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Padre Brown

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


El Candor del Padre Brown

La cruz azul

Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejo azul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich y soltó, como enjambre de moscas, un montón de gente, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacerse notable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.

No; nada en él era extraordinario, salvo el ligero contraste entre su alegre y festivo traje y la seriedad oficial que había en su rostro. Vestía un chaqué gris pálido, un chaleco, y llevaba sombrero de paja con una cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba trigueño, y se prolongaba en una barba negra y corta que le daba un aire español y hacía echar de menos la gorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsimonia de hombre desocupado. Nada hacia presumir que aquel chaqué claro ocultaba una pistola cargada, que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de policía, que aquel sombrero de paja encubría una de las cabezas más potentes de Europa. Porque aquel hombre era nada menos que Valentín, jefe de la Policía parisiense, y el más famoso investigador del mundo. Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura más comentada del siglo.

Flambeau estaba en Inglaterra. La Policía de tres países había seguido la pista al delincuente de Gante a Bruselas, y de Bruselas al Hoek van Holland. Y se sospechaba que trataría de disimularse en Londres, aprovechando el trastorno que por entonces causaba en aquella ciudad la celebración del Congreso Eucarístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, el disfraz de eclesiástico menor, o persona relacionada con el Congreso. Pero Valentín no sabía nada a punto fijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.


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1.081 págs. / 1 día, 7 horas, 33 minutos / 291 visitas.

Publicado el 9 de marzo de 2018 por Edu Robsy.

Sherlock Holmes

Arthur Conan Doyle


Novela, cuento


Estudio en Escarlata

Primera parte

(Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)

1. Mr. Sherlock Holmes

En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la Universidad de Londres, asistiendo después en Netley a los cursos que son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Concluidos allí mis estudios, fui puntualmente destinado el 5.0 de Fusileros de Northumberland en calidad de médico ayudante. El regimiento se hallaba por entonces estacionado en la India, y antes de que pudiera unirme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay me llegó la noticia de que las tropas a las que estaba agregado habían traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de territorio enemigo. Seguí, sin embargo, camino con muchos otros oficiales en parecida situación a la mía, hasta Candahar, donde sano y salvo, y en compañía por fin del regimiento, me incorporé sin más dilación a mi nuevo servicio.

La campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo desgracias y calamidades. Fui separado de mi brigada e incorporado a las tropas de Berkshire, con las que estuve de servicio durante el desastre de Maiwand. En la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió el hombro, haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia. Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis a no ser por el valor y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de través sobre una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas británicas.


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2.126 págs. / 2 días, 14 horas / 2.623 visitas.

Publicado el 9 de marzo de 2018 por Edu Robsy.

La Mano Encantada

Gérard de Nerval


Cuento


I. La plaza de la delfina

Nada hay tan hermoso como esos caserones del siglo XVII que la plaza Real nos ofrece en majestuoso conjunto. Cuando sus fachadas de ladrillos bien trabados y enmarcados por molduras y cantos de piedra, y sus ventanas altas se encienden con los resplandores espléndidos del sol del atardecer, siente uno al contemplarlas la misma veneración que ante un tribunal de magistrados vestidos con togas rojas forradas de armiño; y si no fuese una pueril comparación, podría decirse que la larga mesa verde alrededor de la cual esos temibles magistrados se sientan formando un cuadrado se parece un poco a esa diadema de tilos que bordea las cuatro caras de la plaza Real, completando su austera armonía.

Hay otra plaza en París que no es menos agradable por su regular y normal estilo; así como la plaza Real tiene la forma de un cuadrado, ésta, aproximadamente, ofrece la de un triángulo. Fue construida en el reinado de Enrique el Grande, que la llamó plaza de la Delfina; admiró a las gentes de entonces el tiempo escaso que precisaron sus edificios para cubrir todo el terreno inculto de la isla de la Gourdaine. Fue un dolor cruel la invasión de este terreno para los curiales, que iban allí a divertirse ruidosamente, y para los abogados, que meditaban en él sus alegatos: ¡un paseo tan verde y florido al salir de la infecta audiencia del palacio!


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Publicado el 23 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Aurelia o el Sueño y la Vida

Gérard de Nerval


Cuento


Primera parte

I

El sueño es una segunda vida. No he podido penetrar sin estremecerme en esas puertas de marfil o de cuerno que nos separan del mundo invisible. Los primeros instantes de sueño son la imagen de la muerte; un entorpecimiento nebuloso se apodera de nuestro pensamiento y no podemos determinar el instante preciso en que el yo, bajo otra forma, continúa la obra de la existencia. Es un subterráneo vago que se ilumina poco a poco, donde se desprenden de la sombra y la noche las pálidas figuras gravemente inmóviles que habitan la mansión de los limbos. Luego, el cuadro se forma, una claridad nueva ilumina y pone en juego esas apariciones extravagantes; el mundo de los espíritus se abre para nosotros.

Swedenborg llamaba a estas visiones Memorabilia, las debía al ensueño con más frecuencia que al sueño; El asno de oro, de Apuleyo, La Divina Comedia, de Dante, son los modelos poéticos de esos estudios del alma humana. Voy a tratar de transcribir, a su ejemplo, las impresiones de una larga enfermedad que sucedió totalmente en los misterios de mi espíritu; y no sé por qué me sirvo del término enfermedad, pues jamás, por lo que toca a mí mismo, me he sentido de mejor salud. A veces, creía mi fuerza y mi actividad redobladas; me parecía saberlo todo y comprenderlo todo; la imaginación me aportaba delicias infinitas. ¿Al recobrar lo que los hombres llaman la razón, habrá que lamentar haberlas perdido?…


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Publicado el 18 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Sylvie: Recuerdos del Valois

Gérard de Nerval


Cuento


I. Noche perdida

Salía de un teatro por cuyos palcos aparecía todas las noches adecuadamente vestido para el galanteo. A veces estaba lleno; otras, vacío. Igual me daba detener la mirada en un patio de butacas sólo poblado por una treintena de voluntariosos aficionados, o en los palcos adornados con sombreros y atavíos anticuados, que formar parte de una sala animada y concurrida, coronada por los floreados tocados, las joyas relucientes y los rostros radiantes que abarrotaban todos sus pisos. Indiferente al espectáculo de la sala, el del escenario apenas lograba retener mi atención excepto cuando, en la segunda o tercera escena de una desabrida obra maestra del momento, una aparición más que conocida iluminaba el espacio vacío y, con un soplo y una palabra, devolvía la vida a los inanimados rostros que me rodeaban.

Me sentía vivir en ella, y ella vivía sólo para mí. Su sonrisa me llenaba de una beatitud infinita; la ondulación de su voz, tan dulce y, sin embargo, tan firmemente timbrada, me hacía vibrar de alegría y de amor. Poseía, a mi juicio, todas las perfecciones; satisfacía toda mi capacidad de entusiasmo: hermosa como el día a la luz de las candilejas que la iluminaban desde abajo; pálida como la noche cuando los focos perdían intensidad y quedaba iluminada desde lo alto por los rayos de la araña del techo y la mostraban más natural, resplandeciendo en la sombra merced a su propia belleza, como las divinas Horas que se recortan, con una estrella en la frente, sobre los fondos oscuros de los frescos de Herculano.


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39 págs. / 1 hora, 9 minutos / 330 visitas.

Publicado el 18 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Onuphrius

Théophile Gautier


Cuento


Croyoit que nues feussent pailles d’arain, et que vessies feussent lanternes.

Gargantúa, lib. I, cap. XI
 

¡Clin, clin, clin!

No hubo respuesta.

—¿No estará? —dijo la joven.

Tiró por segunda vez del cordón de la campanilla; no se oyó ningún ruido en el apartamento: no había nadie.

—¡Qué extraño!

Se mordió el labio, un rubor de desagrado le pasó de la mejilla a la frente; comenzó a bajar las escaleras una por una, muy despacio, como a disgusto, volviendo la cabeza para ver si se abría la puerta fatídica. Nada.

Al doblar la esquina de la calle, vio a lo lejos a Onuphrius, que caminaba por el lado del sol, con el aspecto más despreocupado del mundo, deteniéndose a cada paso para ver cómo se peleaban los perros y los chiquillos jugaban al castro, leyendo las inscripciones de las paredes, deletreando los carteles, como el hombre que tiene una hora por delante y no siente la necesidad de apresurarse.

Cuando llegó junto a ella, el asombro le hizo abrir desmesuradamente los ojos: no contaba con encontrarla allí.

—¡Cómo! Eres tú… ¿ya? Pero ¿qué hora es?

—¡Ya! La palabra es muy galante. En cuanto a la hora, deberías saberla, y no me corresponde a mí decírtela —contestó en tono serio la muchacha, cogiéndole del brazo—; son las once y media.

—Imposible —repuso Onuphrius—. Acabo de pasar ante Saint-Paul y no eran más que las diez; no hace ni cinco minutos, pondría la mano en el fuego; apuesto cualquier cosa.

—No pongas la mano en ninguna parte y no apuestes, perderías.

Onuphrius no quiso dar su brazo a torcer; como la iglesia sólo estaba a cincuenta pasos, Jacintha, para convencerle, aceptó ir hasta allí con él. Onuphrius estaba triunfante. Llegaron ante el pórtico.

—Y ahora, ¿qué? —le dijo Jacintha.


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34 págs. / 1 hora / 58 visitas.

Publicado el 18 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Socio

Joseph Conrad


Cuento


—¡Qué historia más estúpida! Los barqueros llevan años, aquí en Westport, contando esa mentira a los veraneantes. Algo tienen que contar para que pase el rato esa gente que se hace pasear en barca a chelín por barba y preguntan tonterías. ¿Hay algo más estúpido que hacer que le paseen a uno en barca frente a una playa? Es como tomar una limonada aguada cuando no se tiene sed. ¡No entiendo por qué lo hacen! Ni siquiera se marean.

Junto a su codo había un olvidado vaso de cerveza; el lugar era el pequeño y respetable salón de fumadores de un hotel pequeño y respetable y mi gusto por hacer amigos ocasionales era la razón por la que yo estaba, a hora tan tardía, sentado con él. Sus mejillas grandes, aplastadas y arrugadas estaban bien rasuradas; de su barbilla colgaba un mechón espeso y cuadrado de cabellos blancos; su balanceo acentuaba la profundidad de su voz; y su desprecio general hacia las actividades y moralidades de los seres humanos se expresaba en la gallarda colocación de su grande y suave sombrero de fieltro negro, de anchas alas, que jamás se quitaba.


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41 págs. / 1 hora, 13 minutos / 61 visitas.

Publicado el 12 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Puerta Tapiada

E.T.A. Hoffmann


Cuento


I

En las orillas solitarias de un lago del Norte se ven todavía las ruinas de una antigua finca que lleva el nombre de R… Unos áridos brezales la rodean por entero; cierran el horizonte por uno de sus lados las aguas tranquilas y profundas, y por el otro un bosque de pinos que cuentan siglos remeda en medio de la niebla unos brazos negros de espectros. Un cielo siempre enlutado cobija como únicos moradores unos pájaros de fúnebre aspecto. A un cuarto de hora del camino, cambia de pronto la decoración: surge una aldea risueña en medio de unos prados salpicados de flores; y en un extremo de esta aldea, no lejos de la mancha verde de un bosque de alisos los vecinos señalan al viajero los cimientos de un castillo que uno de los señores de R… proyectaba levantar en aquel oasis la naturaleza pródiga. Quizá poco dispuesto a compartir con los mochuelos el caserón familiar, el barón Roderich de R… no se preocupó de continuar la construcción de la mansión de recreo comenzada por sus antecesores. Se había limitado a llevar a cabo alguna reparación en los puntos más castigados, para encastillarse en la antigua finca con un grupo de servidores, no menos taciturnos que él, y mataba el tiempo recorriendo a caballo las orillas del lago; raramente se le veía en la aldea de sus vasallos, de manera que su nombre había pasado a ser una especie de «coco» para asustar a los chicos. Había mandado disponer por encima de la atalaya, una especie de azotea provista con todo el instrumental de astronomía conocido hasta aquella fecha, y allí se pasaba a veces días y noches enteros, en compañía de un intendente, que compartía todas sus extravagancias.

En la comarca le atribuían extensos conocimientos en artes mágicas, y algunos llegaban a afirmar que le habían expulsado de Curlandia por haberse permitido sin reboso tener relaciones ilícitas con el espíritu maligno.


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53 págs. / 1 hora, 34 minutos / 133 visitas.

Publicado el 11 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Antonia Canta

E.T.A. Hoffmann


Cuento


Aquella noche, los miembros del regocijado Club Serapion habían comparecido puntualmente en casa de Teodoro. El viento invernal corría en anchas ráfagas, se retorcía en torbellino y con lágrimas de nieve atizaba los cristales mal asegurados en sus ribeteadas emplomaduras. Menos mal que resplandecía en la habitación, debajo del revellín de la vieja chimenea, una ancha solera de brasas; su cálida luz acariciaba con innumerables reflejos los muebles severos de obscuro color que contrastaban con la rebosante alegría de sus dueños. Pronto humean las pipas y los reunidos se colocan, en orden de edad, alrededor de la vasija del ponche de la amistad, lamida por las llamas. No falta nadie. El decano tiene allí a todos sus invitados. La copa de Bohemia se llena y pasa de mano en mano, la conversación agota sus recursos y se renuevan de cabo a cabo de la velada el ponche y las anécdotas, hasta que, exaltadas las imaginaciones, llegan a las zonas más elevadas de la excentricidad.

—Querido Teodoro —exclama de pronto uno de los reunidos, jovial vividor—, la conversación va a decaer si tú no la atizas con una de tus historias, pero algo raro, ¿me entiendes?, algo que sea al mismo tiempo sentimental, fantástico y antinarcótico.

—Brindemos —dice Teodoro— y voy a complaceros. Se trata de una anécdota, no poco chocante, de la vida del consejero Krespel. Ese digno personaje, que ha existido como vosotros y como yo, era, no hay duda, el hombre más singular que en todos los días de mi vida haya visto. Llegaba yo a las aulas de la Universidad de H… con el propósito de cursar Filosofía, cuando corrían de boca en boca por allí las particularidades del consejero Krespel. ¡Qué hombre más desconcertante! Sabed, por otra parte, que el consejero Krespel gozaba en aquella época de una reputación excepcional como sabio jurista y por su destreza como diplomático.


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20 págs. / 36 minutos / 137 visitas.

Publicado el 11 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Tonelero de Nuremberg

E.T.A. Hoffmann


Cuento


I

A principios de mayo del año 1580, el honorable gremio de toneleros de la ciudad libre de Nuremberg se reunía, según costumbre, para celebrar su fiesta anual. Poco antes de esta solemnidad había pasado a mejor vida el síndico de la corporación, y era preciso elegir un sucesor. Por unanimidad recayó la elección en maese Martín.

No había otro tan conocedor del oficio como él. Los toneles salidos de sus manos eran, a la par que sólidos, finamente acabados; y no tenía rival para montar una bodega según las reglas gremiales. Prosperaba de día en día su reputación, y cada vez eran más numerosos sus clientes entre la gente rica y distinguida; gracias al éxito que le favoreció en todas sus empresas, gozaba de una fortuna considerable para un hombre de su clase. Al hacerse pública la elección de maese Martín, el consejero Paumgartner, que presidía la asamblea, se puso en pie.

—Vuestra elección —dijo—, mis queridos amigos, es acertadísima. A nadie podía ser conferida tan merecidamente esta dignidad. Maese Martín goza del aprecio de todos, y los que le conocen dan testimonio de su destreza en la profesión. A pesar de sus riquezas, ha conservado los hábitos y el gusto del trabajo, y su conducta en todo es un modelo digno de elogio. Saludemos, pues, a nuestro querido maese Martín y felicitémosle por haber merecido la elección unánime, que es honra y galardón de toda una vida de honradez y de laboriosidad.

Terminado su discurso, el consejero Paumgartner dio unos pasos con los brazos abiertos hacia el recipiendario. Pero maese Martín, levantándose por pura cortesía y con gran dificultad a causa de su corpulencia y obesidad, devolvió sin más ceremonias la reverencia al Consejero, y se dejó caer de nuevo en el sillón, importándole poco al parecer los abrazos fraternales del señor Jacobus Paumgartner.


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Publicado el 11 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

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