La noticia llegó al principio como una
leyenda, un rumor. De Asia penetró a los centros de cultura
occidentales, y decía que en Sikkhim, al Sur del Himalaya, unos
penitentes totalmente incultos y semibárbaros, los llamados gosaines, habían hecho un descubrimiento realmente fabuloso.
Aunque los diarios anglo-hindúes publicaron el rumor, parecían estar
peor informados que los rusos, pero los entendidos no se extrañaban de
ello, pues es sabido que Sikkhim elude con asco a todo lo inglés.
Ese sería, sin duda, el motivo por qué el misterioso descubrimiento
llegase a Europa dando rodeo a través de San Petersburgo-Berlín.
A los círculos científicos de Berlín por poco les dio el baile de San Vito al serles presentados los fenómenos.
La gran sala, destinada exclusivamente a conferencias científicas, estuvo totalmente llena.
En el centro, sobre un estrado, estaban los dos experimentadores hindúes: el gosain
Deb Shumsher Dshung, con la cara hundida, cubierta de sagrada ceniza
blanca, y el moreno brahmán Radshendralamitra, sólo identificable como
tal por el delgado cordel de algodón que le colgaba sobre la mitad
izquierda del pecho.
Desde el techo de la sala pendían de alambres, a la altura de un
hombre, matraces químicos de vidrio en los que podían verse huellas de
un polvo blancuzco, presumiblemente yoduros, según explicaba el
intérprete.
Entre el silencio del auditorio el gosain se acercó a uno de
los matraces, ató una delgada cadenilla de oro al cuello del recipiente y
enlazó los extremos alrededor de las sienes del brahmán. Después se
puso detrás de aquél, lanzó los brazos y murmuró los mantrams, fórmulas mágicas, de su secta.
Las dos ascéticas figuras parecían estatuas, con esa inmovilidad que
sólo se encuentra en los arios asiáticos cuando se entregan a sus
meditaciones religiosas.
Información texto 'La Esfera Negra'