Primera parte
I
Los primeros bañistas, los madrugadores que ya habían
salido del agua, se paseaban despacio, de dos en dos o solos, bajo los
altos árboles, a lo largo del arroyo que baja de la hoz de Enval.
Otros llegaban desde el pueblo y entraban en el balneario como si
llevaran prisa. Era éste un edificio grande cuya planta baja se
reservaba para el tratamiento termal, mientras que el primer piso se
usaba como casino, café y sala de billar.
Desde que el doctor Bonnefille había descubierto en los confines de
Enval el copioso manantial al que había dado el nombre de manantial
Bonnefille, algunos terratenientes de la zona y su entorno, tímidos
especuladores, se habían decidido a edificar en el corazón de aquel
espléndido valle de Auvernia, agreste pero alegre, poblado de nogales y
gigantescos castaños, una espaciosa construcción con varios usos, que lo
mismo valía para curar que para divertir, donde se vendían, abajo, agua
mineral, duchas y baños, arriba, cerveza, licores y música.
Habían cercado en parte el barranco siguiendo el curso del arroyo
para crear el parque indispensable en toda ciudad termal, y, en él,
habían trazado tres paseos, uno casi recto y dos festoneados. Al final
del primero habían hecho brotar un manantial artificial, desviado del
manantial principal, que manaba entre espumas en una amplia cubeta de
cemento cubierta por un tejado de paja, bajo la custodia de una mujer
impasible a la que todo el mundo llamaba campechanamente Marie. Aquella
sosegada auvernesa, tocada con un gorrito siempre blanquísimo y envuelta
casi por completo en un gran delantal muy limpio que le ocultaba el
uniforme, se ponía calmosamente de pie en cuanto divisaba por el sendero
a un bañista que se le acercaba. Tras ver de quién se trataba, escogía
el correspondiente vaso en un armario portátil y acristalado, luego lo
llenaba despacio con un cacillo de zinc con mango de madera.
Información texto 'Mont Oriol'