La Azotea de Manduca
Javier de Viana
Cuento
Á Juan Dornaleche.
Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 49 visitas.
Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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editor: Edu Robsy fecha: 05-11-2020 contiene: 'u'
Á Juan Dornaleche.
Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 49 visitas.
Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
En invierno, un día opaco, un cielo brumoso, de sombra, de quietud, de silencio, uno de esos atardeceres capaces de entristecer a los chingolos.
A las seis era casi noche y hubo que suspender la jugada de truco en la trastienda de la pulpería.
El patrón ofreció encender una vela; pero los tertulianos no aceptaron: jugaban «por divertirse» y todos se aburrían.
Pidieron otro litro de vino, encendieron los cigarrillos y hubo un silencio largo, que fué roto por el viejo Pantaleón, quien mirando fijamente a Secundino, habló así:
—¡Qué muerte triste la de mi sobrino Estanislao!... ¡El, qu'era más nadador que una tararira, augarse en una cañada que se vandea de un resuello!...
—¡Qué quiere viejo!—intervino Julio—si está de Dios es capaz de augarse uno lavándose la cara en una palangana.
—Será, pero pa mi gusto el finao mi sobrino se hundió a causa de las libras de chumbos con que le habían cargao el alma... ¿Qué pensás vos, Secundino?...
Apostrofado indirectamente, el mozo alzó la cabeza con altanería y dijo con voz firme y serena:
—Ya me tienen cansao esas alusiones que se arrastran entre los yuyos buscando morder los talones del que lo'encuentra descuidao...
—Sé que hay más de uno que me acumula esa muerte, pero tuitos lo dicen a escondidas, o lo dan a entender sin decirlo...
—Será porque te tienen miedo—observó don Pantaleón.
—Sí: ¡porque tienen miedo de arrostrarle a un hombre un crimen sin más fundamento que chismes de mujeres o comentarios de pulpería!... ¡Yo había resuelto aguantar y callarme, pero ya me fastidea demasiado el mangangá y no me resino a seguir mascando el freno por más tiempo!...
Van a saber ustedes cómo pasaron las cosas, la verdá desnuda como un recién nacido. Dispués, vayan y desparramenlá por tuito el pago...
—¡Hablá!—exclamaron varios a un tiempo; y Secundino comenzó de este modo.
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Lucía una soberbia mañana de otoño, de luminosidad enceguecedora, de un ambiente fresco, que alegraba el espíritu y despertaba energías: «un día como pa domingo»,—según la frase de Caraciolo.
La recorrida del campo fué un agradable paseo matinal, sin trabajo alguno: los alambrados se encontraban en perfecto estado: con las pasturas en flor, la hacienda estaba inmejorable y en las majadas aún no había dado comienzo la parición.
Sandalio, Felipe y Caraciolo retornaban a las casas, al tranquito, charlando, aspirando con fruición el aire puro, embalsamado con las yerbas olorosas que alfombraban las colinas.
Estando aún a cinco o seis cuadras del galpón, el negro Sandalio levantó la cabeza, olfateó con fruición y dijo:
—Estoy sintiendo el olor del asao... Vamos apurando un poco, porque ya saben que a ese señor si lo hacen esperar se pone todo fruncido.
Felipe haciendo pantalla con la mano y tras ligera observación exclamó:
—En la enramada hay dos caballos ensillados: y si no me equivoco, uno es el zaino del comisario Morales.
—¡Eh!...—exclamó Caraciolo con expresión de disgusto; pues, por lo general la visita de la policía nunca llevaba a los moradores de los ranchos otra cosa que incomodidades e inquietudes.
Llegaron. Felipe no se había equivocado: en el galpón, al lado del fogón, haciendo rueda al costillar que se doraba en el asador, estaban el comisario y el sargento, haciéndole honor al amargo que cebaba el viejo Leandro.
Al respetuoso saludo de los peones, el comisario respondió con amabilidad inusitada:
—¿Qué tal, juventú, como les va diendo?... ¿Rejuntando solsito pal invierno?... Sientensé no más, por mí, no hagan cumplimientos.
Y luego, dirigiéndose al viejo Pancho, el comisario continuó el relato interrumpido por la llegada de los peones.
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Tarde de otoño, cielo gris, ambiente tibio, fina, intermitente garúa.
La peonada, sin trabajo, está reunida en el galpón. Cuatro, rodeando un cajón que tiene por carpeta una jerga, juegan al «solo», por fósforos.
El chico Terutero ceba y acarrea incansablemente el amargo.
En otro grupo, el viejo Serafín, Santurio y dos o tres peones más, iniciando cada uno relatos que morían al nacer porque no interesaban a nadie.
—Con este tiempo malo,—dijo el viejo—m'está doliendo la «estilla» izquierda... Me la quebraron de un balazo cuando la regolución del finao López Jordán y...
Uno interrumpió:
—¡Ya lo sabemo!... ¡Puchero recocido, ese!...
Calló el viejo, cohibido, y Paulino intentó meter baza:
—Ayer vide en la pulpería del gallego Rodríguez un poncho atrigao, medio parecido al que lleva el comesario, y m'estoy tentado de comprarlo ¿A que no saben con cuánto se apunta el gallego?... Se deja cáir con...
—¿Y a los otros qué se los importa, si no los vamo a tapar con él?—sofrenó Federico.
Algo alejado del grupo, Juan José tocaba un estilo en la guitarra.
La mujer que a mí me quiera Ha de ser con condición...
—La mujer que a vos te quiera,—interrumpió Santurio,—ha de ser loca de remate.
—Ha de encontrarse cansada de andar con el freno en la mano sin encontrar un mancarrón qu'enfrenar...
—Vieja, flaca y desdentada...
—¡Y negra... noche l'espera!...
Juan José, impasible, continuó su canto:
A la china más bonita
del pago del Abrojal,
le puse ayer con mis labios
un amoroso bozal...
—Miente... nao... no vino tuavía...—dijo maliciosamente el viejo Serafín.
Juan José, amoscado, apoyó la guitarra en el muslo, y encarándose con los del grupo, interrogó:
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Con un cielo luminoso, brillante como plata bruñida, llovía, llovía copiosa, incesantemente. Las cañadas desbordaban, empujando las guías hacia afuera, hacia el campo, convertido en superficie de laguna.
Ni un relámpago, ni un trueno. No hacía frío. Era la delicia del otoño, sereno, tibio, plácido, pródigo de luz.
En la cocina, donde ardía un fogón enorme, el patrón, en rueda con los peones, aprovechaba el obligado descanso, en alegre tertulia. Era un continuo cambiarle de cebaduras al mate y, para la china Dominga, un inacabable tragín de amasar y freir tortas mientras se contaban cuentos, simples como las almas de los gauchos,—interrumpidos a cada instante por comentarios más o menos ocurrentes.
El patrón no desdeñaba entrar en liza, pero tampoco escapaba, por ser patrón, de las interrupciones y de las críticas. Su relato sobre las aventuras de Jesucristo, no tuvo éxito, debido, más quizá que a falta de interés en la narración, a las observaciones hostiles del viejo Romualdo, el famoso contador de cuentos, que esa tarde se había negado obstinadamente a complacer al auditorio.
Don Omualdo restaba furioso porque el patrón no había querido regalarle el único potrillo «rabicano» de la marcación del año.
—Elegí otro,—había dicho don Juan.
—Ya aligió ese yo.
—Ese es pa la chiquilina. Agarrá otro cualquiera.
—Rabicano no más.
—Rabicano no. Dispués, cualquiera.
—Dispués, denguno.
Y no eligió.
Quedó tan rabioso que casi no hablaba; él, que cuando no tenía con quien hablar, hablaba con los perros, con los gatos, con las gallinas o, en último extremo, consigo mismo.
—«Jesucristo estaba con su partida en el monte de los Olivos...—contaba el patrón, y don Rumualdo le interrumpió:
—¿Ande está el monte 'e los Olivos?... Yo no conozco ningún monte d'ese apelativo, y pa que yo no conozca . . .
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Hacía calor, sentí sed y me introduje en el primer bar que se ofreció a mi paso.
Era aquello una cueva larga, estrecha, obscura.
En los muros laterales, encerrados en marcos de color terroso parecían dormitar Thiers y Gambetta, Grevy y Carnot, con los rostros maculados por la indecencia de las moscas. Al fondo, remando sobre la anaquelería indigente que se encontraba detrás del mostrador, un espejo oval lucía su luna turbia protegida por un tul amarillo.
Me senté, pedí un chopp, y mientras bebía el inmundo brebaje, observaba el recinto.
En el fondo, cerca del despacho, estaba sentado un parroquiano. Aparentaba más de cuarenta años; la vestimenta, trabajada; la barba, canosa y sin aseo; el rostro, con residuos de inteligencia ocracio y demacrado.
Tenía por delante una copa de licor casi intacta, y entre sus dedos enflaquecidos, azulados, sostenía en alto un periódico. Simulaba leer. La mirada, turbia y vaga, parecía un riacho helado.
Aquel hombre me atrajo, quizá por su visible tristeza, quizá por su evidente penuria moral. No recuerdo con qué pretexto entablamos conversación.
Hablamos, es decir, él habló, contándome su historia. En la incoherencia del relato, en el ilogismo de algunos episodios, en la inverosimilitud de ciertos hechos, advertí que mentía, que mentía a cada instante, con la obstinación de un maniático, con la indisciplina mental de un beodo. Pero, en realidad, no mentía: inventaba para explicar con dolorosa sinceridad, las tribulaciones, las caídas y la bancarrota de su ser moral.
Más o menos suprimidas las digresiones, me dijo lo siguiente:
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Al sentir la detonación del escopetazo y ver caer del caballo al padre Jacinto con la cabeza deshecha, Alfonso, horrorizado, taloneó al matungo, le aflojó la rienda, cruzó a galope el vado y siguió a escape por el camino real, sin dirección y sin propósito.
Iba huyendo, simplemente. Iba huyendo de la espantosa escena presenciada. En los tres años que llevaba al servicio del padre Jacinto, había tenido oportunidad de ver muchos muertos, y de ver morir; pero nunca había visto matar a nadie.
Al pasar, disparando por frente a la comisaría rural, un milico que lo vió y supuso iba con el caballo desbocado, montó, salió a su encuentro y lo detuvo.
El chico sintió crecer su espanto, porque para la mentalidad objetivadora de las sencillas almas campesinas, un crimen es un triángulo con tres vértices igualmente aguzados y peligrosos: el delincuente, la policía y el juez.
La turbación del muchacho, infundió sospechas. Se le sometió a un interrogatorio y él respondió contando lo que sabía y lo que había visto. Su declaración decía textualmente así:
«El jueves cinco salimos de la villa San Pedro, el padre Jacinto y yo para hacer una gira por la campaña. El padre Jacinto era un cura jovencito, recientemente nombrado teniente en la parroquia. Parecía muy pobre, y el párroco, que era viejo y achacoso, le cedió la oportunidad de ganarse muchos pesos, casando y cristianando en excursión campera.
«Habían andado ocho días con resultado bastante halagüeno. Realizaron muchos casamientos y la mar de bautizos, lo que importó una buena suma de dinero y con muy escasos gastos, porque el alojamiento siempre era gratuito y aún no se había consumido una tercera parte de la damajuana de agua bendita que Alfonso llenó en la cachimba del fondo de la iglesia.
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Las negras agujas del viejo reloj marcaban las nueve de la noche y la campana las contaba con voz lenta y pausada.
Marcelina, que agobiada por las doce horas de incesante trajín se había quedado dormida sobre el banquillo junto al hogar, despertó sobresaltada.
Y en ese mismo momento abrióse la puerta de calle y penetró Servando, con el sombrero echado a la nuca, el busto erguido y taconeando recio. Esa actitud, unida a la brillantez de los ojos y el arrebolado del rostro bastó a Marcelina para convencerse de que su esposo había castigado fuerte en el café.
Bien que apenada, como siempre en casos análogos, por desgracia frecuentes, halló consuelo notando que en vez del habitual gesto adusto y atormentado, la fisonomía de Servando expresaba contento y jovialidad.
—¡Qué tarde!—dijo sin reproche,—la sopa estará fría y el asado seco.
—¡No importa, viejita! respondió él, abrazándola y besándola efusivamente. Me demoré en el bar por complacer a los muchachos, más bien dicho, por satisfacer a Paulino Salvatierra... ¿sabés?... el hijo del ricacho mendocino don Tiburcio Salvatierra... Hacía tiempo que no nos veíamos y...
—Espera un momento, que voy a servir la sopa.
A su regreso, Servando, sin hacer caso de la comida, prosiguió:
—Empezamos a charlar, recordando aventuras de muchachos, y entre cocktail y cocktail, entramos en el terreno de las confidencias. El me contó que había recibido la parte de la madre,—¡un Tupungato de moneda!... y que se iba a pasar cuatro o cinco años en Europa.—«El viejo,—me dijo,—quería que abriese estudio, pero a mí me repugna el papel sellado, y además, hermano, este Buenos Aires se está poniendo más aburridor que La Plata...» Y eso es verdad, ¿sabés?... Hoy no hay en todo Buenos Aires un sitio donde divertirse...
—Tomá la sopa que se enfría,—insinuó Marcelina.
El empujó el plato diciendo:
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
A Benjamín Fernández y Medina
Quizás Orestes Araujo—nuestro sabio é infatigable geógrafo—sepa la ubicación precisa del arroyo y paraje denominados de "Urubolí", el lindo vocablo quichua que significa Cuervo blanco, y que, según Félix Azara, dio origen á una curiosa leyenda guaranítica. Las cartas geográficas del Uruguay no señalan ni uno ni otro; y por mi parte sólo puedo aventurar que están situados allá por el Aceguá, en la región misteriosa de ásperas serranías mal estudiadas, de abruptos altibajos donde mora el puma, y abras angostas donde suele asomar su hocico hirsuto el aguará, en los empinados cerros de frente calva y de faldas pobladas de baja y espesa selva de molles y espina de cruz. Ello es que, encerrado entre dos vertientes, existía hace tiempo un pequeño predio, un vallecito hondo y fértil, rico en tréboles y gramillas, donde acudían en determinadas épocas las novilladas alzadas. En un flanco de la montaña, mirando al Norte, alzábase un ranchejo de adobe y totora, y en él moraba el poseedor—ya que no el dueño—de aquel bien mostrenco.
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Era el Dr. Atilio Manzzi un «original»; pero no en el sentido que el vulgo acostumbra dar al vocablo, es decir, extravagante y atrabiliario, un ser mediocre que a falta de méritos positivos que lo eleven sobre el común de sus coterráneos, se singularizan por los excesos capilares, el arcaísmo de su indumentaria y su decir paradojal.
No era de esos el Dr. Atilio.
Si con frecuencia llevaba largo el cabello y descuidada la barba y el traje siempre en disonancia con la moda, nada de ello era en él estudiado descuido.
Hombre joven aún,—pues apenas trasmontaba la cuarentena,—vivía por completo consagrado al ejercicio de su profesión de médico y al estudio. Las tertulias del café,—el billar y el naipe,—casi exclusivo entretenimiento de los pueblitos,—no le ofrecían ningún aliciente; y las pueriles vanalidades de la vida social, menos aún.
Su pasión era los libros; y al final de cada lectura gustábale abstraerse, para extraer, a través del filtro del análisis crítico, la esencia de lo leído. Era, en fin, un temperamento de sabio.
Entusiasmábanle las ciencias sociales. Las miserias, físicas y morales observadas a diario en su consultorio, entristecían su alma generosa, impulsándole a poner en contribución su voluntad y su cerebro al ideal nobilísimo de plasmar una humanidad más buena y más justa.
¡Cuántos de aquellos infelices que imploraban el auxilio de su ciencia curativa, llevaban sus organismos corroídos por las deficiencias de alimentación, de higiene y de educación, al par que por un trabajo excesivo y ejecutado en pésimas condiciones!...
Leer / Descargar texto 'La Singular Aventura del Dr. Manzzi'
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.