EL ALMA DEL PADRE
Por la única puerta de la cocina,—una puerta
de tablas bastas, sin machimbres, llena de hendijas,
anchas de una pulgada, el viento en ráfagas, violentas
y caprichosas, se colaba a ratos, silbaba al
pasar entre los labios del maderamen, y soplando
con furia el hogar dormitante en medio de la pieza,
aventaba en grísea nube las cenizas, y hacía
emerger del recio trashoguero, ancha, larga y roja
llama que enargentaba, fugitivamente, los
rostros broncíneos de los contertulios del fogón
y el brillador azabache de los muros esmaltados
de ollin.
Y de cuando en cuando, la habitación aparecía
como súbitamente incendiada por los rayos y las
centellas que el borrascoso cielo desparramaba a puñados
sobre el campo.
El lívido resplandor cuajaba la voz en las gargantas
y los gestos en los rostros, sin que enviara para
nada la lógica reflexión de don Matías,—expresada
después de pasado el susto.
—Con los rayos acontece lo mesmo que con las
balas; la que oímos silbar es porque pasa de largo
sin tocarnos; y con el rejucilo igual: el que nos
ha'e partir no nos da tiempo pa santiguarnos...
Y no hay para qué decir que en todas las ocasiones,
era el primero en santiguarse; aún cuando
rescatara de inmediato la momentánea debilidad,
con uno de sus habituales gracejos de que poseía
tan inagotable caudal como de agua fresca y pura,
la cachimba del bajo,—pupila azul entre los grisáceos
párpados de piedra, que tenían un perfumado
festón de hierbas por pestañas.
El tallaba con el mate y con la palabra, afanándose
en ahuyentar el sueño que mordía a sus jóvenes
compañeros, a fuerza de cimarrón y a fuerza
de historias, pintorescas narraciones y extraordinarias
aventuras, gruesas mentiras idealizadas
por su imaginación poética.
Leer / Descargar texto 'Ranchos (Costumbres del Campo)'