El estrépito era grande; las vigas, sacudidas con fuerza, temblaban 
como en un terremoto; una nube de polvo enrarecía el aire y quitaba la 
vista y la respiración. Huían despavoridos los ratones; las moscas 
salían en tropel por las ventanas, y se refugiaban en las rendijas más 
estrechas chinches, arañas, hormigas, cucarachas y polillas.
—¡Ay! —decía una chinche con acento desgarrador—. ¿Qué será de mi 
cría, si yo me he salvado con trabajo? La familia se acaba para siempre.
—Y la tranquilidad de todos, señora —repuso una polilla—. Figúrese 
usted que vivíamos desde tiempo inmemorial en una capa de grana, que nos
 servía de abrigo y alimento, y nos han expulsado a garrotazos. Ya no 
hay propiedad.
—¿Hay nada más respetable que la industria? Pues acaban de destruir 
en un instante más de cien telas magníficas que representan el trabajo 
de millares de arañas. ¡Oh, qué tejidos, y qué colgaduras han destruido 
los malvados!
—Nada de eso vale lo que el túnel de tablas que había construido y 
han deshecho. Era una obra de arte —dijo un ratón desconsolado.
—¡Asesinos! ¡Ladrones! ¡Bárbaros! —decían en sus innumerables idiomas
 todos los perjudicados, zumbando, aleteando y atronando la casa con sus
 gritos.
—Pero, ¿qué ocurre? —gritó desde lejos la dueña de la casa a su criada.
—Nada, señora —respondió la Pepa, continuando su tarea—: es que estoy sacudiendo con los zorros el polvo de este guardillón.
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