Al lector
En mis tiempos de agitador político, allá por el año 1902, los
republicanos de Mallorca me invitaron a un mitin de propaganda de
nuestras doctrinas que se celebró en la plaza de Toros de Palma.
Después de esta reunión popular, los otros diputados republicanos que
habían hablado en ella se volvieron a la Península. Yo, una vez
pronunciado mi discurso, di por terminada mi actuación política, para
correr como simple viajero la hermosa isla que vio en la Edad Media los
paseos meditativos del gran Raimundo Lulio—filósofo, hombre de acción,
novelista—y en el primer tercio del siglo xix sirvió de escenario a los
amores románticos y algo maduros de Jorge Sand y Chopin.
Más que las cavernas célebres, los olivos seculares y las costas
eternamente azules de Mallorca, atrajeron mi atención las honradas
gentes que la pueblan y sus divisiones en castas que aún perduran, a
causa sin duda del aislamiento isleño, refractario a las tendencias
igualitarias de los españoles de tierra firme. Vi en la existencia de
los judíos convertidos de Mallorca, de los llamados chuetas, una
novela futura.
Luego, al volver a la Península, me detuve en Ibiza, sintiéndome
igualmente interesado por las costumbres tradicionales de este pueblo de
marinos y agricultores, en lucha incesante durante mil quinientos años
con todos los piratas del Mediterráneo. Y pensé unir las vidas de las
dos islas, tan distintas y al mismo tiempo tan profundamente originales,
en una sola novela.
Transcurrieron seis años sin que pudiese realizar mi deseo.
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