Al bajar la escalera del hotel —después de las despedidas penetradas,
los apretones de manos largos y expresivos, las frases musitantes,
acompañadas de convencional mímica, de todo pésame— los amigos ya
comentaban indignados la escandalosa actitud del huérfano y la viuda,
tranquilos «como si tal cosa», y hasta sonrientes… Sí, sonrientes; lo
afirmó Ramírez Hondal, que lo había visto con sus ojos, y lo confirmó
Piñales, que forzando la nota exclamó que no era sonrisa, sino risa…
—¡Carcajadas!, falló Muntises, entre las protestas del grupo, que
avanzaba por la acera compacto y alegre, con la alegría egoísta de
desahogo, peculiar de las salidas de duelo y los regresos de camposanto.
—Carcajadas, no; ni risa, tampoco —rectificó Benibar—, pero,
positivamente, triste no estaban. Y ¿quieren ustedes que les diga la
verdad, sin ambages ni repulgos? Yo, en su caso, tampoco me desharía en
lágrimas, no.
—¿Por qué? —preguntaron casi a un tiempo cuatro voces. El pobre Manolo no se portaba tan mal.
—Era fiel, buen marido…
—Acrecentó su fortuna…
—Al chico le adoraba… No se consolaba de verle así…
—¡Ah! ¡Eso clama al cielo! Es que ese chico… —murmuró Piñales— ese
chico… ¡no hay sino verle! Le ha señalado Dios: le ha escrito en el
rostro y en el cuerpo la maldad… Por algo es jorobado, torcido, bizco,
temblón de las manos y de los pies; por algo hace con la cara esos
continuos gestos que parecen de terror, esos visajes ridículos… No les
quepa a ustedes duda, los seres deformes son desnaturalizados. Monstruos
por fuera, monstruos por dentro… Compasión me daba ver a Manolo
pendiente de los antojos de ese escuerzo, y a veces se me ocurría
aconsejarle que buscase otro hijo de mejor facha, aunque fuese en la
Inclusa.
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