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editor: Edu Robsy fecha: 20-05-2016 contiene: 'u'


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El Trágico

Antón Chéjov


Cuento




Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.

La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.

Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.

Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!

—¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! —le decía a su padre cada vez que bajaba el telón—. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!

Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.

—¡Papá! —dijo en el último entreacto—. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.

Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.

—Vengan todos, excepto las mujeres —le dijo por lo bajo a Fenoguenov—. Mi hija es aún demasiado joven...

Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Drama

Antón Chéjov


Cuento


—Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich! —dijo el criado—. Hace una hora que espera.

Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de desagrado, y contestó:

—¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado!

—Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.

—Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.

Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano un libro y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy ocupado, se encaminó al gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía elegantemente.

Al ver entrar a Pavel Vasilich alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.

—Naturalmente, ¿no, se acuerda usted de mí? —comenzó con acento en extremo turbado—. Tuve el gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.

—¡Ah, sí!... Haga el favor de sentarse. ¿En qué puedo serle útil?

—Mire usted, yo... , yo —balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún —. Usted no se acuerda de mí... Soy, la señora Murachkin... Soy gran admiradora de su talento y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Sí, leo sus artículos con mucho placer... Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero... no he dejado de contribuir algo..., he publicado tres novelitas para niños... Naturalmente, usted no las habrá leído... He trabajado también en traducciones... Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado.

—Sí, sí... ¿Y en qué puedo serle útil a usted?


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Los Hombres que Están de Más

Antón Chéjov


Cuento


Son las siete de la tarde. Un día caluroso del mes de junio. Del apeadero de Hilkobo, una multitud de personas que han llegado en el tren encaminase a la estación veraniega. Casi todos los viajeros son padres de familia, cargados de paquetes, carpetas y sombrereras. Todos tienen el aspecto cansado, hambriento y aburrido, como si para ellos no resplandeciera el sol y no creciera la hierba.

Entre los demás anda también Davel Ivanovitch Zaikin, miembro del Tribunal del distrito, hombre alto y delgado, provisto de un abrigo barato y de una gorra desteñida.

—¿Vuelve usted todos los días a su casa? —le pregunta un veraneante, que viste pantalón rojo.

—No; mi mujer y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana —le contesta Zaikin con acento lúgubre—. Mis ocupaciones me impiden venir todos los días y, además, el viaje me resulta caro.

—Tiene usted razón; es muy caro —suspira el de los pantalones rojos—. No puede uno venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos céntimos...; en el camino compra uno el periódico, toma una copita... Todo son gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos rublos. Es verdad que la Naturaleza cuesta más; no lo dudo,... los idilios y el resto, pero con nuestro sueldo de empleados, cada céntimo tiene su valor. Gasta uno sin hacer caso de algunos céntimos y luego no duerme en toda la noche... Sí... Yo, señor mío, aunque no tengo el gusto de conocer su nombre y apellido, puedo decirle que percibo un sueldo de dos mil rublos al año, tengo categoría de consejero y, a pesar de esto, no puedo fumar otro tabaco que el de segunda calidad, y no me sobra un rublo para comprarme una botella de agua de Vichy, que me receta el médico contra los cálculos de la vejiga.


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En la Administración de Correos

Antón Chéjov


Cuento




La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Los Extraviados

Antón Chéjov


Cuento


Es un lugar de veraneo. La obscuridad, completa; el campanario de la iglesia marca la una de la noche.

Cosiaokin y Lapkin, ambos algo titubeantes, pero de muy buen humor, salen del bosque y se dirigen hacia las casitas.

—¡Gracias a Dios que hemos llegado! —dice Cosiaokin—; es una hazaña venir andando los cinco kilómetros desde la estación, y en nuestro estado. Me encuentro rendido..., y como si fuera hecho expresamente, no hay ni un solo coche.

—¡Amigo Pedro! No puedo más...; si dentro de cinco minutos no estoy en la cama me muero...

—¡En la cama! ¡Ni pensarlo! Cenaremos, beberemos una botella de vino tinto, y luego a dormir. No te permitiremos ni Verotchka ni yo que te acuestes antes. ¡No sabes tú, amigo mío, la felicidad que experimenta uno con estar casado! Tú no la comprendes; tú tienes un alma de solterón. Mira: ahora llegaré yo extenuado, rendido...; mi mujercita saldrá a recibirme; la comida estará preparada, el té listo... Para compensarme de mi labor dirigirá sobre mí sus ojitos negros con tanta afabilidad y cariño que lo olvidaré todo: mi cansancio, el robo con fractura, el Tribunal de casación, la Sala de la Audiencia... ¡Una gloria! ¡Una delicia!

—Es que no puedo tirar más de mi cuerpo; mis piernas se doblan. ¡Tengo una sed!...

—Nada; ya hemos llegado; henos en casa.

Los amigos se acercan a una de las casitas y se detienen frente a la ventana.

—Es una casita bonita —dice Cosiaokin —; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas están obscuras... Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado; no duerme, hallaráse inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.

Quítase el abrigo y lo echa dentro de la estancia, lo propio que su carpeta.


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La Víspera del Juicio

Antón Chéjov


Cuento


Memorias de un reo

—Disgusto tendremos, señorito —me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.

Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a una acusación por bigamia.

Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de palos; hallábame transido de frío y atontado por el vaivén monótono del trineo.

A la puerta de la estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.

Lo cual le venía bien, porque le dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.

Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.

—Hombre, qué mal huele aquí —le dije, colocando mi maleta en la mesa.

El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.

—Huele... como de costumbre —respondió sin dejar de rascarse—. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Víspera de la Cuaresma

Antón Chéjov


Cuento


—¡Pawel Vasilevitch! —grita Pelagia Ivanova, despertando a su marido—. Pawel Vasilevitch, ayuda un poco a Stiopa que está preparando sus lecciones y llora.

Pawel Vasilevitch, bostezando y haciendo la señal de la cruz delante de la boca, contesta bondadosamente:

—Ahora mismo, mi alma.

El gato, que dormía junto a él, levanta a su vez el rabo, arquea la espina dorsal y cierra los ojos. Todo está tranquilo. Óyese cómo detrás del papel que tapiza las paredes los ratones circulan. Pawel Vasilevitch cálzase las botas, viste la bata y, medio dormido aún, pasa de la alcoba al comedor. Al verle entrar, otro gato, que andaba husmeando una galantina de pescado sita al borde de la ventana, da un salto y se oculta detrás del armario.

—¿Quién te manda oler esto? —dice Pawel Vasilevitch al gato, mientras cubre el pescado con un periódico—. Eres un cochino y no un gato.

El comedor comunica directamente con la habitación de los niños. Delante de una mesa manchada de tinta y arañada, se encuentra Stiopa, colegial de la segunda clase. Tiene los ojos llorosos. Está sentado; las rodillas levantadas a la altura de la barbilla, y se agita como un muñeco chino, fijos los ojos en su libro de problemas.

—¿Qué? ¿Estudias? —le pregunta Pawel Vasilevitch, sentándose junto a la mesa y bostezando siempre—. Sí, niño, sí, nos hemos dormido, nos hemos hartado de blinnis y mañana ayunaremos, haremos penitencia y luego a trabajar. Todo lo bueno se acaba. ¿Por qué tienes los ojos llorosos? Se ve que, después de los blinnis, el estudiar te coge cuesta arriba. Eso es..

—¿Qué es eso? ¿Te estás burlando del niño? —pregunta Pelagia Ivanova desde el aposento vecino—. Ayúdale, en vez de mofarte de él. Si no, mañana ganará otro cero.

—¿Qué es lo que no comprendes? —añade Pawel Vasilevitch dirigiéndose a Stiopa.

—La división de los quebrados.


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El Talento

Antón Chéjov


Cuento




El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.

Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!

Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.

La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.

La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.

Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.

Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:

—No puedo casarme.

—¿Pero por qué? —suspira ella.


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¡Qué Público!

Antón Chéjov


Cuento


—¡Basta! ¡Ya no vuelvo a beber!... Por nada del mundo. Tiempo es de ponerme al trabajo... ¿Te gusta recibir tu sueldo? Pues trabaja honradamente, con celo, sin tregua ni reposo. Acaba de una vez con las granujerías... Te has acostumbrado a cobrar tu paga en balde, y esto es malo...; esto no es honrado...

Luego de haberse hecho tales razonamientos, el jefe del tren, Podtiaguin, siente un deseo invencible de trabajar. Son casi las dos de la madrugada, mas, a pesar de lo temprano de la hora, despierta a los conductores y va con ellos por los vagones para revisar los billetes.

—¡Los billetes! —exclama alegremente, haciendo sonar el taladro.

Los viajeros, dormidos en la penumbra de la luz atenuada, se sobresaltan y le pasan los billetes.

—¡El billete! —dice Podtiaguin dirigiéndose a un pasajero de segunda clase, hombre flaco, venoso, envuelto en una manta y pelliza y rodeado de almohadas.

—¡El billete!

El hombre flaco no contesta; duerme profundamente. El jefe del tren le golpea en el hombro y repite con impaciencia:

—¡El billete!

El pasajero, asustado, abre los ojos y se fija con pavor en Podtiaguin.

—¿Qué? ¿Quién?

—¿No me ha oído usted? ¡El billete! ¡Tenga la bondad de dármelo!

—¡Dios mío! —gime el hombre flaco, mostrando una faz lamentable—. ¡Dios mío! ¡Padezco de reuma! Tres noches ha que no he podido conciliar el sueño... He tomado morfina para dormirme y me sale usted... con los billetes. ¡Es inhumano! ¡Es cruel! Si supiera usted lo que me cuesta conseguir el sueño, no vendría usted a molestarme con esas majaderías... ¡Esto es tonto y cruel! ¿Para qué le hace a usted falta mi billete? Esto es inepto.

Podtiaguin reflexiona si tiene que ofenderse o no; decide ofenderse.

—¡No grite usted aquí! ¿Estamos acaso en una taberna?


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Zínochka

Antón Chéjov


Cuento


El grupo de cazadores pasaba la noche sobre unas brazadas de fresco heno en la isla de un simple mujik. La luna se asomaba por la ventana, en la calle se oían los tristes acordes de un acordeón, el heno despedía un olor empalagoso, un tanto excitante. Los cazadores hablaban de perros, de mujeres, del primer amor, de becadas. Después que hubieron pasado detenida revista a todas las señoras conocidas y que hubieron contado un centenar de anécdotas, el más grueso de ellos, que en la oscuridad parecía un haz de heno y que hablaba con la espesa voz propia de un oficial de Estado Mayor, dejó escapar un sonoro bostezo y dijo:

—Ser amado no tiene gran importancia: para eso han sido creadas las mujeres, para amarnos. Pero díganme: ¿ha sido alguno de ustedes odiado, odiado apasionada, rabiosamente? ¿No han observado alguna vez los entusiasmos del odio?

No hubo respuesta.

—¿Nadie, señores? —siguió la voz de oficial de Estado Mayor—. Pues yo fui odiado por una muchacha muy bonita y pude estudiar en mí mismo los síntomas del primer odio. Del primero, señores, porque aquello era precisamente el polo opuesto del primer amor. Por lo demás, lo que voy a contarles sucedió cuando yo aún no tenía noción alguna ni del amor ni del odio. Entonces tenía ocho años, pero esta circunstancia no hace al caso: lo principal, señores, no fue él, sino ella. Pues bien, presten atención. Una hermosa tarde de verano, poco antes de ponerse el sol, estaba yo con mi institutriz Zínochka, una criatura muy agradable y poética, que acababa de terminar sus estudios, repasando las lecciones. Zínochka miraba distraída a la ventana y decía:

»—Bien. Aspiramos oxígeno. Ahora dígame, Petia: ¿qué exhalamos?

»—Óxido de carbono —contesté yo, mirando a la misma ventana.


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