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editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento


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El Alfarero

Abraham Valdelomar


Cuento


Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada dulce. Una vincha de plata ataba sobre las sienes la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la ciudad en una cabaña. Los Camayoc habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol. Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas contemplando el cielo. Muchos de los pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.

Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento estaba el Curaca, recibió un día a su hijo despavorido. Temblaba el niño, todo lleno de barro, y sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.

–¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!


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4 págs. / 8 minutos / 2.377 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Demonio de la Perversidad

Edgar Allan Poe


Cuento


Al examinar las facultades é inclinaciones, — móviles primordiades del alma humana, — los frenólogos han dejado de enumerar una tendencia que, aunque visiblemente existe como sentimiento primitivo, radical é indestructible, no ha sido tampoco enumerada por ninguno de los moralistas que han precedido á aquellos. Todos, en la infatuacion completa de la razon, nos hemos olvidado de ella. Hemos consentido que su existencia se ocultase á nuestros ojos solo por falta de creencia, — de fé, — otra fuese la fé fundada en la revelacion ó ya en la cábala. Su idea no nos ha ocurrido jamás por efecto simplemente de su carácter especial.


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7 págs. / 13 minutos / 4.373 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Igualdad en Tres Actos

Horacio Quiroga


Cuento


La regente abrió la puerta de clase y entró con una nueva alumna.

—Señorita Amalia —dijo en voz baja a la profesora—. Una nueva alumna. Viene de la escuela trece… No parece muy despierta.

La chica quedó de pie, cortada. Era una criatura flaca, de orejas lívidas y grandes ojos anémicos. Muy pobre, desde luego, condición que el sumo aseo no hacía sino resaltar. La profesora, tras una rápida ojeada a la ropa, se dirigió a la nueva alumna.

—Muy bien, señorita, tome asiento allí… Perfectamente. Bueno, señoritas, ¿dónde estábamos?

—¡Yo, señorita! ¡El respeto a nuestros semejantes! Debemos…

—¡Un momento! A ver, usted misma, señorita Palomero: ¿sabría usted decirnos por qué debemos respetar a nuestros semejantes?

La pequeña, de nuevo cortada hasta el ardor en los ojos, quedó inmóvil mirando insistentemente a la profesora.

—¡Veamos, señorita! Usted sabe, ¿no es verdad?

—S-sí, señorita.

—¿Veamos, entonces?

Pero las orejas y mejillas de la nueva alumna estaban de tal modo encendidas que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Bien, bien… Tome asiento —sonrió la profesora—. Esta niña responderá por usted.

—¡Porque todos somos iguales, señorita!

—¡Eso es! ¡Porque todos somos iguales! A todos debemos respetar, a los ricos y a los pobres, a los encumbrados y a los humildes. Desde el ministro hasta el carbonero, a todos debemos respeto. Esto es lo que quería usted decir, ¿verdad, señorita Palomero?

—S-sí, señorita…


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3 págs. / 6 minutos / 190 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Nada Menos que Todo un Hombre

Miguel de Unamuno


Cuento


I

La fama de la hermosura de Julia estaba esparcida por toda la comarca que ceñía a la vieja ciudad de Renada; era Julia algo así como su belleza oficial, o como un monumento más, pero viviente y fresco, entre los tesoros arquitectónicos de la capital. «Voy a Renada — decían algunos — a ver la catedral y a ver a Julia Yáñez.» Había en los ojos de la hermosa como un agüero de tragedia. Su porte inquietaba a cuantos la miraban. Los viejos se entristecían al verla pasar, arrastrando tras sí las miradas de todos, y los mozos se dormían aquella noche más tarde. Y ella, consciente de su poder, sentía sobre sí la pesadumbre de un porvenir fatal. Una voz muy recóndita, escapada de lo más profundo de su conciencia, parecía decirle: «¡Tu hermosura te perderá!» Y se distraía para no oírla.

El padre de la hermosura regional, don Victorino Yáñez, sujeto de muy brumosos antecedentes morales, tenía puestas en la hija todas sus últimas y definitivas esperanzas de redención económica. Era agente de negocios, y éstos le iban de mal en peor. Su último y supremo negocio, la última carta que le quedaba por jugar, era la hija. Tenía también un hijo; pero era cosa perdida, y hacía tiempo que ignoraba su paradero.

—Ya no nos queda más que Julia — solía decirle a su mujer — ; todo depende de como se nos case o de como la casemos. Si hace una tontería, y me temo que la haga, estamos perdidos.

—¿Y a qué le llamas hacer una tontería?

—Ya saliste tú con otra. Cuando digo que apenas si tienes sentido común, Anacleta...

—¡Y qué le voy a hacer, Victorino! Ilústrame tú, que eres aquí el único de algún talento...


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 1.769 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pájaro Azul

Rubén Darío


Cuento


París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos —pintores, escultores, poetas— sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!, ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.

En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul.

El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.

Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura...

—Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente...

* * *

Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.

De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos muy azules.

Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenuo que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo! ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

* * *

Principios de Garcín:

De las flores, las lindas campánulas.


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3 págs. / 6 minutos / 4.258 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Olor de Cacao

José de la Cuadra


Cuento


El hombre hizo un gesto de asco. Después arrojó la buchada, sin reparar que añadía nuevas manchas al sucio mantel de la mesilla. La muchacha se acercó, solícita, con el limpión en la mano.

—¿Taba caliente?

Se revolvió el hombre fastidiado.

—El que está caliente soy yo, ¡ajo! —replicó.

De seguida soltó a media voz una colección de palabrotas brutales.

Concluyó:

—¿Y a esta porquería la llaman cacao? ¿A esta cosa intomable?

Mirábalo la sirvienta, azorada y silenciosa. Desde adentro, de pie tras el mostrador, la patrona espectaba. Continuó el hombre:

—¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas...

Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce...

Y se quedó contemplando a la muchacha. Después, bruscamente, se dirigió a ella:

—Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá, allá... en las huertas.

Agregó, absurdamente confidencial:

—He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?, mordido de culebra... Lo dejé esta tarde en el hospital de niños... Se morirá, sin duda... Es la mala pata...

La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal. Quería decir:

—Yo soy de allá, tambén; de allá... de las huertas...

Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo pensaba, sí, vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos nerviosos. Gritó la patrona:

—¡María! ¡Atienda al señor del reservado!

Era mentira. Sólo una señal convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había reservado. No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de querosén. Y, al fondo, el mostrador, debajo del cual las dos mujeres dormían apelotonadas, abrigándose la una con el cuerpo de la otra. Nada más. Se levantó el hombre para marcharse.


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1 pág. / 2 minutos / 3.018 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Loro Pelado

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Había una vez una banda de loros que vivía en el monte. De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.

Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones los cazaban a tiros.

Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala rota— El loro se curó bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía cosquillas en la oreja.

Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín.

Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba también al comedor, y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.

Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: "¡Buen día. Lorito!..." "¡Rica la papa!..." "¡Papa para Pedrito!..." Decía otras cosas más que no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad malas palabras.

Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.


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6 págs. / 10 minutos / 7.002 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Carta Robada

Edgar Allan Poe


Cuento


Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de 18..., me hallaba en París, gozando de la doble voluptuosidad de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, au troisième, No. 33, de la rue Dunot, en el faubourg St. Germain. Durante una hora por lo menos, habíamos guardado un profundo silencio; a cualquier casual observador le habríamos parecido intencional y exclusivamente ocupados con las volutas de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que habían dado tema de conversación entre nosotros, hacía algunas horas solamente; me refiero al asunto de la rue Morgue y el misterio del asesinato de Marie Roget. Los consideraba de algún modo coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso a nuestro antiguo conocido, monsieur G***, el prefecto de la policía parisina.

Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi tanto de divertido como de despreciable, y hacía varios años que no le veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara; pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G*** dijo que había ido a consultarnos, o más bien a pedir el parecer de un amigo, acerca de un asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.

—Si se trata de algo que requiere mi reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha—, lo examinaremos mejor en la oscuridad.

—Esa es otra de sus singulares ideas —dijo el prefecto, que tenía la costumbre de llamar «singular» a todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión de «singularidades».


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22 págs. / 38 minutos / 3.641 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Los Ojos de Judas

Abraham Valdelomar


Cuento


I

El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea, cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar. Tenía tres plazas. Una, la principal, enarenada, con una suerte de pequeño malecón, barandado de madera, frente al cual se detenía el carro que hacía viajes "al pueblo"; otra, la desolada plazoleta donde estaba mi casa, que tenía por el lado de oriente una valla de toñuces; y la tercera, al sur de la población, en la que había de realizarse esta tragedia de mis primeros años.

En el puerto yo lo amaba todo y todo lo recuerdo porque allí todo era bello y memorable. Tenía nueve años, empezaba el camino sinuoso de la vida, y estas primeras visiones de las cosas, que no se borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente dolorosa y fantástica el recuerdo de mis primeros años que así formóse el fondo de mi vida triste. A la orilla del mar se piensa siempre; el continuo ir y venir de olas; la perenne visión del horizonte; los barcos que cruzan el mar a lo lejos sin que nadie sepa su origen o rumbo; las neblinas matinales durante las cuales los buques perdidos pitean clamorosamente, como buscándose unos a otros en la bruma, cual ánimas desconsoladas en un mundo de sombras; las "paracas", aquellos vientos que arrojan a la orilla a los frágiles botes y levantan columnas de polvo monstruosas y livianas; el ruido cotidiano del mar, de tan extraños tonos, cambiantes como las horas; y a veces, en la apacible serenidad marina, el surgir de rugidores animales extraños, tritones pujantes, hinchados, de pequeños ojos y viscosa color, cuyos cuerpos chasquean las aguas al cubrirlos desordenadamente.


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14 págs. / 24 minutos / 3.369 visitas.

Publicado el 7 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Viaje Alrededor del Porvenir

César Vallejo


Cuento


A eso de las dos de la mañana despertó el administrador en un sobresalto. Tocó el botón de la luz y alumbró. Al consultar su reloj de bolsillo, se dio cuenta de que era todavía muy temprano para levantarse. Apagó y trató de dormirse de nuevo. Hasta las tres y media podía dar un buen sueño. Su mujer parecía estar sumida en un sueño profundo. El administrador ignoraba que ella le había sentido y que, en ese momento, estaba también despierta. Sin embargo, los dos permanecían en silencio, el uno junto al otro, en medio de la completa oscuridad del dormitorio.


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5 págs. / 9 minutos / 1.585 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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