Textos más populares esta semana publicados por Edu Robsy publicados el 13 de diciembre de 2020 | pág. 2

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editor: Edu Robsy fecha: 13-12-2020


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La Madre

Rafael Barrett


Cuento


Una larga noche de invierno. Y la mujer gritaba sin cesar, retorciendo su cuerpo flaco, mordiendo las sábanas sucias. Una vieja vecina de buhardilla se obstinaba en hacerla tragar de un vino espeso y azul. La llama del quinqué moría lentamente.

El papel de los muros, podrido por el agua, se despegaba en grandes harapos, que oscilaban al soplo nocturno.

Junto a la ventana dormía la máquina de coser, con la labor prendida aún entre los dientes. La luz se extinguió, y la mujer, bajo los dedos temblorosos de la vieja, siguió gritando en la sombra.

Parió de madrugada. Ahora un extraño y hondo bienestar la invadía.

Las lágrimas caían dulcemente de sus ojos entornados. Estaba sola con su hijo. Porque aquel paquetito de carne blanda y cálida, pegado a su piel, era su hijo…

Amanecía. Un fulgor lívido vino a manchar la miserable estancia. Afuera, la tristeza del viento y de la lluvia.

La mujer miró al niño, que lanzaba su gemido nuevo y abría y acercaba la boca, la roja boca ancha, ventosa, sedienta de vida y de dolor, Y entonces la madre sintió una inmensa ternura subir a su garganta. En vez de dar el seno a su hijo, le dió las manos, sus secas manos de obrera; agarró el cuello frágil, y apretó. Apretó generosamente, amorosamente, implacablemente. Apretó hasta el fin.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Última Primavera

Rafael Barrett


Cuento


Yo también, a los veinte años, creía tener recuerdos.

Esos recuerdos eran apacibles, llenos de una melancolía pulcra.

Los cuidaba y hacía revivir todos los días, del mismo modo que me rizaba el bigote y me perfumaba el cabello.

Todo me parecía suave, elegante. No concebía pasión que no fuera digna de un poema bien rimado. El amor era lo único que había en el universo; el porvenir, un horizonte bañado de aurora, y, para mirar mi exiguo pasado, no me tomaba la molestia de cambiar de prisma.

Yo también tenía —¡ya!— recuerdos.

Mis recuerdos de hoy…

¿Por qué no me escondí al sentirme fuerte y bueno? El mundo no me ha perdonado, no. Jamás sospeché que se pudiera hacer tanto daño, tan inútilmente, tan estúpidamente.

Cuando mi alma era una herida sola, y los hombres moscas cobardes que me chupaban la sangre, empecé a comprender la vida y a admirar el mal.

Yo sé que huiré al confín de la tierra, buscando corazones sencillos y nobles, y que allí, como siempre, habrá una mano sin cuerpo que me apuñale por la espalda.

¿Quién me dará una noche de paz, en que contemple sosegado las estrellas, como cuando era niño, y una almohada en que reposar después mi frente tranquila, segura del sueño?

¿Para qué viajar, para qué trabajar, creer, amar? ¿Para qué mi juventud, lo poco que me queda de juventud, envenenada por mis hermanos?

¡Deseo a veces la vejez, la abdicación final, amputarme los nervios, y no sentir más que la eterna, la horrible náusea!

Desde que soy desgraciado, amo a los desgraciados, a los caídos, a los pisados.

Hay flores marchitas, aplastadas por el lodo, que no por eso dejan de exhalar su perfume cándido.

Hay almas que no son más que bondad. Yo encontraré quien me quiera.

Si esas almas no existen, quiero morir sin saberlo.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¿Recuerdas?

Rafael Barrett


Cuento


Era en el cariñoso silencio de nuestra casa. Por la ventana abierta entraba el aliento tibio de la noche, haciendo ondular suavemente el borde rizado de la pantalla color de rosa. La luz familiar de la vieja lámpara acariciaba nuestras frentes, llenas de paz, inclinadas a la mesa de trabajo.

Tú leías, y escribía yo. De cuando en cuando nuestros ojos se levantaban y se sonreían a un tiempo. Tu mano, posada como una pequeña paloma inquieta sobre mí, aseguraba que me querías siempre, minuto por minuto.

Y las ideas venían alegremente a mi cerebro rejuvenecido. Venían semejantes a un ancho río claro, nacido para aliviar la sed dolorosa de los hombres.

Las horas pasaron, y un vago cansancio bajó a la tierra. Cerraste el libro; mi pluma indecisa se detuvo. Concluía la jornada, y el sueño descendía sobre las cosas. Y el sueño era el reposo.

No teniendo nada que soñar, deseábamos dormir, dormir y despertar con la aurora para seguir viviendo el sueño real de nuestra vida.

Y nos miramos largamente, y vimos la vida en el hueco sombrío de nuestras órbitas.

La veíamos y no la comprendíamos. Por estrecharla nos abrazamos. Nuestras bocas al interrogarla chocaron una con otra, y no se separaron. La dulzura de tu piel languideció mi sangre. Tu corazón empezó a latir más fuertemente.

La vida se apoderaba de nosotros, estrujándonos con la voluptuosidad de sus mil garras. Inmóviles a la orilla del abismo, saboreábamos de antemano la delicia mortal…

De pronto un objeto minúsculo cayó sobre el disco del delgado bronce que tus cabellos rozaban.

Era una mariposilla de oro. Quedó yerta un momento. Y con repentina furia comenzó a agitarse contra el metal. Sus alas pálidas vibraban tan rápidas, que parecían un tenue copo de bruma suspendida. Su cabecita embestía el bronce y resbalaba por él, y la loca mariposa giró en giro interminable a lo largo del cóncavo y brillante surco.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

A Bordo

Rafael Barrett


Cuento


Remontando el Alto Paraná. Una noche cálida, perfecta, como si durante la inmovilidad del crepúsculo se hubiesen decantado, evaporado, sublimado todas las impurezas cósmicas; un cielo bruñido, de un azul a la vez metálico y transparente, poblado de pálidas gemas, surcado de largas estelas de fósforo.

Al ras del horizonte, el arco lunar esparcía su claridad de ultratumba.

La tierra, que ocupaba medio infinito, era bajo aquel firmamento de orfebre un tapiz tejido de sombras raras; las orillas del río, dos cenefas de terciopelo negro.

Las aguas pasaban, seda temblorosa, rasgada lentamente por el barco, y se retorcían en dos cóncavos bucles, dos olas únicas que parecían prenderse a la proa con un infatigable suspiro.

Los pasajeros, después de cenar, habían salido a cubierta. De codo sobre la borda, una pareja elegante, ella virgen y soltero él, discreteaba.

—¿La Eglantina está triste?

(Porque él la había bautizado Eglantina).

—Esta noche es demasiado bella —murmuró la joven.

—La belleza es usted…

Brilló la sonrisa de Eglantina en la penumbra. «Mis mayores me aprueban», pensó. En un banco próximo, tía Herminia, que conversaba con una señora de luto, dejaba ir a los enamorados su mirada santamente benévola, bendición nupcial. Roberto las acompañaría al Iguazú, luego a Buenos Aires, y después…

Sonaban guitarras y una voz española:


Los ojazos de un moreno
clavaos en una mujé…


Y palmaditas andaluzas. Debajo, siempre el sordo estremecimiento de la hélice, y la respiración de las calderas.

Dos fuertes negociantes de Posadas paseaban, anunciados por la chispa roja de sus cigarrillos.

—Si continúa la baja del lapacho, cierro la mitad de la obrajería —dijo el más grueso.

La brisa de la marcha movía las lonas del toldo. Eglantina contemplaba el lindo abismo.


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2 págs. / 3 minutos / 502 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Donde se Sube al Cielo

Manuel Gutiérrez Nájera


Novela corta


a Madame Judith Gautier


La noche está lluviosa, los teatros han cerrado sus puertas y yo no tengo amores. La luz anémica de los relámpagos rasga de cuando en cuando el cielo, y la tempestad, que se va aproximando poco a poco, preludia su obertura wagneriana. Las nubes se disponen a acompañar mi canto con sus grandes masas de orquestación, y el agua, cayendo en gruesos hilos, lava la tez carmínea de las rosas y bruñe el verde oscuro de las hojas. ¡Qué hermosa noche para la vida del hogar, para el dúo de los labios y la canción del niño! Si yo tuviera un hijo, me acercaría de puntillas a su cuna para verlo dormir. El agua cae en gruesos hilos. Llueve mucho.

Mientras el sueño viene y arde mi tabaco, trazo, señora, las primeras páginas de este libro humilde, cuya idea primordial os pertenece. Las hojas de papel me esperan impacientes, con su traje de novia inmaculado. Magda, mi pobre enferma, la creación de mis horas soñolientas, me pide a voces la vida rápida del libro, como esos cuerpos de ángeles que miran los enamorados en sus sueños, pidiéndoles, en ademán de ruego y con las manos juntas, el triste don de la existencia. El agua cae en gruesos hilos. Llueve mucho.


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98 págs. / 2 horas, 52 minutos / 220 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Regalo de Año Nuevo

Rafael Barrett


Cuento


En aquella época éramos muy pobres todavía. A mí me habían dado un modesto empleo en el ministerio de las finanzas, a fuerza de intrigas y de súplicas. En las horas libres traducía del inglés o del alemán obras interminables, pagadas por término medio a cinco céntimos la página. París es terrible.

Mi mujer, cuando nuestros tres niños la dejaban tranquila, bordaba para fuera. De noche, mientras los niños dormían y mi pluma rascaba y rascaba el papel, la madre daba una lección de solfeo o de piano en la vecindad.

Y, con todo, estábamos siempre contentos. Éramos jóvenes.

Teníamos —y creo que los tenemos aún— dos tíos riquísimos, beatos, viejos, bien pensantes, con hotel frente al parque Monceau, fundadores de capillas, incubadores de seminarios, y que no hacían caridad más que a Dios.

Nos daban muchos consejos, procurando debilitar mis ideas liberales, y nos invitaban a cenar dos o tres veces al año. En su casa reinaba un lujo severo que nos cohibía, y nos aburríamos mucho con ellos.

El tío Grandchamp era flaco, amarillo, amojamado. En él brillaba la moderación. Se dignaba revelar al público sus millones mediante un signo discreto: llevaba en el dedo meñique un diamante enorme, que maravillaba a nuestros pequeños hijos. La tía Grandchamp era gorda, colorada, imponente.

Su charla insulsa e incesante nos fastidiaba más que la solemne circunspección de su esposo. No hablaba sino de su inmensa posición, de sus empresas piadosas, de sus amistades episcopales, de su próximo viaje a Roma; cuando se refería al supremo instante en que habría Su Santidad de recibirla en audiencia, sus gruesos labios, un poco velludos y babosos, avanzaban ávidamente como si saboreasen ya las zapatillas del Pontífice.


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2 págs. / 3 minutos / 160 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

De Cuerpo Presente

Rafael Barrett


Cuento


Sobre la cama sucia estaba el cuerpo de doña Francisca, víctima de cuarenta años de puchero y de escoba. Entraban y salían del cuartucho las hijas llorosas. Chiquillos de todas edades, casi harapientos, desgreñados, corrían atropellándose.

Una vieja, acurrucada, pasaba las cuentas de un rosario entre sus dedos leñosos.

El ruido de la ciudad venía como el rumor vago que sube de un abismo, y la luz desteñida, cien veces difusa sobre muros ruinosos, resbalaba perezosamente por los humildes muebles desportillados.

Siguiendo los declives del piso quebrado, fluían líquidos dudosos, aguas usadas. Una mesa sin mantel, donde había frascos de medicinas mezclados con platos grasientos, oscilaba al pasar de las personas, y parecía rechinar y gemir.

Todo era desorden y miseria. Doña Francisca, derrotada, yacía inmóvil.

Había sido fuerte y animosa. Había cantado al sol, lavando medias y camisas. Había fregado loza, tenedores, cucharas y cuchillos, con gran algazara doméstica. Había barrido victoriosamente. Había triunfado en la cocina, ante las sartenes trepidantes, dando manotones a los chicos golosos. Había engendrado y criado mujeres como ella, obstinadas y alegres. Había por fin sucumbido, porque las energías humanas son poca cosa enfrente de la naturaleza implacable.

En los últimos tiempos de su vida doña Francisca engordó y echó bigote. Un bigotito negro y lustroso, que daba a la risa de la buena mujer algo de falsamente terrible y de cariñosamente marcial. Sus manos rojas y regordetas, sanas y curtidas, se hicieron más bruscas. Su honrado entendimiento se volvió más obtuso y más terco.

Y una noche cayó congestionada, como cae un buey bajo el golpe de mazo.

Durante los interminables días que tardó en morir, la costura se abandonó; las hijas, aterradas no se ocuparon más que de contemplar la faz de la agonizante y de espiar los pasos de la muerte.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Vestido Blanco

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Mayo, ramillete de lilas húmedas que Primavera prende a su corpiño; Mayo, el de los tibios, indecisos sueños de la pubertad; Mayo, clarín de plata que tocas diana a los poetas perezosos; Mayo, el que rebosa tantas flores como las barcas de Myssira: tus ojos claros se cierran en éxtasis voluptuoso y se escapa de tus labios el prometedor «¡hasta mañana!», cual mariposa azul de entre los pétalos de un lirio.

Hace poco salía de la capilla, tapizada toda de rosas blancas, y entreteníame en ver la vocinglera turba de las niñas que con albos trajes, velos cándidos y botones de azahar en el tocado, habían ido a ofrecer ramos fragantes a María. Mayo y María son dos nombres que se hermanan, que suavizan la palabra; dos sonrisas que se reconocen y se aman. No sé qué hilo de la Virgen une a los dos. Uno es como el eco del otro. Mayo es el pomo y María es la esencia.

Las niñas ricas subían joviales a sus coches; las niñeras vestían de gala; santo orgullo expresaban en sus ojos, aún llorosos, las mamás. Acababan de recibir la confirmación de la maternidad.

En uno de aquellos grupos distinguí a mi amigo Adrián; salí a su encuentro; besé a la chicuela, que todavía no sabe hablar sino con sus padres y con sus muñecas; sentí ese fresco olor de inocencia, de edredón, de brazos maternales, que esparcen las criaturas sanas, bellas y felices, y cuando la palomita de alas tímidas, cerradas, se fue con la mamá y el aya, ruborizada la niña, y de veras por la primera vez, Adrián y yo, incansables andariegos, nos alejamos de las calles henchidas de gente dominguera, para ir a la calzada que sombrean los árboles y que buscan los enamorados al caer la tarde y los amigos de la soledad al mediodía.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Puerta

Rafael Barrett


Cuento


—Sí… ¡márchate! ¡Déjame en paz!

—Alberto… ¿es posible?

Al verla tan débil, tan rubia, tan suave, un malvado deseo le hizo repetir:

—¿Qué?… ¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!

La arrojó del gabinete, y cerró la puerta.

Una satisfacción ácida alegraba sus venas de macho fuerte.

Había sentido bajo sus dedos, que mordían, doblarse la carne infantil y temblorosa de la mujer, y había mirado aquel cuerpecito estrecho, otras veces palpitante de caricias largas, desvanecerse lánguidamente en la sombra. Y como un eco salvaje oía aún el latigazo de su propia voz:

—¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!…

Pero también comenzó a oír lamentos que subían en su conciencia… ¿A ella, a su Mari, tan dulce, había él tenido valor de castigarla? ¿Y por qué? ¿Por qué, en medio de una disputa cariñosa y abandonada, le había ahogado de repente el ansia feroz de hacerla sufrir, de estrujar el corazoncito adorado? Y una gran extrañeza, una gran claridad, surgió de pronto.

No, no la amaba ya. Todo había acabado. Todo había muerto.

Se quedó contemplando la alta puerta inmóvil, y le pareció que no se abriría jamás.

Detrás de la puerta, apretándose el pecho con las manos moribundas, Mari escuchaba. Era muy de noche. Por las piedras de las calles se arrastraban los pasos de algún mendigo.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Fallecimiento

Rafael Barrett


Cuento


Se llamaba Carlos, tenía doce años y venía corriendo de la escuela. Su padre estaba enfermo. «Cuando llegue me dirán que está bien», pensaba el niño. «Le contaré como todos los días lo que ha pasado en clase, nos reiremos y almorzaré con más hambre que nunca».

Al subir las escaleras de la casa se encontró con el médico que bajaba despacio. Era un viejo de barba blanca, que tenía la costumbre de mirar por encima de los anteojos, inclinando su calva venerable. Pero esta vez su mirada huía, y su cuerpo procuraba descender deslizándose, pegado a la pared.

—¿Cómo está papá? —preguntó Carlos.

El doctor, muy fastidiado, muy serio, movió la cabeza de un lado a otro, sin una sola palabra.

—¿Está peor?

Igual gesto.

—¿Mucho peor? —insistió el pequeño con voz temblorosa.

De repente su corazón comprendió y le hizo precipitarse a grandes saltos por la escalera arriba. Delante de la puerta había un hombre que abrió los brazos.

—¿Dónde vas? No entres.

—Quiero ver a papá.

—No, ahora no. Ya lo verás después. Lo que vamos a hacer es marcharnos. Tengo que ir a un sitio.

—Quiero ver a papá.

—¡Te digo que no!

Carlos dio un paso y se sintió cogido. Entonces, con ira desesperada embistió el obstáculo, lo volcó contra el muro, y pasó.

Amarillo, inmóvil, con el cuello doblado, los ojos caídos y un pañuelo blanco debajo de la barba, anudado sobre el cráneo, estaba su padre.

—¡Papá! —sollozó el muchacho.

La madre, sentada a la cabecera, declamó:

—Bueno es que veas de cerca nuestra horrible desgracia. Acércate y besa a tu padre.

Dos o tres personas que había allí, callaban.

Carlos se arrojó llorando sobre el lecho, y apoyó su frente en el hombro del muerto. Una secreta repugnancia le hizo no besar la carne muerta.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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