Prólogo
En torno a la muerta: cirios, traperío negro y cadáveres de flores.
Descomposiciones lentas, trabajo silenciosamente progresivo, elaboraciones de química fétida en un cuerpo amado.
La vida se siente empequeñecida. Todo acalla y las respiraciones en
sordina tienen vergüenza de sí mismas. Nada llega de los alrededores; el
mundo ha cesado su pulsación de vida.
Don Leandro, positivamente viudo e incapaz de reaccionar contra el
sopor que lo mantiene insensible, no da señales de dolor alguno. Una
lágrima cae en su alma, una lágrima larga y punzante como hoja de acero.
Pasó el aturdimiento del golpe como una crisis de locura, con sus gritos, sus desvaríos, su consiguiente decrepitud física.
Los episodios inexplicables de las ceremonias inhumatorias fueron
fantasmas en la noche espesa del embotamiento dolorido: la capilla
ardiente, el féretro, la inmovilidad increíble de las facciones
queridas, el descenso a la bóveda, toda esa gente que un fenómeno
extraño enfunda en macabras vestiduras y que hablan con voces perdidas
allá en un delirio persistente. ¿Sería posible?
Eso pasó y quedaba para los días venideros, una vida hecha de sobras.
Don Leandro orilló el suicidio durante dos meses. Sin amigos, él que
había vivido trabajando para los suyos, no tuvo quién le hablara de
consuelo.
En su escritorio, enredado de humo a fuerza de fumar con tic de
maniático, veía la vida simbolizada por su traje de luto, comprado en
momentos de desvarío, ridículo en su solemnidad y demasiado grande; algo
superfluo, mísero, extraño a él.
Caía en la noche, como en una incoherencia. Aplastado en un sillón
jugaba con un pequeño revólver, cuya empuñadura nacarada refrescaba sus
manos; era una habitud desde que sacó por primera vez aquella arma, con
decisión hecha.
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