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editor: Edu Robsy fecha: 19-12-2020 contiene: 'u'


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Por Beber una Copa de Oro

Ricardo Palma


Cuento


El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en la provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza de distrito de Colcabamba. Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya importancia bastará a dar idea el consignar que tenía cuatro iglesias.

El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la obligación de ir al Cuzco, para entregar al corregidor los tributos colectados, y su regreso era celebrado por los indios con tres días de ancho jolgorio.

En febrero de aquel año volvió a su pueblo el cacique muy quejoso de las autoridades españolas, que lo habían tratado con poco miramiento. Acaso por esta razón fueron más animadas las fiestas; y en el último día, cuando la embriaguez llegó a su colmo, dió el cacique rienda suelta a su enojo con estas palabras:

—Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y nosotros, hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. Los viracochas son señores de lo nuestro, porque nos hemos envilecido hasta el punto de que en nuestras almas ha muerto el coraje para romper el yugo. Esclavos, bailad y cantad al compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos, que los de fino metal no son para vosotros.

El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de ellos, rompiendo la vasija de barro que en la mano traía, exclamó:

—¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!

El pueblo se desbordó como un río que sale de cauce, y lanzándose sobre los templos, se apoderó de los calices de oro destinados para el santo sacrificio.

El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobreexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Muñeca

Teodoro Baró


Cuento infantil


Enriqueta estaba loca de contento pues había llegado el instante, para ella tan deseado, de ir a la quinta de los Rosales, situada en una preciosa campiña que tenía por perspectiva verdes montañas y a corta distancia un riachuelo que se deslizaba dulce y tranquilamente sobre un lecho de rocas, debajo de las cuales se guarecían algunos peces, muy poco amables por cierto, pues no se dejaban ver por Enriqueta y se ocultaban en cuanto la morenita cara de la niña se reflejaba en las aguas. Gustaba mucho de las flores, de los árboles, de correr y jugar por el verde prado tachonado de amapolas. La niña gozaba en el campo y respiraba con fruición el aire embalsamado. Llena de júbilo subió al carruaje, tomando asiento al lado de sus padres; cuando divisó la quinta lanzó gritos de alegría; y apenas hubo puesto los pies en el suelo, hubiera comenzado a saltar si su mamá no la hubiese obligado a estarse quieta para descansar de las fatigas del viaje.

Al día siguiente fuese a recorrer el jardín y a visitar los rosales que daban nombre a la quinta, cuyas flores eran sus queriditas amigas; por la tarde dio una vuelta por el prado y llegose al riachuelo; pero los ariscos peces se escondieron y sólo logró ver la cola de uno al meterse debajo de una piedra.

Los días se asemejaban para Enriqueta, aunque nunca fuesen iguales, pues los incidentes siempre variaban. Ya descubría un nido oculto en un matorral y con júbilo participaba el hallazgo a su papá, que le recordaba que los nidos debían ser respetados por los niños y que era crueldad robar a una madre sus hijitos; ya la entusiasmaba el vuelo de las mariposas, el canto de las aves, la fruta que colgaba de los árboles, de la cual sólo comía con permiso de sus padres para evitar que la dañara; ya lograba sorprender a los peces del arroyuelo y verlos hasta que se ocultaran; y todo esto constituía otras tantas emociones para Enriqueta.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Perla

Teodoro Baró


Cuento infantil


—Con fe y perseverancia, todo se alcanza.

Así decía un padre a sus hijos, hace de esto muchos años, tantos, que forman siglos; pero con ser tantos, lo dicho por aquel hombre, que por más señas era cardador de lana, ha llegado hasta nosotros, porque le escuchó un pajarito; éste se lo contó a sus hijos, y a los descendientes de éstos lo oímos narrar ha poco en el campo. Estaban ocultos varios pájaros entre las ramas de un plátano, en el que se habían refugiado porque el calor era extremado. Un gorrión, que mientras piaba saltaba de una a otra rama, sin estarse un momento quieto y moviendo la cabeza a todos lados, era el que charlaba y decía:

—El cardador de lana miraba al hablar a sus hijos, pero en particular a un niño de unos doce años, rubio, más encarnado que una de esas cerezas que con tanto placer pico a pesar de los espantajos que pone encima del árbol el hortelano; y el niño levantaba la cabeza y parecía dudar de lo que oía.

—¿Por qué dudaba? preguntó un jilguero, agitando el plumaje y alisándoselo luego con el pico.

—La razón es sencilla, contestó el gorrión. El pobre padre mostraba gran perseverancia en el trabajo, y como su laboriosidad apenas bastaba para dar de comer a sus hijos, no es de extrañar que el rubio pusiera en duda que con perseverancia todo se alcanza. Además, parece que en su mente había ese algo que hace que el águila se remonte a las regiones del sol; y como, según cuentan, las alas con que vuela el hombre son la inteligencia y la instrucción, y si él tenía la primera no podía proporcionarse la segunda, porque su padre no contaba con recursos, el niño se desesperaba y ponía en duda que la perseverancia sirviera para cosa buena.


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Las Golondrinas

Teodoro Baró


Cuento infantil


Las golondrinas aparecieron en el horizonte, se fueron acercando y comenzaron a describir círculos por encima de la casa de Isidro. Luego su vuelo fue vertiginoso; unas veces se elevaban más rápidas que una saeta, otras se dejaban caer como plomo, y al rozar la hierba se deslizaban por encima del prado con loca velocidad, tocando las florecillas con la punta de sus alas y cantando:


¡Pi, piu; pi, piu; pi, pi!
¡El buen tiempo ya está aquí!
 

Al oírlas, el gallo, siempre desdeñoso por exceso de orgullo, se atufaba, enderezaba sus patas, estiraba el cuerpo, alargaba el cuello, abría desmesuradamente el pico y cantaba contestando a las golondrinas:


¡Quiquiriquí!
¿qué me cuenta V. a mí?
 

El pavo convertía su cola en abanico, agitaba todas sus plumas, se ahuecaba, su cresta colgante tomaba matices blancos, azulados y rojos; en una palabra, se daba una pavonada, y exclamaba:


¡Garú, garú, garó!
¡El mal tiempo ya pasó!
 

Las golondrinas continuaron su vuelo errante y vagabundo sin hacer caso del orgulloso gallo ni del vanidoso pavo; poco a poco se fueron acercando a la casa, pasaron tocando sus nidos, que se conservaban pegados al alero del tejado; algunas alargaron el pico y hasta metieron la cabecita dentro del agujero del nido; y como con su alegría creciese el canto, no se oía otra cosa en el espacio que

¡Pi, piu; pi, piu; pi, pi!

¡El buen tiempo ya está aquí!

Otras golondrinas se aproximaban al alero, tocaban las piedras de la fachada con sus picos y se alejaban para volver otra vez. Los hijos de Isidro las estaban observando y decían:

—Mira, mira, cómo construyen nuevos nidos.


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Antonieta

Teodoro Baró


Cuento infantil


Cuando nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso después de haber cometido el primer pecado, el diablo, a quien el Arcángel había hecho huir a los infiernos, con sus uñas se abrió una salida por el corazón de las rocas, apareció en lo más alto de una elevadísima montaña, que a su contacto se convirtió en volcán; sentose en su boca que vomitaba lava ardiendo, que, a pesar de ser muy roja, no lo era tanto como las carnes del demonio, que estaban encendidas por la ira, que es el fuego que más quema; batió sus alas que despidieron chorros de chispas, y poniendo una pierna sobre otra, paseó sus miradas por el mundo y vio a Adán y Eva ocupados en el trabajo, al que pedían el pan que habían de ganar con el sudor de su frente.

El diablo sonrió, y del hálito que entonces se desprendió de su boca, se formaron nuevos nubarrones, tan espesos que parecían piedras suspendidas en el espacio; y sus labios pronunciaron estas palabras, mientras sus infernales ojos estaban clavados en nuestros primeros padres:

—Estáis condenados a comer el pan con el sudor de vuestra frente y a atender a todas vuestras necesidades. La satisfacción de ellas y el instinto de la propia conservación harán que el hombre olvide a sus hermanos por no pensar más que en sí mismo. Ha nacido un nuevo pecado: el egoísmo. Con él, mío es el mundo.

A medida que el diablo hablaba, los nubarrones eran más densos y rugía con más fuerza el volcán, despidiendo torrentes de lava que formaban un lago a su alrededor. Arrojose en él y se zambulló repetidas veces agitando los brazos, las piernas y moviendo las alas. Rocas como montañas eran despedidas a grande altura y se derretían convertidas en lluvia de fuego. Luego volvió de un salto a la boca del volcán y repitió extendiendo sus garras:

—¡El egoísmo me hará rey del mundo!


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La Agonía de Cervantes

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


Indigentemente cuidado por manos mercenarias, más envejecido que viejo, se moría Cervantes. Buen cristiano, despedíase del mundo con la conciencia limpia, después de recibir los últimos auxilios de la religión. Y, aunque sólo agonizante, por muerto habíanle dejado en la sórdida guardilla.

No estaba todavía muerto, no, si es que él podría morir alguna vez. En su imaginación febricitante pululaban sus recuerdos, casi todos de lágrimas y amargura. Rememoraba envidias, pobrezas, calumnias, prisiones... Pero, ¿cómo? ¿qué no había tenido él ninguna dicha en la vida?... ¡Ah, sí! La tuvo, sí, la tuvo, cuando en sus horas solitarias viviera el mundo de su fantasía que describió en sus libros. ¡Felices horas aquellas en que la fiebre de la concepción lo levantaba a una esfera tan superior a las humanas miserias! Bien dijo entonces: «Para mí sólo nació don Quijote y yo para él...» Bien dijo entonces, asimismo, como alguien le tildara de envidioso: «Descríbaseme la envidia, que yo no la conozco». En cambio, otros, y bien ilustres, la conocían por él...

No estaba todavía muerto, no, pues que pensaba... Y sintió que se abría una puerta y entraban en tropel, como legión de espectros, conocidísimas figuras...

Venía adelante don Quijote de la Mancha, seguido de su escudero Sancho Panza; luego el bachiller Sansón Carrasco, el cura, el barbero, Dulcinea del Toboso, Teresa Panza, Camacho, la dueña Rodríguez, los duques... Y también Persiles y Segismunda, Rinconete y Cortadillo, la Gitanilla... En fin, toda la caterva de los personajes que aparecían en sus obras...

Don Quijote, como jefe de la caterva, acercándose al mísero lecho, lanza en ristre y visera caída, habló primero:


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Tres Cuestiones Históricas sobre Pizarro

Ricardo Palma


Cuento


¿Supo o no supo escribir? ¿fué o no fué marqués de los atavillos? ¿cuál fué y dónde está su gonfalón de guerra?

I

Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por redonda. Así se ha generalizado la anécdota de que estando Atahualpa en la prisión de Cajamarca, uno de los soldados que lo custodiaban le escribió en la uña la palabra Dios. El prisionero mostraba lo escrito a cuantos le visitaban, y hallando que todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar de corrido los signos, tuvo desde ese instante en menos al jefe de la conquista, y lo consideró inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor propio, y que por tan pueril quisquilla se vengó del Inca haciéndole degollar.

Duro se nos hace creer que quien hombreándose con lo más granado de la nobleza española, pues alanceó toros en presencia de la reina doña Juana y de su corte, adquiriendo por su gallardía y destreza de picador fama tan imperecedera como la que años más tarde se conquistara por sus hazañas en el Perú; duro es, repetimos, concebir que hubiera sido indolente hasta el punto de ignorar el abecedario, tanto más, cuanto que Pizarro aunque soldado rudo, supo estimar y distinguir a los hombres de letras.


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La Hiedra

Teodoro Baró


Cuento infantil


Rafaelito tenía un humor muy negro porque su padre le había castigado. Verdad es que el castigo no es cosa agradable y que ponga la cara alegre, pero también lo es que los niños deben portarse bien para que los padres no se vean obligados a recurrir a tan duro trance, que siempre lo es para ellos castigar a sus hijos. Rafaelito daba motivo, cuando menos dos veces por semana, a que le aplicasen una corrección.


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El Viento

Teodoro Baró


Cuento infantil


El viento despertó aterido en la cima de la montaña más alta de la tierra, siempre cubierta de nieve. Su desperezar fue terrible, pues pareció que la cordillera temblaba, y la nieve comenzó a rodar por las laderas, arrastrando cuanto encontraba a su paso. Luego el viento se agitó y rugió.

—¡Tengo frío!

Huyó del monte, dando saltos tan grandes como no los ha dado el animal más ligero. Los árboles más añosos se inclinaban a su paso. El viento no hacía más que tocarles y se doblaban. Al llegar a los valles sintió ya el calor de la carrera y continuó rugiendo y saltando. Otra montaña le cerró el paso, y después de haberla azotado como si quisiera derribarla, subió a sus picachos desgajando árboles y derrumbando rocas y saltó al lado opuesto. Allí estaba el mar.

—¡Despierta, hermano, bramó el viento! ¡Aquí estoy yo!

—¿Por qué vienes a turbar mi reposo? preguntó el Océano.

—Quiero jugar contigo. Despierta.

Y para desperezarle, el viento le sacudió con sus robustos brazos.

El mar se entregó al viento, que le levantó hasta las nubes y le dejó caer con estrépito; luego bajó a cogerle al fondo del abismo, y como locos saltaron, corrieron, brincaron; bramando, silbando y rugiendo.

—¿Dónde está el rayo? exclamó el viento. ¡Me gusta jugar contigo, oh mar, cuando su luz siniestra enrojece las nubes!

—Aquí estoy, exclamó con acento metálico.

—¿Quién habla?

—Yo.

—¿Quién eres?

—El telégrafo.

—¿Qué tiene que ver el telégrafo con el rayo?

—El hombre me ha sujetado a este alambre y ha aprovechado mi velocidad para suprimir el espacio.

El viento soltó una carcajada. Al oírla, las ballenas y los tiburones se espantaron y huyeron hacia el polo.

—¡Sólo falta, dijo el viento, que el hombre suba a las nubes y te aprisione!


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La Madrina de Lita

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


I

Lita era una pobre niña que no podía caminar y ni siquiera tenerse en pie. Atacada a la medula por incurable enfermedad, su cintura era deforme y sufría dolores que le arrancaban diariamente quejas y lágrimas. Toda su vida parecía concentrarse en los dos grandes ojos azules que iluminaban su carita de ángel. Sentada en su sillita rodante, con un libro de estampas en la mano, fijaba esos dos ojos en su mamá, que bordaba junto a ella...

—¿Quieres que te cuente un cuento, Lita?—preguntábale la señora, acariciándole la rubia cabellera.

—No, mamá. Ya sé todos los cuentos.

Muy raro era que Lita no quisiera que le contaran un cuento, porque prefería los cuentos a las golosinas, a los juguetes y hasta a los libros de estampas. Por eso su mamá se los contaba todos los días, inventando a veces algunos muy bonitos.

Después de quedarse un rato pensativa, dijo Lita:

—Mamá, quiero que me digas quién es mi madrina...

Los padrinos de Lita habían sido sus abuelos, los padres de su mamá, y los dos murieron antes de que Lita cumpliera un año. Así es que la niña, como no llegó a conocerlos, no podía acordarse de ellos.

La mamá no quería decirle que habían muerto, porque Lita era muy impresionable. Podía pensar: «Los padrinos de mis hermanitos viven, y ellos viven y se mueven. Mis padrinos han muerto, y yo, que no puedo moverme, debo morir también.» Valía más contestarle, como otras veces, cuando hiciera la misma pregunta:

—Lita, tu madrina está de viaje.

Lita pensaba: «Es muy extraño que mi madrina esté siempre de viaje...» Pero, no atreviéndose a decir sus dudas y temores, limitábase a preguntar a su mamá:

—¿Y cómo se llama?

La mamá le contestaba:

—María—porque efectivamente «María» fue el nombre de la abuelita.

—¿Era muy buena?

—Muy buena.

—¿Me traerá muchos juguetes?


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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