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editor: Edu Robsy fecha: 01-10-2018 contiene: 'u'


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El Engaño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Acababa de fumarme el más sabroso de los cigarros del día, el que fumo meciéndome en el cierre de cristales de mi casa, después de la comida a la española embalsamada la boca por el gusto dominador del café y recreados los ojos por la vista, siempre nueva de la bahía, donde los barcos se cuelan como alciones en su nido; y una pereza deliciosa embargaba mis potencias cuando se entreabrió la portier y entró, agitado, mi amigo y consocio en varios círculos. Valentín Beleño. Sólo con mirarle comprendí que algo extraordinario le ocurría. Como yo, Valentín lleva una vida apacible y grata, en llana prosa; despacha su labor oficinesca, da su paseíto higiénico diariamente, conoce al dedillo la chismografía del pueblo de Marineda y ostenta el campeonato del juego de dominó. Comprendo, pues, que el caso será de muerto, o punto menos para que Beleño se propine tal sofoco.

En palabras picadas, descosidas, me informa. Tiene la culpa de toda esta ganga de viceconsulado que le ha caído encima y le trae atareadísimo, mientras no llega el nuevo cónsul a sustituir al que, envuelto en la bandera inglesa, duerme el sueño sin despertar, en el cementerio disidente, llamado por el vulgo «de los canes». A cada momento necesita Beleño lidiar con pasajeros y viandantes británicos, que desembarcan infaliblemente, aunque sólo dispongan de dos horas para hacerlo.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Diálogo Secular

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La profesora de piano pisó la antesala toda recelosa y encogida. Era su actitud habitual; pero aquel día la exageraba involuntariamente, porque se sentía en falta. Llegaba por lo menos con veinte minutos de retraso, y hubiese querido esconderse tras el repostero, que ostentaba los blasones de los marqueses de la Ínsula, cuando el criado, patilludo y guapetón, le dijo, con la severidad de los servidores de la casa grande hacia los asalariados humildes:

—La señorita Enriqueta ya aguarda hace un ratito... La señora marquesa, también.

No pudiendo meterse bajo tierra, se precipitó... Sus tacones torcidos golpeaban la alfombra espesa, y al correr, se prendían en el desgarrón interior de la bajera, pasada de tanto uso. A pique estuvo de caerse, y un espejo del salón que atravesaba para dirigirse al apartado gabinete donde debía de impacientarse su alumna, le envió el reflejo de un semblante ya algo demacrado, y ahora más descompuesto por el terror de perder una plaza que, con el empleíllo del marido, era el mayor recurso de la familia.

¡Una lección de dieciocho duros! Todos los agujeros se tapaban con ella. Al panadero, al de la tienda de la esquina, al administrador implacable que traía el recibo del piso, se les respondía invariablemente: «La semana que viene... Cuando cobremos la lección de la señorita de la Ínsula...» Y en la respuesta había cierto inocente orgullo, la satisfacción de enseñar a la hija única y mimada de unos señores tan encumbrados, que iban a Palacio como a su casa propia, y daban comidas y fiestas a las cuales concurría lo mejor de lo mejor: grandes, generales, ministros... Y doña Consolación, la maestra, contaba y no acababa de la gracia de Enriquetita, de la bondad de la señora marquesa, que le hablaba con tanta sencillez, que la distinguía tanto...


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Error de Diagnóstico

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La profesión médica tiene horas terribles, y por muy curtido que esté el corazón, se pasan las de Caín. Los materialmente compasivos y bondadosos sufren al ver dolores y agonías; los más refinados sufren en especial al comprobar los límites de la ciencia, lo nulo del saber, lo fatal de las leyes naturales... A los primeros les duele la carne; a los segundos, el espíritu.

El doctor Cano era de estos últimos. Estudió lleno de ilusión. El ídolo de nuestra edad le contaba entre sus devotos. Soñaba mucho, y no daba forma poética, sino científica, a sus sueños. Descreído y hasta unas miajas enemigo personal del que nos mandó amar a nuestros enemigos, se forjaba en su fantasía planes de sustituir a la Providencia por el conocimiento. Era estrictamente leal, estrictamente honrado, y su culto a la verdad rayaba en fanatismo. Dos o tres veces había arriesgado la vida oscuramente, en secreto, inoculándose sueros y cultivos microbianos para experimentar esto o lo de más allá. La abnegación propia de su labor la tenía en grado sublime, y el desinterés y el desprendimiento que demostraba siempre le valían una aureola de respeto; entre sus mismos compañeros no se decían de él sino bienes.

Un día recibió por teléfono urgente recado. Su cliente la condesa de Arista le avisaba de que pasase a verla sin demora. El coche de la condesa había salido ya a buscarle.

«Será el cólico nefrítico de costumbre», pensaba el doctor, reclinado en la berlina azul, tan confortable y flamante, de la aristocrática señora.


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El Espíritu del Conde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Os acordáis de algo que os conté aquí mismo hace tiempo, no mucho? Pero todo va hoy tan de prisa, que presumo lo habréis olvidado.

Se trataba del conde filántropo, del que tuvo misericordia de las turbas, del que con exaltación profesó el culto de los humildes, del que, en su vocación entusiasta, tomó el arado en sus manos aristocráticas y, descalzos los pies, rompió las entrañas de la tierra para que produjese el dorado trigo que sustenta al hombre.

En aquella ocasión os narré algún episodio de la existencia del que amó a su naturaleza y a los humanos —no a todos por igual—, siendo la razón de su preferencia la mayor miseria e ignominia de los preferidos. Y os conté cómo San Francisco y el conde dialogaron una tarde otoñal, sentados en un muro, mientras dejaban rebosar la marejada del humano sufrimiento, que ambos habían convertido en materia religiosa, dulce y alegre en el fraile, en el conde sombría y pesimista.

Y he aquí que el conde, en un viaje por llanuras acolchadas de nieve, mientras un cierzo áspero y polar desgarraba los escarchados arabescos del ramaje sin hojas: yendo, como un «mujik», en la plataforma del tren, enfundado en su hopalanda de pellejas de carnero mal curtidas, endurecidas por el hielo, sintió en su pecho, repentinamente, como una punzada. A poco, la punzada era agudo dolor. Y al penetrar en el convento donde quería refugiarse, la calentura le abrasaba, mientras sus dientes entrechocaban por efecto de ese frío que no se parece a ningún otro: el frío de la invasora pulmonía.


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El Error de las Hadas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se encontraron las dos hadas a orillas de una presa de molino, la más encantadora que puede soñarse. El agua era fina, pura, bajo el espumarajeo que levantaba la rueda, y en la superficie, en los momentos de calma, las efímeras, en un rayo de sol, tejían sus contradanzas, y las argironetas o arañas acuáticas jugaban, con sus luengas patitas, a ver quién rasaba el agua con más agilidad y presteza. Espadañas lanceoladas y poas de velludo marrón revestían las márgenes. Flores no había, porque era invierno; caía la tarde del 31 de diciembre.

Al verse, las hadas se sonrieron como buenas amigas. Representaban, sin embargo, dos cosas en apariencia inconciliables: la una era el hada de la vida, y la otra el hada de la muerte.

—Hemos llegado al mismo tiempo —dijo la rosada a la pálida—. ¡Y cuidado que tenemos quehaceres las dos! Crece tanto el género humano, que no se sabe cómo hacer para atender a todo. Yo he solicitado del Ser Supremo unas hadas auxiliares...

—¡Qué casualidad! —exclamó la descolorida—. Yo lo mismo. Pero, a pesar de eso, no puedo descansar ¡buenas cosas harían si me descuidase! He de andar siempre vigilando, y a ti, hermana, te sucederá dos cuartos de lo mismo.

—¡Vaya! ¡Cualquiera se fía! Hay que ocuparse en persona, sobre todo en caso como éste. Ahí, detrás de esta puerta carcomida, en el molino antiquísimo de la Eternidad, va a expirar el año viejo y a nacer el nuevo. La pobre, caduca Eternidad (entre nosotros sea dicho, hermana), creo que ya no está para estos trotes. ¡Muchos años dura la faena de la infeliz! Nadie ha podido contar el número de sus hijos: mejor se contarían las arenas del mar y el polvillo cósmico del firmamento...

—Pues el caso es que parece una muchachita, declaró alegremente el hada de la vida.

—¡Sí, fíate de apariencias!, marmoteó la fúnebre.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Los Escarmentados

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La helada endurecía el camino; los charcos, remanente de las últimas lluvias, tenían superficie de cristal, y si fuese de día relucirían como espejos. Pero era noche cerrada, glacial, límpida; en el cielo, de un azul sombrío, centelleaba el joyero de los astros del hemisferio Norte; los cinco ricos solitarios de Casiopea, el perfecto broche de Pegaso, que una cadena luminosa reúne a Andrómeda y Perseo; la lluvia de pedrería de las pléyades; la fina corona boreal, el carro de espléndidos diamantes; la deslumbradora Vega, el polvillo de luz del Dragón; el chorro magnífico, proyectado del blanco seno de Juno, de la Vía Láctea... Hermosa noche para el astrónomo que encierra en las lentes de su telescopio trozos del Universo sideral, y al estudiarlos, se penetra de la serena armonía de la creación y piensa en los mundos lejanos, habitados nadie sabe por qué seres desconocidos, cuyo misterio no descifra la razón. Hermosa también para el soñador que, al través de amplia ventana de cristales, al lado de una chimenea activa, en combustión plena, al calor de los troncos, deja vagar la fantasía por el espacio, recordando versos marmóreos de Leopardi y prosas amargas y divinas de Nietzsche... ¡Noche negra, trágica, para el que solo, transido de frío, pisa la cinta de tierra encostrada de hielo y avanza con precaución, sorteando esos espejos peligrosos de los congelados charcos!

Es una mujer joven. La ropa que la cubre, sin abrigarla, delata la redondez de un vientre fecundo, la proximidad del nacimiento de una criatura... Muchos meses hace que Agustina vive encorvada, queriendo ocultar a los ojos curiosos y malévolos su desdicha y su afrenta; pero ahora se endereza sin miedo; nadie la ve. Ha huido de su pueblo, de su casa, y experimenta una especie de alivio al no verse obligada a tapar el talle y disimular su bulto, pues las estrellas de seguro la miran compasivas o siquiera indiferentes. ¡Están tan altas!


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Las Espinas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cada vez que yo le hacía observaciones a mi amigo Sabino Ruilópez acerca de su próximo matrimonio, me oía tratar de romántico, de fantástico y hasta de necio.

—Pero, criatura —me decía, protegiéndome, pues tenía dos años más que yo—, ¿pensarás que no comprendo por qué sientes ese recelo contra mi novia? Son las espinas, las dichosas espinas. ¡Bah! Yo miro las cosas equilibradamente, y no veo en esas espinas el menor obstáculo para la felicidad conyugal.

La novia era hija de otro Ruilópez, primo hermano del padre del novio, por tanto, prima segunda de su futuro, lo cual había facilitado las relaciones. Nació la niña un día de Semana Santa, y la madre quiso que se le pusiese de nombre María del Martirio, y se empeñó en que traía, alrededor de la sien, una corona de espinas. Preguntado el médico, declaró que no había tal corona, y que sólo se observaban en la frentecita de la recién nacida, y entre la pelusa que cubría su cráneo, unas manchas rosa, como huellas de picadas de alfileres. No se necesitó más para acreditar la leyenda. Al morir, poco después, su madre, se hicieron tristes vaticinios respecto a la niña; o moriría también, o su destino sería el convento.

Se crió, no obstante, normalmente, aunque un poco reconcentrada de carácter y enemiga de bullicio y diversiones. Apenas tuvo amigas, y como sólo vio a su primo, fue natural que la idea de ser su esposa germinase en su espíritu, casi sin preparación. Sabino se empeñó en llevarme a la casa de María del Martirio, no comprendiendo yo, al pronto, la razón de tal empeño. Luego él mismo acabó por confesarme que se aburría un poco en aquella vivienda melancólica. Después de casado, sería otra cosa, ya se las arreglaría él para transformar a Martirio. Hablaba de Martirio como de algo que le pertenecía, y reía fatuamente, seguro de apoderarse de los últimos resortes secretos de su voluntad.


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Gipsy

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel día los laceros del Ayuntamiento de Madrid hicieron famosa presa. En el sucio carro donde se hacinan mustios o gruñidores los perros errantes, famélicos, extenuados de hambre y de calor, fue lanzada una perrita inglesa, de la raza más pura; una galga de ese gris que afrenta al raso, toda reflejos la piel, una monería; estrecho el hocico, delicadas como cañas las patitas, y ciñendo el pescuezo flexible un collarín original: imitado en esmalte blanco sobre oro un cuello de camisa planchado con las dos pajaritas dobladas graciosamente, y una minúscula corbata azul, cuyo lazo sujetaba un cuquísimo imperdible de rubíes calibrés; todo ello en miniatura, lo más gentil del mundo.

Atónita, crispada de miedo, se apelotonó la galga en un rincón del hediondo carro, aislándose, a fuer de señorita que se respeta, de los tres o cuatro chuchos que lo ocupaban desde antes. El instinto de hallarse en poder de un enemigo superior impedía que aquellos canes armasen camorra, que se amenazasen enseñando los dientes fuertes y blancos. Ni aun les preocupaba que la galguita perteneciese a otro sexo, y menos que procediese de esferas sociales para ellos inaccesibles. Mohínos, zarandeados por el saltar de las ruedas del carrángano sobre el pavimento, los bordoneros se engurruminaban y encogían, esperando a ver qué giro iba a tomar la aventura.

No sabían ellos, a pesar de su experiencia de golfos hambrones, que aventuras tales siempre terminan en el depósito, en aquel gran patio cercado de un muro de ladrillo, con sus tres corralillos separados, revestidos de cemento, de los cuales el tercero es ya antesala del suplico por asfixia...


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Esperanza y Ventura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las dos primas, descalzas, bajo el sol ardoroso de julio, iban camino del Santuario.

Lo de la descalcez era una de las condiciones de la oferta. Las rapazas vestían su mejor ropa, sus buenos dengues y mantelos de rico paño a la antigua, que ya no se estilan ahora, iban repeinadas, lustrosa la tez de tanto fregarla con agua y jabón barato; hasta lucían una sarta de cuentas azules, Esperanza; de granos de coral falso, Venturiña; pero tenían que sentar sobre los guijarros y el polvo el pie desnudo; y esto sería lo de menos, que avezadas estaban a guardar los zapatos para días de repique gordo; el caso era la vergüenza, el corrimiento de ir así, y que todos los mozos y aun los viejos preguntasen entre maliciosas cucadas de ojo la razón de un voto tan solemne y estrecho.

La razón... no les daba la gana de decirla. Cada uno tiene sus males, ¡qué diaño!, y no se los cuenta al vecino para que se adivierta... Ellas, conferenciando entre sí, se quejaban de sus males indinos, que se agarran como lapas y no hay medicina en la botica que los cure; y por eso, desesperadas ya, apelaban como supremo recurso al gran Curandero, que con sus manos enclavadas hace más que la reata de médicos, aunque vengan de Compostela alabándose de mucha sabiduría.


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Fumando

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cosa más elegante que aquel fumoir no se ha visto. Auténticos muebles ingleses, de esos inconfundibles, con muelles de elasticidad misteriosa —¡oh, sólo Maple!— y forrados de un cuero bronceado, flexible y terso a la vez; paredes revestidas con viejos tapices persas, en que se funden armoniosos matices verdes y amarillos; vitrinas morunas de concha y nácar, donde se luce soberbia colección de boquillas, pipas, narguiles, bolsas de tabaco, petacas, pitilleras, fosforeras y tabaqueras. La colección está valuada en varios cientos de miles de pesetas, pero los inteligentes aseguran que muy por bajo de su verdadero valor, aun cuando sólo se calculen los esmaltes y las pedrerías que guarnecen muchos de los objetos que la componen.

El fumoir (llamémosle fumadero para no usar sino palabras castizas) tiene al frente una galería encristalada. En ella, grandes vasos de «china», fabricada en Sajonia en el siglo XVIII, encierran plantas, cuyas hojas recortadas, de un verde de raso liso, decoran el recinto con una nota de naturaleza fina, alegre, mejorada por la mano del hombre. Dentro de esta galería o cierre, los privilegiados amigos del dueño de la casa se sientan a fumar, mientras a sus pies rueda el torrente de la capital populosa. Porque la casa —pudiera decirse palacio— de aquel niño mimado de la suerte está situada en la calle más céntrica, y los amigos, saboreando los lentos goces de la pereza, conocedores de las almas que animan los cuerpos de las mujeres a quienes ven pasar reclinadas en sus coches, comentan la historia de aquellas almas con indulgencias y tolerancias de escépticos amables y gastados.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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