Textos por orden alfabético publicados por Edu Robsy publicados el 20 de septiembre de 2016 | pág. 3

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editor: Edu Robsy fecha: 20-09-2016


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El Regalo de los Reyes Magos

O. Henry


Cuento


Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Romance de un Ocupado Bolsista

O. Henry


Cuento


Pitcher, empleado de confianza en la oficina de Harvey Maxwell, bolsista, permitió que una mirada de suave interés y sorpresa visitara su semblante, generalmente exento de expresión, cuando su empleador entró con presteza, a las 9.30, acompañado por su joven estenógrafa. Con un vivaz “Buen día, Pitcher”, Maxwell se precipitó hacia su escritorio como si fuera a saltar por sobre él, y luego se hundió en la gran montaña de cartas y telegramas que lo esperaban.

La joven hacía un año que era estenógrafa de Maxwell. Era hermosa en el sentido de que decididamente no era estenográfica. Renunció a la pompa de la seductora Pompadour. No usaba cadenas ni brazaletes ni relicarios. No tenía el aire de estar a punto de aceptar una invitación a almorzar. Vestía de gris liso, pero la ropa se adaptaba a su figura con fidelidad y discreción. En su pulcro sombrero negro llevaba un ala amarillo verdosa de un guacamayo. Esa mañana, se encontraba suave y tímidamente radiante. Los ojos le brillaban en forma soñadora; tenía las mejillas como genuino durazno florecido, su expresión de alegría, teñida de reminiscencias.

Pitcher, todavía un poco curioso, advirtió una diferencia en sus maneras. En lugar de dirigirse directamente a la habitación contigua, donde estaba su escritorio, se detuvo, algo irresoluta, en la oficina exterior. En determinado momento, caminó alrededor del escritorio de Maxwell, acercándose tanto que el hombre se percató de su presencia.

La máquina sentada a ese escritorio ya no era un hombre; era un ocupado bolsista de Nueva York, movido por zumbantes ruedas y resortes desenrollados.

—Bueno, ¿qué es esto? ¿Algo? —interrogó Maxwell lacónicamente.

Las cartas abiertas yacían sobre el ocupado escritorio que parecía un banco de hielo. Su agudo ojo gris, impersonal y brusco enfocó con impaciencia la mitad del cuerpo de la muchacha.


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El Ruiseñor

María de Francia


Cuento


Una aventura os voy a contar de la que los bretones hicieron un lai. Se llama El ruiseñor,según me parece, y así le llaman en su tierra; es decir russignol en francés y nihtegale en correcto inglés.

En la región de Saint—Malo había una famosa ciudad. Vivían allí dos caballeros que tenían sendas casas fortificadas.Por la bondad de los dos nobles era famosa la ciudad. Uno se había casado con una mujer discreta, cortés y agradable; se portaba muy bien según las costumbres y el uso. El otro era un joven muy conocido entre sus iguales, por su valentía y por su gran valor, y con gusto llevaba a cabo acciones dignas de honra: participaba frecuentemente en torneos y era generoso y liberal con lo que tenía. Amaba a la mujer de su vecino; tanto la requirió, tanto le suplicó y ésta vio en él tanta virtud, que acabó amándolo sobre todas las cosas, por el bien que oía de él y porque estaba siempre cerca de ella. Se amaron con discreción y se ocultaron y escondieron para no ser descubiertos, sorprendidos o vistos; lo podían hacer sin dificultad, pues sus casas estaban cerca: muy cerca estaban sus casas, sus torres y sus salas; no había entre ellas barrera ni cerca, más que un alto muro de piedra gris. Desde las habitaciones en las que dormía la dama, cuando se ponía a la ventana, podía hablar a su amigo que estaba a la otra parte, y él a ella, y cambiar regalos y echarse prendas y lanzárselas. No había nada que les desagradara, estaban los dos muy a gusto, aunque no podían estar juntos a su placer, pues la dama era estrechamente custodiada cuando aquél estaba en la región. Pero tenían al menos eso para ellos, fuera de noche o fuera de día: que podían estar hablando juntos. Nadie podía impedir que fueran a la ventana y se vieran desde allí.


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El Secreto de la Muerta

Lafcadio Hearn


Cuento


Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O—Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O—Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.

En la noche siguiente al funeral de O—Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O—Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo de O—Sono declaró:

—Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O—Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo… a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O—Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego.


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El Sueño

O. Henry


Cuento


La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, “gemelo de la muerte”. Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.

Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.

En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.

Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.

La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:

—Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?

—Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.


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El Teatro es la Vida

O. Henry


Cuento


Gracias a mi amistad con un periodista que tenía un par de entradas gratis pude ir a ver, hace dos noches, el espectáculo que daban en una de las salas populares de vaudeville.

Uno de los números era un solo de violín que tocaba un hombre de aspecto impresionante y poco más de cuarenta años, aunque peinaba ya muchas canas en su espesa cabellera. Como no soy particularmente sensible a la música, dejé que el sistema de ruidos pasase de largo por mis oídos mientras me dedicaba a contemplar al hombre.

—Hace uno o dos meses hubo una historia protagonizada por ese tipo —dijo el periodista—. Me encargaron a mí la crónica. Tenía que escribir una columna y había de ser en un tono extremadamente ligero y divertido. Al viejo parece gustarle el toque jocoso con el que trato los sucesos locales. Sí, ahora estoy trabajando en una farsa. Bueno, pues entonces fui a ver al hombre a la sala y tomé nota de todos los detalles; pero lo cierto es que fracasé en aquel empeño. Me eché para atrás y opté por hacer una crónica sobre un funeral en el East Side. ¿Que por qué? No sé, en cierto modo me sentí incapaz de hincarle el diente a aquel asunto por el lado divertido. Quizá tú pudieras hacer una tragedia de un acto, en plan entremés, con aquella historia. Voy a contártela en detalle.

Después del concierto, mi amigo el reportero me relató los hechos en el Würzburger.

—No veo la razón —dije, cuando hubo terminado— para que no pueda hacerse con eso una historia divertida realmente estupenda. Esas tres personas no podrían haber actuado de forma más absurda y ridícula si hubiesen sido auténticos actores de teatro. Me temo que el escenario es todo un mundo, en cierto modo, y todos los actores simples hombres y mujeres. «El teatro es la vida», así es como yo cito al señor Shakespeare.

—Inténtalo —dijo el periodista.

—Lo haré —le contesté.


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El Tributo del Éxito

O. Henry


Cuento


Hastings Beauchamp Morley iba paseando lenta y apaciblemente por Union Square con una mirada de compasión dirigida a los cientos de personas que se encontraban reclinadas en los bancos del parque. Formaban una colección variopinta: los hombres, con rostro estólido, animal y sin afeitar; las mujeres, inquietas y cohibidas, cruzando y descruzando los pies que les colgaban a cuatro pulgadas de distancia de la gravilla.

Si yo fuese el señor Carnegie o el señor Rockefeller me metería unos cuantos millones en el bolsillo interior y convocaría a todos los guardias del parque (a la vuelta de la esquina, si fuese preciso), y ordenaría que se pusieran bancos en todos los parques del mundo, lo suficientemente bajos para que las mujeres pudiesen sentarse apoyando los pies en el suelo. Una vez hecho esto, tal vez me dedicase a abastecer de bibliotecas las ciudades que quisieran pagar por ello, o a construir sanatorios para profesores chiflados, y llamarlos luego universidades, si así me placía.

Las asociaciones en defensa de los derechos de la mujer llevan muchos años luchando por conseguir la igualdad con el hombre. ¿Y con qué resultado? Cuando se sientan en un banco se ven obligadas a entrelazar los tobillos y a girar incómodamente sus más altos tacones franceses, exentos de todo apoyo terrenal. Señoras, no empiecen la casa por el tejado. Pongan primero los pies en el suelo y luego elévense a las teorías sobre la igualdad mental.

Hastings Beauchamp Morley iba pulcra y cuidadosamente vestido, lo cual se debía a un instinto innato del que le habían dotado su cuna y educación. No nos está permitido mirar el pecho de un hombre más allá de su pechera de almidón; así que lo único que nos queda es observar sus andares y su conversación.


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El Valor de un Dólar

O. Henry


Cuento


Una mañana, al pasar revista a su correspondencia, el juez federal del distrito de Río Grande encontró la siguiente carta:

Juez:

Cuando me condenó usted a cuatro años, me endilgó un sermón. Entre otros epítetos, me dedicó el de serpiente de cascabel. Tal vez lo sea, y a eso se debe el que ahora me oiga tintinear. Un año después de que me pusieran a la sombra, murió mi hija, dicen que por culpa de la pobreza y la infelicidad. Usted, juez, también tiene una hija, y yo voy a hacer que sepa lo que se siente al perderla. También voy a picar a ese fiscal que habló en mi contra. Ahora estoy libre, y me toca volver a cascabelear El papel me sienta bien. No diré más. Este es mi sonido. Cuidado con la mordedura.
Respetuosamente suyo,

Serpiente de Cascabel

El juez Derwent dejó la carta de lado, sin preocuparse. Recibir esa clase de cartas, de proscritos que habían pasado por el tribunal, no era ninguna novedad. No se sintió alarmado. Más tarde le enseñó la carta a Littlefield, el joven fiscal del distrito que estaba incluido en la amenaza, pues el juez era muy puntilloso en todo lo concerniente a las relaciones profesionales.

Por lo que se refería a él, Littlefield dedicó al cascabeleo del remitente una sonrisa desdeñosa; pero ante la alusión a la hija del juez, frunció el ceño, ya que pensaba casarse con Nancy Derwent el otoño siguiente.

Littlefield fue a ver al secretario del juzgado y revisó con él los expedientes. Decidieron que la carta debía de provenir de México Sam, un mestizo forajido que vivía en la frontera y había sido encarcelado por asesinato cuatro años atrás. Al correr de los días, Littlefield fue absorbido por tareas oficiales, y el cascabeleo de la serpiente vengadora cayó en el olvido.


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Elda y Angotea

Aleksandr Grin


Cuento


1

Cuando el ensayo había terminado, Gotorn llegó a los camerinos del teatro Bishop. Parado en el pasillo entre la utilería y las lámparas, Gotorn entregó su tarjeta de presentación al mozo para que la hiciera llegar a Elda Silvano.

Después, ya dentro del camerino de Elda, le volvió a impresionar su parecido con la fotografía que tenia Férguson.

Elda llevaba un vestido negro que dirigía toda la atención a la cara de esta pequeña, talentosa actriz, la cual todavía no había podido hacer carrera por falta de un amante influyente.

Era de mediana estatura con una cara nerviosa y dispareja. Su pelo negro, sus grandes ojos negros, a los cuales las pestañas largas le daban una expresión de ternura al mismo tiempo seria y coqueta, su frente limpia y la línea de su cuello eran bellos. Solamente mirando con mucha atención el observador notaba la dureza punzante de las pupilas que valoraban con la cautela de un negociante todo lo que miraban.

Su postura libre —estaba sentada encorvada con las piernas cruzadas— y su forma casi masculina de expulsar con fuerza el humo de cigarro liberaron a Gotorn de la timidez que acompaña cualquier asunto delicado.

—Querida —dijo él—, seguro que usted ya ha visto muchos tipos raros, por eso me apunto de antemano en sus filas. Vine a proponerle un trabajo de actuación, pero no es en la escena sino en la vida.

—Es un poco atrevido de su parte —contestó Elda con indiferente hospitalidad—, atrevido para un primer encuentro, pero no tengo inconvenientes para conocerlo mejor. Mi única condición: no me lleve al campo. Me encanta el restaurante “Alfa”.

—Por desgracia, pequeña, el asunto es mucho más serio —contestó Gotorn—. Ya verá que el hecho de elegirla a usted se debe a una causa extraordinaria.


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En una Estación de Ferrocarril

Lafcadio Hearn


Cuento


Séptimo día del sexto mes veintiséis de Meiji

Ayer un telegrama de Fukuoka anunció que un desesperado criminal capturado allí sería traído hoy a Kumamoto para su juicio, en el tren pasado el mediodía. Un policía de Kumamoto había ido a Fukuoka para hacerse cargo del prisionero.

Cuatro años antes un fuerte ladrón había ingresado a algunas casas por la noche en la Calle de los Luchadores, aterrorizando y atando a los ocupantes, llevándose una cantidad de cosas valiosas. Rastreado hábilmente por la policía, fue capturado dentro de las veinticuatro horas, aún antes de que pudiera disponer de su botín. Pero cuando fue llevado a la estación de policía rompió sus ataduras, le arrebató la espada a su captor, lo mató y escapó. No se había oído nada más de él hasta la semana pasada.

Entonces sucedió que un detective de Kumamoto, que se encontraba visitando la prisión de Fukuoka, vio entre los trabajadores una cara que había estado grabada durante cuatro años en su cerebro.

—¿Quién es ese hombre? —le preguntó al guardia.

—Un ladrón —fue la respuesta— registrado aquí como Kusabe.

El detective se acercó al prisionero y dijo:

—Tu nombre no es Kusabe. Nomura Teiichi, se te reclama en Kumamoto por asesinato.

El criminal confesó todo.

Fui con una gran horda de gente a ver la llegada a la estación. Esperaba escuchar y ver ira, temí aún que hubiera violencia. El oficial asesinado había sido muy querido; sus parientes ciertamente estarían entre los espectadores, y una multitud de Kumamoto no es muy amable. También pensé que encontraría muchos policías en servicio. Mis presentimientos estaban errados.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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