Textos más populares este mes publicados por Edu Robsy publicados el 13 de diciembre de 2020 | pág. 4

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editor: Edu Robsy fecha: 13-12-2020


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La Sospecha

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Estaban ambos en ese momento peligroso del amor en que, para creer en la propia felicidad, es necesario que los otros se hagan lenguas de ella. Ser dos no basta: es necesario que los otros digan: «¡Sí, son dos!». Los corazones buenos, llegado ese momento, han menester un amigo; los malos, un envidioso. Uno de los primeros síntomas de la saciedad es que suele uno verse en el espejo más a menudo que ordinariamente. ¿Por qué? Porque se busca un testigo, y estando eternamente solos, la propia imagen de uno es punto menos que un desconocido. El dúo aspira a resolverse en un terceto. Algunas veces degenera en concertante: sobre todo, cuando se trata de alguna ópera italiana o de amoríos pecaminosos.

Clementina y Roberto no se fastidiaban: ¿era posible acaso que se fastidiaran? Él tenía veinte abriles y ella treinta. Pero, sobre todo, lo que hacía irresistible a Clementina era el pudor. La castidad, esa niñería sublime, es patrimonio de todas las doncellas inocentes, pero el pudor se adquiere, se conquista. Una joven alzándose la enagua hasta los ojos, es de una castidad suprema. El pudor, ese astuto, enseña apenas la punta delicada del botín. Es una ciencia, un arte. Es el obstáculo oportuno, la negación que consiente, la reticencia de la pasión. Sabe lo que se puede conceder y cómo y cuándo. A los treinta años comienzan las mujeres a tener pudor. Las vírgenes son augustas.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¡Pa Mí que Nieva…!

Joaquín Dicenta


Cuento


Mirábase reproducido en el ancho espejo colocado sobre el lujoso tocador de la fonda, y aún dudaba si sería él.

¡Cómo!, aquel señor, que se levantaba de dormir en colchones de pluma, entre sábanas de hilo y colchas de seda, aquel hombre de cuarenta y cinco años, vestido por fuera y por dentro como un banquero o como un príncipe, aquel caballero afeitado, perfumado, estirado, limpio, ¿era él, Pepillo, el Pepillo de antes?… ¡Vaya que no!… Seguramente soñaba y no tardaría en despertarle de su sueño la bota de un guardia de orden público. Estaba hecho a semejantes despertadores desde su infancia. Sólo le sorprendía el retraso. ¡A que se habían olvidado de dar cuerda a los despertadores en la prevención del distrito!…

Así discurría Pepe por lo bajo, intercalando su discurso con sonrisas alegres y gestos de satisfacción. A fe que tenía motivos para estar contento. ¡Volver a Madrid al cabo de veintiséis años; instalarse en el hotel de Roma y verse asistido por tres o cuatro sirvientes que lucían frac, corbata blanca y bota de charol! ¡Coche para el paseo, palco en el teatro y cheques por valor de tres millones en la cartera!… Y no era sueño; era la realidad indiscutible.

¿Cómo el granujilla, el golfo, el vendedor de periódicos, el que tuvo por lecho el quicio de las puertas y los bancos del Prado, el que se lavaba en el pilón de Neptuno y comía en la taberna de la Liendres, llegó a tan empingorotada posición social? Pues como ocurren estas cosas. Con ayuda de la suerte, del trabajo, de la intrepidez y de la constancia.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¿Cuál?

Joaquín Dicenta


Cuento


Se hablaba de un marido engañado y, según costumbre, todo eran burlas para la víctima y plácemes para el burlador.

—No os moféis tan sin juicio de un hombre que ignora su engaño —dijo uno de los circunstantes—; no le apliquéis el astado calificativo. Mejor haríais aplicándoselo al amante de su mujer.

—¿Al amante?… —interrumpió otro de los contertulios con tono de asombro.

—Al amante, sí. En la mayoría de los casos, y cuando el esposo no sabe su deshonra, no es él, sino el amante, quien merece el calificativo.

—¿De veras?…

—De veras. Y para que no tengáis dudas respecto de mis afirmaciones, os referiré un suceso del que fui ridículo protagonista.

—Venga de ahí.

—Allá va —repuso.

Y luego de hacer una pausa, invertida en liar un pitillo, encenderlo, llevarlo a la boca y lanzar al espacio unas bocanadas de humo, nos refirió la siguiente historia que puede titularse como yo titulo este cuento.


* * *


Era yo estudiante; vivía en Madrid, usufructuaba, por el módico interés diario de tres pesetas, una casa de huéspedes y concurría todas las noches al café del Callao, situado entonces en la plaza del mismo título y sustituido hoy por un almacén de géneros de punto.

En clase de puntos, y como precursores de los futuros destinos del establecimiento, frecuentábamoslo, cuando ejercía de café, cinco o seis jovenzuelos que, a puro entramparnos con el mozo, podíamos saborear sendas tazas de agua de achicorias con almidón y azúcar. ¡Dichosos tiempos aquellos en que el paladar y el estómago aceptaban como indiscutible moka aquel brebaje!… ¡Oh, santa candidez de la juventud! ¡Cuánto te echo de menos cuando me dan café con leche y otras cosas por el estilo!…


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Pícara Vida

Joaquín Dicenta


Cuento


Siempre fue muy cómodo renegar de la vida y hacer de ella renuncia teórica, maldiciendo los disgustos y penalidades que proporciona.

Pero una cosa es predicar y otra dar trigo, como una cosa es llamar a la muerte a voces cuando está lejos, y tenderle amorosamente los brazos cuando se la contempla de cerca.

Tan verdad es esto, que siempre, cuando a las personas que me rodean oigo echar pestes contra la existencia miserable que padecemos los humanos, acude a mi memoria un cuento que mi madre me refería cuando yo era chico, y que puede servir de enseñanza y respuesta a los que piden a todas horas que la muerte venga a librarles de la desdichada vida que sufren.


* * *


En cierto pueblo de Aragón vivían juntos una madre y un hijo.

Era la madre de edad avanzada, muy buena mujer, muy creyente y muy hacendosa a pesar de sus años.

Sólo tenía un defecto: renegar a todas horas de la vida; y era el hijo un clérigo joven, cura del pueblo y hombre de honradas costumbres e intachable conducta.

—¡Dios mío! —decía la madre siempre que encontraba ocasión para ello, y la encontraba a cualquier hora—. ¡Dios mío, haz a mi hijo feliz, conserva su existencia preciosa y no me proporciones el pesar horrible de verle morir, de llevarlo contigo antes que yo muera! Que viva él que es joven, que puede hacer tanto en tu divino servicio. ¡Que viva él!… A mí, señor, a esta pobre vieja que sólo sinsabores y penas ha sufrido en el mundo, llévame ya de él, concédame tu misericordia el descanso que ardientemente solicito. La vida es para mí carga pesada; la muerte fiera, descanso, y yo la recibiría con los brazos abiertos. Venga la muerte para mí: la recibiré como un bien.


* * *


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Domingos de Noche

Rafael Barrett


Cuento


—Y usted, ¿no nos cuenta ninguna proeza amorosa, señor Martínez?

El famoso financista sacudió con el meñique, ensortijado de brillantes, la ceniza del magnífico veguero; sonrió con ese desdén que da a su grasiento rostro una expresión de desencanto fatuo, y nos dijo:

—Les contaré mi primera aventura. Era yo entonces estudiante, y mi familia me pasaba a Madrid una renta de veinte duros al mes, gastos pagados. Las facturas de alojamiento, ropa, libros, matrículas, se abonaban allá. Los veinte duros eran para el bolsillo. No había modo de aumentarlos, porque mi padre entendía de negocios tanto como yo, Mi presupuesto estaba distribuido así: cuatro reales diarios para café, propina incluida; dos de billar, entretenimiento imprescindible; uno de tranvía, término medio; tres de teatro, diversión que pagábamos a escote los de la pandilla. El resto era consagrado al amor. En aquellos tiempos compraba el amor hecho, como las camisas y los zapatos. Ahora me lo encargo todo a la medida.

»Devoraba con delicia, por extraño que les parezca, folletines de Escrich y novelones de Dumas y Sué, y soñaba con raptos y escalamientos, desafíos a la luz de la luna y frases generosas.

»Una madrugada, en lugar de acostarme después de la sesión del Levante, donde nos reuníamos, me dio por vagar solo, a semejanza de Don Quijote, buscando doncellas que desencantar a lo largo de las calles solitarias.

»Hacía frío. Mis pasos eran sonoros sobre las aceras, lisas y relucientes. Las estrellas, encaramadas hasta lo alto del espacio, centelleaban más que de costumbre a través del aire inmóvil y seco.

»Había poesía en mí y fuera de mí, o, por lo menos, tal me parecía. Con todos mis libros en la cabeza, me hallaba dispuesto a redimir definitivamente la primer pecadora que pasase.

»Y de pronto, saliendo de una bocacalle, cruzó delante de mí una mujer.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Sobre el Césped

Rafael Barrett


Cuento


Sobre el césped estábamos sentados, a la sombra de los altos laureles. De tiempo en tiempo una leve bocanada de aire cálido se obstinaba en desprender el suave mechón rubio que tus dedos impacientes habían contenido.

Nuestro primogénito jugaba a nuestros pies, incapaz de enderezarse sobre los suyos, carnecita redonda, sonrosada y tierna, pedazo de tu carne. ¡Oh tus gritos de espanto cuando veías entre sus dientecitos el pétalo de alguna flor misteriosa! ¡Oh tus caricias de madre joven, tus palmas donde duerme el calor de la vida, tus labios húmedos que apagan la sed!

Y mis besos, enardecidos por la voluptuosa pereza de aquella tarde de verano, apretaron a la dulce prisionera de mis deseos, y mis manos, extraviadas, temblaron entre las ligeras batistas de tu traje…

¡Y me rechazaste de pronto! Y un rubor virginal subió a tu frente.

Me señalaste nuestro hijo, cuyos grandes ojos nos seguían con su doble inocencia, y murmuraste:

—¡Nos está mirando!

—Tiene un año apenas…

—¿Y si se acuerda después?

Nos quedamos contemplando a nuestro pequeño juez, indecisos y confusos.

Pero yo te hablé en los siguientes términos:

—Amor mío, tesoro de locas delicias y de absurdos pudores, alma única, mujer de siempre, humanidad mía, no temas avergonzarte ante ese tirano querido, porque no te haré nada que no te haga él en cuanto te lo pide…

Y desabrochando tu corpiño, liberté la palpitante belleza de tu seno, y prendí mis labios en su irritada punta.

Y tú te estremeciste, y una divina malicia brilló en el fondo de tus ojos.


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El Vestido Blanco

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Mayo, ramillete de lilas húmedas que Primavera prende a su corpiño; Mayo, el de los tibios, indecisos sueños de la pubertad; Mayo, clarín de plata que tocas diana a los poetas perezosos; Mayo, el que rebosa tantas flores como las barcas de Myssira: tus ojos claros se cierran en éxtasis voluptuoso y se escapa de tus labios el prometedor «¡hasta mañana!», cual mariposa azul de entre los pétalos de un lirio.

Hace poco salía de la capilla, tapizada toda de rosas blancas, y entreteníame en ver la vocinglera turba de las niñas que con albos trajes, velos cándidos y botones de azahar en el tocado, habían ido a ofrecer ramos fragantes a María. Mayo y María son dos nombres que se hermanan, que suavizan la palabra; dos sonrisas que se reconocen y se aman. No sé qué hilo de la Virgen une a los dos. Uno es como el eco del otro. Mayo es el pomo y María es la esencia.

Las niñas ricas subían joviales a sus coches; las niñeras vestían de gala; santo orgullo expresaban en sus ojos, aún llorosos, las mamás. Acababan de recibir la confirmación de la maternidad.

En uno de aquellos grupos distinguí a mi amigo Adrián; salí a su encuentro; besé a la chicuela, que todavía no sabe hablar sino con sus padres y con sus muñecas; sentí ese fresco olor de inocencia, de edredón, de brazos maternales, que esparcen las criaturas sanas, bellas y felices, y cuando la palomita de alas tímidas, cerradas, se fue con la mamá y el aya, ruborizada la niña, y de veras por la primera vez, Adrián y yo, incansables andariegos, nos alejamos de las calles henchidas de gente dominguera, para ir a la calzada que sombrean los árboles y que buscan los enamorados al caer la tarde y los amigos de la soledad al mediodía.


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A Treinta Años Fecha

Joaquín Dicenta


Cuento


Era una chiquilla encantadora, morena y andaluza, con la agravante de ser perchelera y de tener más sal en su cuerpo y en su lenguaje que todos los boquerones de Málaga. Tenía veintidós años; yo veinte.

La primera vez que la vi asomarse al balcón de su casa, una casita frontera a la mía, se me cayeron los palos del sombrajo, como dicen en la tierra de ella. ¡Vaya una moza!… grité, sin enterarme de que gritaba; y me quedé mirándola, con los ojos muy abiertos, la boca más abierta que los ojos y la cara del más perfecto imbécil que puedan mis lectores imaginarse. Claro, que la muchacha se dio cuenta de lo que ocurría; ¡así que las mujeres son tontas!… Guiñó los ojos; soltó la carcajada; dio un retemblío de caderas y se metió en su cuarto balanceando el cuerpo y dejando sin cerrar balcón, para que yo siguiera llenándome de su persona.

Así empezó la cosa, que no se hizo entretener mucho para llegar al apetecido desenlace. Moza ella, mozo yo; la moza sin ser una virtud y el mozo sin pecar de tímido, ¿qué iba a ocurrir?… Pues… nada; es decir, todo.

Anita había venido de Málaga con una apreciable señora, comerciante en carne viva; pero se cansó muy pronto de trabajar por cuenta ajena y se dedicó a hacerlo por la propia. Ni su desparpajo necesitaba andadores, ni su hermosura intermediarios.

Tal fue el principio de su etapa madrileña.


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Casi Monólogo

Joaquín Dicenta


Cuento


Estábamos solos. Ella enfrente de mí, provocadora, incitante, brindándome en silencio sus espléndidos dones; su perfume, que hacía estremecerse mis nervios con avarienta voluptuosidad; sus tonos de color, que excitaban en mí el ansia de acercar los labios e ir absorbiendo entre pausas, prolongadoras del deleite, la esencia de su vida, que yo y nadie más que yo tenía derecho a poseer; su alma, que se trasparentaba bulliciosa y enérgica al través de los múltiples y artísticos estremecimientos que la agitaban cuando mi mano se alzaba por encima de la mesa para tocar la muselina protectora que la envolvía; toda ella, en fin, porque de toda ella necesitaba mi espíritu fatigado y entristecido por esta lucha que, llamándose existencia, eleva el fastidio a la categoría de imposición.

No era posible resistir más; su virginidad esplendorosa me atraía, y a trueque de merecer fama de libertino, extendí el brazo, la ceñí con mi mano temblorosa de deseos y, oprimiéndola cariñosamente, la levanté del sitio que ocupaba con lentitud mimosa, elevándola despacio, muy despacio, hasta que la puse cerca de mi boca y dejé extasiarse la mirada en sus matices de oro, sobre los cuales se quebraban, descomponiéndose en mil y mil luminosas facetas, los rayos de sol que se introducían de contrabando por la entreabierta ventana de aquel cuartucho miserable.

Porque era una copa de Jerez la que yo tenía en la mano, la que excitaba los apetitos de mi carne, la que reflejándose en mis pupilas con sus cambiantes de oro y sus reverberaciones de ámbar, excitaba las fibras todas de mi organismo, anunciándoles placeres y alegrías entrevistos por mí en el fondo trasparente de la copa cuyo limpio cristal acariciaba con los dedos. Mi corazón, henchido de penas, hallábase necesitado de venturas, y el Jerez podía proporcionármelas. ¿Artificiales?, puede; ¿y qué importa? ¿Acaso las que tomamos por verdaderas lo son?


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Los Melocotones

Joaquín Dicenta


Cuento


Sale el tren mixto de Calatayud y emprende el camino de Zaragoza con lento caminar de bestia de carga. Chirrían antipáticamente los ejes sin escrupulosidad engrasados, vomita humo negro la chimenea de la máquina, escúchanse en los vagones de mercancías cacareos de gallinas, balidos de corderos, relinchos de caballos; los coches de primera van llenos de aire y polvo, los de segunda y tercera de gente alegre y decidora. El cierzo del Moncayo golpea con sus alas de nieve ventanillas y portezuelas, y el campo aragonés se extiende como una inmensa alfombra verde a uno y otro lado de los raíles. Uno de los coches de tercera va ocupado en su mayor parte por labradores; pues excepción hecha de un cura y un sujeto que por las trazas debe ser médico o boticario de algún pueblo próximo, los viajeros restantes visten el clásico calzón, la morada faja, la obscura chaquetilla y el embotonado chaleco, y calzan sus pies con las alpargatas de cinta y cubren la cabeza con el pañuelo de colores. Sólo un asiento queda libre, vamos, libre de persona ocupante, porque lo usufructúa un cesto de melocotones sobre el cual apoya uno de sus brazos el más perfecto tipo de baturro que parió la tierra. Alto, huesoso, con la nariz corva, saliente la barba y los ojos vivos y tenaces, viaja mi hombre con el cuerpo recostado en el respaldo de madera, una pierna cruzada sobre la otra y un cigarro de papel, grueso como un puro, entre los dientes negros y desiguales; frente a él va otro labriego de cara gruesa, abultado estómago y linfático aspecto, que dormita al arrullo del eje, cacareos, balidos, relinchos y conversaciones dando cabezadas mayúsculas.

En la estación inmediata a Calatayud se abre la portezuela del coche y entra un individuo de porte entre señoril y campesino.

—Buenos días —dice el recién llegado.

—Buenos días —le contestan los viajeros del vagón.


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