Textos más vistos publicados por Edu Robsy publicados el 20 de mayo de 2016

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editor: Edu Robsy fecha: 20-05-2016


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El Retrato de Dorian Gray

Oscar Wilde


Novela


Prefacio

El artista es creador de belleza.

Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte.

El crítico es quien puede traducir de manera distinta o con nuevos materiales su impresión de la belleza. La forma más elevada de la crítica, y también la más rastrera, es una modalidad de autobiografía.

Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto. Quienes encuentran significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay esperanza.

Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas sólo significan belleza.

No existen libros morales o inmorales.

Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.

La aversión del siglo por el realismo es la rabia de Calibán al verse la cara en el espejo.

La aversión del siglo por el romanticismo es la rabia de Calibán al no verse la cara en un espejo.

La vida moral del hombre forma parte de los temas del artista, pero la moralidad del arte consiste en hacer un uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Incluso las cosas que son verdad se pueden probar.

El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo.

Ningún artista es morboso. El artista está capacitado para expresarlo todo.

Pensamiento y lenguaje son, para el artista, los instrumentos de su arte.

El vicio y la virtud son los materiales del artista. Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el modelo es el talento del actor.

Todo arte es a la vez superficie y símbolo.

Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie, se exponen a las consecuencias.

Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias.


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250 págs. / 7 horas, 17 minutos / 8.364 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Fantasma de Canterville

Oscar Wilde


Novela corta


I

Cuando míster Hiram B. Otis, el ministro de América, compró Canterville-Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba embrujada.

Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuando llegaron a discutir las condiciones.

—Nosotros mismos —dijo lord Canterville— nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo, del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, estando vistiéndose para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King's College, de Oxford. Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.

—Mi lord —respondió el ministro—, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores "prima donnas", estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno.


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35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 3.120 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Ruiseñor y la Rosa

Oscar Wilde


Cuento


—Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja —se lamentaba el joven estudiante—, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín. Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

—¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! —gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

—¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

—He aquí, por fin, el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

—El príncipe da un baile mañana por la noche —murmuraba el joven estudiante—, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

—He aquí el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.


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7 págs. / 12 minutos / 3.296 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Grandes Esperanzas

Charles Dickens


Novela


Capítulo I

Como mi apellido es Pirrip y mi nombre de pila Felipe, mi lengua infantil, al querer pronunciar ambos nombres, no fue capaz de decir nada más largo ni más explícito que Pip. Por consiguiente, yo mismo me llamaba Pip, y por Pip fui conocido en adelante.

Digo que Pirrip era el apellido de mi familia fundándome en la autoridad de la losa sepulcral de mi padre y de la de mi hermana, la señora Joe Gargery, que se casó con un herrero. Como yo nunca conocí a mi padre ni a mi madre, ni jamás vi un retrato de ninguno de los dos, porque aquellos tiempos eran muy anteriores a los de la fotografía, mis primeras suposiciones acerca de cómo serían mis padres se derivaban, de un modo muy poco razonable, del aspecto de su losa sepulcral. La forma de las letras esculpidas en la de mi padre me hacía imaginar que fue un hombre cuadrado, macizo, moreno y con el cabello negro y rizado. A juzgar por el carácter y el aspecto de la inscripción «También Georgiana, esposa del anterior» deduje la infantil conclusión de que mi madre fue pecosa y enfermiza. A cinco pequeñas piedras de forma romboidal, cada una de ellas de un pie y medio de largo, dispuestas en simétrica fila al lado de la tumba de mis padres y consagradas a la memoria de cinco hermanitos míos que abandonaron demasiado pronto el deseo de vivir en esta lucha universal, a estas piedras debo una creencia, que conservaba religiosamente, de que todos nacieron con las manos en los bolsillos de sus pantalones y que no las sacaron mientras existieron.


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613 págs. / 17 horas, 53 minutos / 1.404 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Príncipe Feliz

Oscar Wilde


Cuento


En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte—. Ahora, que no es tan útil —añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

Y realmente no lo era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna—. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

—Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz —murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

—Verdaderamente parece un ángel —decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

—¿En qué lo conocéis —replicaba el profesor de matemáticas— si no habéis visto uno nunca?

—¡Oh! Los hemos visto en sueños —respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.

Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.

Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

—¿Quieres que te ame? —dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el Junco le hizo un profundo saludo.


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10 págs. / 18 minutos / 1.775 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Jardín de los Cerezos

Antón Chéjov


Teatro



PERSONAJES

LUBOVA ANDREIEVNA RANEVSKAIA, propietaria rural.
ANIA, diecisiete años, su hija.
VARIA, veinticuatro años, su hija adoptiva.
LEÓNIDAS ANDREIEVITCH GAIEF, hermano de Lubova Andreievna.
YERMOLAI ALEXIEVITCH LOPAKHIN, mercader.
PIOTOR SERGINEVITCH TROFIMOF, estudiante.
PITSCHIK BORISAVITCH SIMEACOF, pequeño propietario rural.
CARLOTA YVANOVNA.
SIMEÓN PANTELEIVITCH EPIFOTOF, administrador.
DUNIASCHA, camarera.
FIRZ, ochenta y siete años, camarero.
YASCHA, joven ayuda de cámara.
Un desconocido.
El jefe de la estación del ferrocarril.
PESTOVITCH TCHINOVNIK, funcionario público.
Gente en visita.
Sirvientes.

Primera parte

Casa—habitación en la finca de Lubova Andreievna. Aposento llamado «de los niños», porque allí durmieron siempre los niños de la familia. Una puerta comunica con el cuarto de Ania. Muebles sólidos, de caoba barnizada, estilo 1830. Macizo velador. Amplio canapé. Viejo armario. En las paredes, litografías iluminadas. Despunta el alba de un día del mes de mayo. Luz matinal, tenue, propia de los crepúsculos del Norte. Por la ancha ventana, el jardín de los cerezos muestra a todos sus árboles en flor. La blancura tenue de las flores armonízase con la suave claridad del horizonte, que se ilumina poco a poco. El jardín de los cerezos es la belleza, el tesoro de la finca; es el orgullo de los propietarios. Aquí están Duniascha, en pie, con una vela en la mano; Lopakhin, sentado, con un libro abierto delante de sus ojos.

LOPAKHIN (aplicando el oído). —Paréceme que el tren ha llegado por fin. ¡Gracias a Dios! ¿Puedes decirme qué hora es?

DUNIASCHA. —Son las dos. (Apaga la bujía.) Ya lo ve usted, amanece.


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39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 891 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Crimen de Lord Arthur Saville

Oscar Wilde


Novela corta


Capítulo I

Era la última recepción que daba Lady Windermere, antes de comenzar la temporada primaveral. Los sa­lones de Bentinck-House se hallaban más llenos de invitados que nunca. Acudieron seis ministros, una vez ter­minada la interpelación del speaker, ostentando sus cruces y sus bandas y todas las mujeres bonitas de Lon­dres lucían sus toilettes más elegantes. Al final de la gale­ría de retratos estaba la princesa Sophia de Carlsrühe, una dama gruesa de tipo tártaro, con ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, chapurreando francés con voz muy aguda y riéndose sin mesura de todo cuanto decían.

Realmente veíase allí una singular mezcolanza de personas. Arrogantes esposas de pares del reino charla­ban cortésmente con virulentos radicales; predicadores populares se codeaban con inveterados escépticos, y una banda de obispos seguía la pista, de salón en salón, a una corpulenta prima donna; en la escalera agrupábanse varios miembros de la Real Academia, disfrazados de ar­tistas, y el comedor se vio por un momento abarrotado de genios. En una palabra: era una de las más deslumbran­tes reuniones de lady Windermere y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media.


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40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 1.351 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Noche de Espanto

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanovitch Panihidin palideció, y empezó su historia con voz emocionada:

—Una niebla densa se extendía por encima del pueblo, cuando en la víspera del año nuevo 1883 volvía yo a casa. Había pasado la velada en la de un amigo, entreteniéndonos en una sesión espiritista. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. En aquel tiempo vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; mi corazón estaba oprimido...

«Tu existencia declina... arrepiéntete...», me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.

Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió: «esta noche».

Yo no creo en el espiritismo; pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me abaten completamente.

La muerte es imprescindible e inminente; pero, a pesar de todo, es una idea que la naturaleza repele...

Ahora, cuando me encontraba en medio de las tinieblas, cuando la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; cuando alrededor no se veía ni un ser vivo, no se oía ni una voz humana, mi alma estaba llena de un temor incomprensible. Yo, hombre sin prevenciones, corría a toda prisa temiendo mirar atrás. Me parecía que si volvía la cara la muerte se me aparecería bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró, tomó un trago de agua y siguió.

Este miedo infundado, pero comprensible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba obscura. El viento gemía en la chimenea; parecía que se quejaba de hallarse puertas a fuera.


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5 págs. / 9 minutos / 985 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Camaleón

Antón Chéjov


Cuento


Por la plaza del mercado pasa el inspector de Policía Ochumelof, vistiendo su gabán nuevo y llevando un paquete en la mano. Detrás de él viene el guarda municipal, rojo, de pelo hirsuto, con un cedazo repleto de grosellas confiscadas.

Reina un silencio completo... En la plaza no hay un alma. Las puertas abiertas de las tiendas y de las tabernas parecen bocas de lobos hambrientos. Junto a ellas no se ven ni siquiera mendigos.

—¡Me muerdes, maldito! ¡Chicos, a cogerlo! ¡Está prohibido morder! ¡Cógelo! ¡Por aquí...!

Óyense aullidos de perro. Ochumelof mira en derredor suyo y ve que del depósito de maderas del comerciante Pichaguin se escapa un perro, con una pata encogida. Persíguelo un hombre en mangas de camisa y chaleco desabrochado. Este hombre corre a todo correr y cae, pero logra agarrar al perro por las patas de atrás. Resuenan un segundo aullido y gritos: «¡No le sueltes!» Por las puertas asoman caras somnolientas, y al cabo de pocos minutos, una gran cantidad de gente aglomérase delante del almacén.

—Es un escándalo público—exclama el guardia municipal.

Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el dintel de la puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin: En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

—¿Qué ocurre?—interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente—. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

En la Administración de Correos

Antón Chéjov


Cuento




La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?


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1 pág. / 2 minutos / 1.071 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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