Allá, por los años de 1840, era yanacón o arrendatario de unos
potreros en la chacra de Inquisidor, vecina a Lima, un andaluz muy
burdo, reliquia de los capitulados con Rodil, el cual andaluz mantenía
sus obligaciones de familia con el producto de la leche de una docena de
vacas, que le proporcionaban renta diaria de tres a cuatro duros.
Todas las mañanas, caballero en guapísimo mulo, dejaba cántaros de
leche en el convento de San Francisco, en el Seminario y en el
monasterio de Santa Clara, instituciones con las que tenía ajustado
formal contrato.
Habiendo una mañana amanecido con fiebre alta, el buen andaluz llamó a
su hijo mayor, mozalbete de quince años cumplidos, tan groserote como
el padre que lo engendrara, y encomendóle que fuera a la ciudad a hacer
la entrega de cántaras, de a ocho azumbres, de leche morisca o sin
bautizar.
Llegado a la portería de Santa Clara, donde con la hermana portera
estaban de tertulia matinal la sacristana, la confesonariera, la
refitolera y un par de monjitas más, informó a aquella de que, por
enfermedad de su padre, venía él a llenar el compromiso.
La portera, que de suyo era parlanchina, le preguntó:
— ¿Y tienen ustedes muchas vacas?
— Algunas, madrecita.
— Por supuesto que estarán muy gordas...
— Hay de todo, madrecita; las vacas que joden están muy gordas, pero
las que no joden están más flacas que usted, y eso que tenemos un toro
que es un grandísimo jodedor.
— ¡Jesús! ¡Jesús! —gritaron, escandalizadas, las inocentes monjitas.
Toma los ocho reales de la leche y no vuelvas a venir, sucio, cochino,
¡desvergonzado!, ¡sirverguenza!
De regreso a la chacra, dio, el muy zamarro, cuenta a su padre de la
manera como había desempeñado su comisión, refiriéndole, también, lo
ocurrido con la portera.
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