Una de las cosas que más excitaba nuestra
curiosidad al venir a Norteamérica era recorrer los confines de la
civilización europea y, si el tiempo nos lo permitía, visitar incluso
algunas de las tribus indias que han preferido huir hacia las soledades
más salvajes a plegarse a lo que los blancos llaman «las delicias de la
vida social». Pero hoy en día llegar hasta el desierto es más difícil de
lo que se cree. Habíamos salido de Nueva York y, a medida que
avanzábamos hacia el Noroeste, el objetivo de nuestro viaje parecía
alejarse cada vez más. Recorríamos lugares célebres en la historia de
los indios, atravesábamos valles a los que habían dado nombre,
cruzábamos ríos que aún llevan el de sus tribus, pero, en todas partes,
la choza del salvaje había dado paso a la casa del hombre civilizado;
los bosques habían sido arrasados, la soledad cobraba vida.
Sin embargo, parecíamos seguir el rastro de los indígenas.
—Diez años atrás —nos decían— estaban aquí; allá, hace cinco años; más allá, hace dos.
—En aquel lugar, donde se alza la iglesia más hermosa del pueblo —nos contaba uno—, tiré abajo el primer árbol del bosque.
—Aquí —nos contaba otro— estaba el gran consejo de la Confederación de los Iroqueses.
—¿Y qué ha pasado con los indios? —decía yo.
—Los indios —proseguía nuestro anfitrión— se han ido más allá de los
Grandes Lagos, ¡quién sabe dónde! Es una raza que se extingue; no están
hechos para la civilización: ella los mata.
Información texto 'Quince Días en el Desierto Americano'