—¡Que lo maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen inmediatamente a ese
canalla...! ¡Que lo maten! ¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo maten,
que lo maten...! —gritaba una multitud de hombres y mujeres, que conducía,
maniatado, a un hombre alto y erguido. Éste avanzaba con paso firme y con la
cabeza alta. Su hermoso rostro viril expresaba desprecio e ira hacia la gente
que lo rodeaba.
Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del lado de las
autoridades. Acababan de prenderlo y lo iban a ejecutar.
"¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre en nuestras manos.
Ahora lo tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir, moriremos. Por lo visto,
tiene que ser así", pensaba el hombre; y, encogiéndose de hombros, sonreía,
fríamente, en respuesta a los gritos de la multitud.
—Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado contra nosotros —exclamó alguien.
Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en que estaban aún
los cadáveres de los que el ejército había matado la víspera, la gente fue
invadida por una furia salvaje.
—¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para qué llevarlo
más lejos?
El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza.
Parecía odiar a la muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.
—¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes y a
esos canallas! Hay que acabar con ellos, en seguida, en seguida... —gritaban las
mujeres.
Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la plaza.
Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma, se oyó una
vocecita infantil, entre las últimas filas de la multitud.
Información texto 'El Poder de la Infancia'