Textos más cortos publicados por Edu Robsy publicados el 7 de junio de 2016

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editor: Edu Robsy fecha: 07-06-2016


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Lo Timó

Antón Chéjov


Cuento


En tiempos de antaño, en Inglaterra, los delincuentes condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma, aquellos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, pescado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con él hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero al recibir el dinero él, de pronto, se empezó a carcajear...

—¿De qué se ríe? —se asombró el médico.

—¡Usted me compró a mí, como un hombre que debe ser colgado —dijo el delincuente carcajeándose—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja-já!


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Colección

Antón Chéjov


Cuento


Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov. Estaba sentado en su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.

—Yo sin pan no tomo —dije—. ¡Vamos por el pan!

—¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.

—Es extraño... ¿Por qué, pues?

—Y mira por qué... ¡Ven acá!

Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta:

—¡Mira!

Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.

—No veo nada... Unos trastos... Unos clavos, trapitos, colitas...

—¡Y precisamente eso, pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos! Una colección memorable.

Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió sobre una hoja de periódico.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Veraneantes

Antón Chéjov


Cuento


En el andén del apeadero de un lugar veraniego paséase una parejita de recién casados. El la estrecha amoroso el talle y ella se inclina ligeramente hacia él; los dos se sienten felices. La Luna los contempla desde las nubes y frunce el ceño; seguramente los envidia en su inútil soledad. El aire, inmóvil, está impregnado del perfume de las lilas y de los cerezos. Al otro lado de la vía óyese el chillido agudo de los grillos.

—¡Qué hermoso, Sacha!

—¡Qué hermoso!—repite la joven—. Me parece un sueño. Fíjate qué hermoso y atrayente es aquel bosquecito, qué bellos estos enormes postes telegráficos. ¿No es verdad que animan el paisaje?... Hablan de la gente... de la civilización. ¿Te gusta cuando el viento nos trae el sonido lejano de un tren en marcha?

—Sí...; pero ¡qué manos tan calientes tienes, Varia! Estás nerviosa. ¿Qué hay para cenar?

—Okrochka [1] y pollo...; habrá bastante. De la ciudad he hecho traerte sardinas en conserva.

La Luna hace una mueca y se esconde detrás de las nubes; la felicidad humana le recuerda su aislamiento y su lecho solitario detrás de los montes y valles...

—¡El tren llega! ¡Qué hermoso!—exclama Varia.

A lo lejos aparecen tres ojos centelleantes. El jefe de estación sale al andén. Por todos lados aparecen luces de señales.

—Miraremos cómo se marcha el tren y nos iremos a casa—dice Sacha bostezando—. ¡Qué dichosos somos, Varia! Es verdad; parece un sueño.

El monstruo negro acércase al andén y se detiene... Por las ventanas alumbradas vense hombros, sombreros, caras dormidas...

—¡Hola, hola! —dicen desde un vagón—. Varia con su marido han salido a recibirnos. ¡Están aquí! ¡Varia! ¡Varia! ¡Hola!


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

En el Landó

Antón Chéjov


Cuento


Las hijas del consejero civil activo Brindin, Kitty y Zina, paseaban por la Nievskii en un landó1. Con ellas paseaba su prima Marfusha, una pequeña provinciana-hacendada de dieciséis años, que había venido en esos días a Peter, a visitar a la parentela ilustre y echar un vistazo a las "curiosidades". Junto a ella estaba sentado el barón Drunkel, un hombrecito recién aseado y visiblemente cepillado, con un paletó azul y un sombrero azul. Las hermanas paseaban y miraban de soslayo a su prima. La prima las divertía y las comprometía. La inocente muchachita, que desde su nacimiento nunca había ido en landó, ni oído el ruido capitalino, examinaba con curiosidad la tapicería del carruaje, el sombrero con galones del lacayo, gritaba a cada encuentro con el vagón ferroviario de caballos... Y sus preguntas eran aún más inocentes y ridículas...

—¿Cuánto recibe de salario vuestro Porfirii? —preguntó ella entre tanto, señalando con la cabeza al lacayo.

—Al parecer, cuarenta al mes...

—¡¿Es po-si-ble?! ¡Mi hermano Seriozha, el maestro, recibe sólo treinta! ¿Es posible que aquí en Petersburgo se valora tanto el trabajo?

—No haga, Marfusha, esas preguntas —dijo Zina—, y no mire a los lados. Eso es indecente. Y mire allá, mire de soslayo, si no es indecente, ¡qué oficial tan ridículo! ¡Ja—ja! ¡Como si hubiera tomado vinagre! Usted, barón, se pone así cuando corteja a Amfiladova.

—A ustedes, mesdames, le es ridículo y divertido, pero a mí me remuerde la conciencia —dijo el barón—. Hoy, nuestros empleados tienen una misa de réquiem a Turguéniev, y yo por vuestra gracia no fui. Es incómodo, saben... Una comedia, pero de todas formas convenía haber ido, mostrar mi simpatía... por las ideas... Mesdames, díganme con franqueza, con la mano puesta en el corazón, ¿a ustedes les gusta Turguéniev?

—¡Oh sí... se entiende! Turguéniev pues...


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

En el paseo de Sokólniki

Antón Chéjov


Cuento


El día 1 de mayo se inclinaba al anochecer. El susurro de los pinos de Sokólniki y el canto de los pájaros son ahogados por el ruido de los carruajes, el vocerío y la música. El paseo está en pleno. En una de las mesas de té del Viejo Paseo está sentada una parejita: el hombre con un cilindro grasoso y la dama con un sombrerito azul claro. Ante ellos, en la mesa, hay un samovar hirviendo, una botella de vodka vacía, tacitas, copitas, un salchichón cortado, cáscaras de naranja y demás. El hombre está brutalmente borracho... Mira absorto la cáscara de naranja y sonríe sin sentido.

—¡Te hartaste, ídolo! —balbucea la dama enojada, mirando confundida alrededor—. Si tú, antes de beber, lo pensaras, tus ojos son impúdicos. Es poco lo que a la gente le repugna verte, te arruinaste a ti mismo todo el placer. Tomas por ejemplo té, ¿y a qué te sabe ahora? Para ti ahora la mermelada, el salchichón es lo mismo... Y yo me esforcé pues, tomé lo mejor que había...

La sonrisa sin sentido en el rostro del hombre se convierte en una expresión de agudo pesar.

—M—masha, ¿a dónde llevan a la gente?

—No la llevan a ningún lugar, sino pasea por su cuenta.

—¿Y para qué va el alguacil?

—¿El alguacil? Para el orden, y acaso y pasea... ¡Epa, hasta donde bebió, ya no entiende nada!

—Yo... no estoy mal... Yo soy un pintor... de género...

—¡Cállate! Te hartaste, bueno y cállate... Tú, en lugar de balbucear, piensa mejor... Alrededor hay árboles verdes, hierbita, pajaritos de voces diversas... Y tú sin atención, como si no estuvieras ahí... Miras, y como en la niebla... Los pintores se empeñan ahora en reparar en la naturaleza, y tú como un curda...

—La naturaleza... —dice el hombre y mueve la cabeza—. La na—naturaleza... Los pajaritos cantan... los cocodrilos se arrastran... los leones... los tigres...


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Niño Maligno

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanich Liapkin, joven de exterior agradable, y Anna Semionovna Samblitzkaia, muchacha de nariz respingada, bajaron por la pendiente orilla y se sentaron en un banquito. El banquito se encontraba al lado mismo del agua, entre los espesos arbustos de jóvenes sauces. ¡Qué maravilloso lugar era aquel! Allí sentado se estaba resguardado de todo el mundo. Sólo los peces y las arañas flotantes, al pasar cual relámpago sobre el agua, podían ver a uno. Los jóvenes iban provistos de cañas, frascos de gusanos y demás atributos de pesca. Una vez sentados se pusieron en seguida a pescar.

—Estoy contento de que por fin estemos solos —dijo Liapkin mirando a su alrededor—. Tengo mucho que decirle, Anna Semionovna..., ¡mucho!... Cuando la vi por primera vez... ¡están mordiendo el anzuelo!..., comprendí entonces la razón de mi existencia... Comprendí quién era el ídolo al que había de dedicar mi honrada y laboriosa vida... ¡Debe de ser un pez grande! ¡Está mordiendo!... Al verla..., la amé. Amé por primera vez y apasionadamente... ¡Espere! ¡No tire todavía! ¡Deje que muerda bien!... Dígame, amada mía... se lo suplico..., ¿puedo esperar que me corresponda?... ¡No! ¡Ya sé que no valgo nada! ¡No sé ni cómo me atrevo siquiera a pensar en ello!... ¿Puedo esperar que?... ¡Tire ahora!

Anna Semionovna alzó la mano que sostenía la caña y lanzó un grito. En el aire brilló un pececillo de color verdoso plateado.

—¡Dios mío! ¡Es una pértiga!... ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Pronto!... ¡Se soltó!


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Orador

Antón Chéjov


Cuento


El entierro de Kiril Ivanovitch Vavilonski, fallecido a consecuencia de dos enfermedades muy frecuentes en nuestra patria, el alcoholismo y la mujer iracunda, tiene lugar en una hermosa mañana. Cuando la comitiva emprende el camino del cementerio, un tal Poplavsko, compañero del difunto, sepárase de ella, toma un coche y ordena que le lleven a toda prisa a la casa de su amigo Grigori Petrovitch Zapoikin, hombre joven pero, no obstante, popularísimo. Muchos de los lectores conocen el talento extraordinario de Zapoikin para pronunciar discursos e improvisaciones en todas las circunstancias de la vida, como bodas, aniversarios, entierros. Puede hablar a cualquiera hora que convenga, medio dormido, en ayunas, borracho o con fiebre. Habla con extrema facilidad y abundancia, como un chorro de agua que brota de una cañería; en su vocabulario menudean palabras capaces. Me enternecer a una roca. Sus discursos son siempre elocuentes y largos; a veces, sobre todo en las bodas, hay que acudir a la Policía para hacerle callar.

—¡Vengo a buscarte!—le dice Poplavsko—. Vístete y vámonos inmediatamente. Uno de los nuestros se ha muerto y lo estamos despachando para el otro mundo... Hay que decir alguna tontería para la despedida... Eres el único capaz de sacarnos del apuro. No te molestaríamos si el muerto fuese un cualquiera; pero se trata del secretario... de la Cancillería. No se puede enterrar a una persona tan importante sin un discurso.

—¿El secretario?...—dice, bostezando, Zapoikin—. ¿Aquel borrachín?...

—¡Sí, el borrachín! Después iremos a comer, habrá entremeses, buñuelos; te pagarán el coche. ¡Vámonos, chico! Haz por pronunciar en el cementerio un discurso digno de Cicerón; te lo agradeceremos en el alma.

Zapoikin, acorde con su compañero, da a su fisonomía un aire melancólico, y ambos salen a la calle.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Obra de Arte

Antón Chéjov


Cuento


Sacha Smirnof, único hijo de su madre, entró en el gabinete del doctor Cochelkof llevando debajo del brazo un paquete envuelto en un periódico.

—¡Hola, amiguito!—le saludó el doctor—. ¿Cómo nos encontramos hoy? ¿Qué tal?

Sacha guiñó los ojos, colocó su mano sobre el pecho y pronunció con voz agitada:

—Mi mamá le manda recuerdos... Soy hijo único de mi madre; usted me ha salvado la vida...; me ha curado de una enfermedad peligrosa...; no sabemos cómo demostrarle nuestro agradecimiento...

—¡Está bien, está bien, amiguito!—interrumpió el doctor satisfecho—. Hice lo que otro hubiera hecho en mi lugar.

—Soy hijo único de mi madre... Somos gente pobre y no disponemos de medios suficientes para remunerarle su trabajo... Estamos muy avergonzados... Sin embargo... mamá y yo..., hijo único de mi madre..., le rogamos acepte este objeto como testimonio de nuestro agradecimiento... Es un objeto caro... de bronce antiguo... una obra de arte...

—¿Para qué? Es inútil...—interrumpió el doctor.

—No...; no puede usted negarnos este favor—replicó Sacha, desatando el paquete—. Sería un desaire para mamá y para mí... Es una cosa magnífica... una antigüedad... La heredamos de mi papá; la guardábamos como recuerdo... Mi papá compraba antigüedades y las revendía a los aficionados... Mi mamá y yo hacemos ahora este trabajo...

Sacha desenvolvió el objeto y lo colocó triunfalmente en la mesa. Era un candelabro de bronce antiguo y de labor artística; un grupo de dos mujercitas, completamente desnudas, en unas posturas que no puedo describir por falta de valor y temperamento. Las figuritas sonreían y parecía que, si no fuera por la obligación en que estaban de sostener las palmatorias, saltarían de su pedestal armando un escándalo superior a toda imaginación.

El doctor echó una mirada al regalo, rascóse la cabeza y dijo:


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Dominio público
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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre Conocido

Antón Chéjov


Cuento


La encantadora Vanda (o según según su pasaporte, la honorable ciudadana Nastasia Kanavkina) al salir del hospital se encontró en una situación como jamás se había encontrado antes. Sin casa y sin un céntimo. ¿Qué hacer?...

Lo primero que se le ocurrió fue dirigirse a la casa de préstamos y empeñar su sortija de turquesas, su única alhaja. Le dieron por ella un rublo, pero... ¿qué se puede comprar con un rublo? Por ese dinero no se puede comprar una chaquetita corta a la moda..., ni un sombrero..., ni unos zapatos de color bronce... y sin esas cosas ella se sentía como desnuda. Le parecía que no sólo la gente, sino hasta los caballos y los perros, la miraban y se reían de la sencillez de su vestido. Lo único que le preocupaba era el vestido. La cuestión de cómo iba a comer o de dónde iba a pasar la noche no la inquietaba lo más mínimo.

—¡Si al menos me encontrara con algún conocido!..., le pediría dinero... Ninguno me lo rehusaría.

Pero los hombres conocidos no aparecían por ninguna parte. No sería difícil encontrarlos por la noche en el Renaissance, pero en el Renaissance no se dejaba entrar a nadie vestido tan sencillamente y sin sombrero. ¿Qué hacer entonces?... Después de una larga indecisión y cuando ya se sentía harta de andar, de estar sentada y de pensar, Vanda resolvió emplear un último recurso... Iría a casa de uno de sus conocidos y le pediría dinero.

"¿A quién podré dirigirme? —meditaba—. A casa de Mischa no es posible. Tiene familia. En cuanto al viejo del pelo rojo..., estará a estas horas ocupado en su despacho..."

Vanda se acordó de pronto del dentista Finkel, un judío converso que hacía unos tres meses le había regalado una pulsera y al que una vez, cenando en el Círculo alemán, había echado un vaso de cerveza por la cabeza.

El recuerdo de este Finkel la alegró muchísimo.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Mujer Sin Prejuicios

Antón Chéjov


Cuento


Maxim Kuzmich Salutov es alto, fornido, corpulento. Sin temor a exagerar, puede decirse que es de complexión atlética. Posee una fuerza descomunal: dobla con los dedos una moneda de veinte kopecs, arranca de cuajo árboles pequeños, levanta pesas con los dientes; y jura que no hay en la tierra hombre capaz de medirse con él. Es valiente y audaz. Causa pavor y hace palidecer cuando se enfada. Hombres y mujeres chillan y enrojecen al darle la mano. ¡Duele tanto! No hay modo de oír su bella voz de barítono, porque hace ensordecer. ¡El vigor en persona! No conozco a nadie que le iguale.

¡Pues esa fuerza misteriosa, sobrehumana, propia de un buey, se redujo a la nada, a la de una rata muerta, cuando Maxim Kuzmich se declaró a Elena Gavrilovna! Maxim Kuzmich palideció, enrojeció, tembló; y no hubiera sido capaz de levantar una silla en el momento en que hubo de extraer de su enorme boca el consabido «¡La amo!». Se disipó su energía y su corpachón se convirtió en un gran recipiente vacío.

Se le declaró en la pista de patinaje. Ella se deslizaba por el hielo con la grácil ligereza de una pluma, y él, persiguiéndola, temblaba, se derretía, susurraba palabras incomprensibles. Llevaba en el semblante escrito el sufrimiento... Sus piernas, ágiles y diestras, se torcían y se enredaban cada vez que debía describir en el hielo alguna curva difícil... ¿Creen ustedes que temía unas calabazas? No. Elena Gavrilovna le correspondía y ansiaba oír de sus labios la declaración de amor. Morena, menudita, guapa, ardía de impaciencia. El elegido de su corazón había cumplido ya los treinta; su rango no era nada elevado, y su fortuna tampoco tenía mucho que envidiar; pero, en cambio, ¡era tan bello, tan ingenioso, tan hábil! Bailaba admirablemente, tiraba al blanco como un as y nadie le aventajaba montando a caballo. Una vez, paseando con ella, se saltó una zanja que no la hubiera salvado el mejor corcel de Inglaterra.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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