Aquella tarde la casa de Federico estaba más tranquila que de 
costumbre. El padre, que tenía una pequeña tienda de mercería, había ido
 a Forli a compras; su madre le acompañaba con Luisita, una niña a quien
 llevaba para que el médico la viera y le operase un ojo malo. Poco 
faltaba ya para la media noche. La mujer que venía a prestar servicio 
durante el día, se había ido al obscurecer. En la casa no quedaban más 
que la abuela, con las piernas paralizadas, y Federico, muchacho de 
trece años. Era una casita sola con piso bajo, colocada en la carretera y
 como a un tiro de bala de un pueblo inmediato a Forli, ciudad de la 
Romaña, y no tenía a su lado más que otra casa deshabitada, arruinada 
hacía dos meses por un incendio, sobre la cual se veía aún la muestra de
 una hostería. Detrás de la casita había un huertecillo rodeado de seto 
vivo, al cual daba una puertecilla rústica; la puerta de la tienda, que 
era también puerta de la casa, se abría sobre la carreterra. Alrededor 
se extendía la campiña solitaria, vastos campos cultivados y plantados 
de moreras.
Llovía y hacía viento. Federico y la abuela, todavía levantados, 
estaban en el cuarto donde comían, entre el cual y el huerto había una 
habitación llena de muebles viejos. Federico había vuelto a casa a las 
once, después de pasar fuera muchas horas; la abuela le había esperado 
con los ojos abiertos, llena de ansiedad, clavada en un ancho sillón de 
brazos, en el cual solía pasar todo el día y frecuentemente la noche, 
porque la fatiga no la dejaba respirar estando acostada.
El viento azotaba la lluvia contra los cristales; la noche era 
obscurísima. Federico había vuelto cansado, lleno de fango, con la 
chaqueta hecha jirones y con un cardenal en la frente, de una pedrada; 
venía de estar apedreándose con sus compañeros: llegaron a las manos 
como de costumbre, y por añadidura jugó y perdió sus cuartos, 
extraviándosele, además, la gorra en un foso.
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