todas las noches del año, tengo que pasar esta única noche lejos de ti. Mi viaje, como tú lo llamas, sin falta debe hacerse de ida y vuelta de aquí al amanecer. ¡Cómo! Mi dulce, bella esposa, ¿dudas tú ya de mí, cuando apenas llevamos tres meses de casados?

—Siendo así, que Dios te bendiga —dijo Fe, la de las cintas rosas—; y ojalá encuentres todo bien a tu regreso.

—Amén —respondió Goodman Brown—. Reza tus oraciones, querida Fe, acuéstate temprano y nada malo va a ocurrirte.

Así se despidieron. Y el joven prosiguió su camino hasta que, a punto de doblar la esquina del templo, miró hacia atrás y vio la cabeza de Fe toda vía asomada, contemplándolo con aire melancólico a pesar de las cintas rosadas.


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17 págs. / 30 minutos / 93 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

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