I
La vieja Sally siempre
ayudaba a su joven ama cuando ésta se preparaba para ir a la cama. No es
que Lilias necesitara ayuda, pues poseía las virtudes de la limpieza y
la diligencia y sólo molestaba a la buena anciana lo suficiente para que
no se considerara un trasto inservible.
A su manera tranquila, Sally hablaba por los codos y conocía toda
suerte de cuentos antiguos de aventuras y misterios que ayudaban a
Lilias a dormirse placenteramente, pues sabía que no tenía nada que
temer mientras viera a la vieja Sally sentada con su labor junto al
fuego y oyera el ligero ruido que hacía su padre, el párroco, al subirse
a la silla, como era su costumbre, para alcanzar los libros de la
estantería (tranquilizante prueba de que el afable y solícito guardián
de la casa estaba despierto y atareado).
La vieja Sally estaba contando a su joven ama, que unas veces
escuchaba embobada y otras se perdía hasta cinco minutos seguidos de su
amable cháchara, cómo el joven Mr. Mervyn se había mudado a la vieja y
embrujada Casa de los azulejos, «allá en Ballyfermot», sin que,
inexplicablemente, nadie le hubiera advertido acerca de los arcanos
peligros que allí le aguardaban.
Ésta se hallaba situada junto a un solitario recodo de la estrecha
carretera. Lilias se había asomado a menudo al camino de entrada —corto,
recto y herboso— para divisar el viejo caserón, que, así le habían
contado desde niña, habían ocupado inquilinos misteriosos y había sido
escenario de peligros preternaturales.
—En nuestros días, Sally, hay personas que se llaman librepensadoras y
no creen en nada, ni siquiera en los fantasmas —dijo Lilias.
—Pues le aseguro, Miss Lilly, que la casa a la que se ha ido a vivir
ahora lo curará rápidamente del libre pensamiento, si es cierto la mitad
de lo que cuentan —contestó Sally.
Información texto 'Misterio en la Casa de los Azulejos'