Los situacionistas daban
gran fiesta: carne con cuero, taba y beberaje a discreción, visto la
proximidad de las elecciones. En cambio los opositores carecían de tal
derecho, y con pretexto de evitar jugadas prohibidas por la ley, las
autoridades obstaculizaban todo propósito de reunión.
En un boliche, a orillas
del pueblo, juntáronse desde las once a. m. los apurados en retobar el
buche. Los principales dijeron algunas palabras hostiles contra la
canalla opositora; cantó un payador versos laudativos para el «cabeza
del partido»; jugose a la taba para mal de muchos, y se bebió, a perder
aliento, en los gruesos vasos turbios, salpicados de burbujas cuya
efervescencia detuviérase en el enfriamiento del vidrio.
Con la luz diurna fuese
la alegría ingenua. Ya habían cruzado, como tajeantes relámpagos de
bravuconería, algunos conatos de riña entre la gente mala, pero todo
hasta entonces fue sólo pasajera alarma.
¿Cómo podía seguir así
la calma? Estaba Atanasio Sosa, cargado de dos muertes y muchos hechos
de sangre; Camilo Cano, mal pegador temido por la crueldad, visible en
sus pupilas sin mirada; Encarnación Romero, estrepitoso de
provocaciones, y sobre todo, Reginaldo Britos, el bravo negro Britos,
siempre dispuesto a pelear, inútil de bebida pero involteable,
resistente a las puñaladas como una bolsa al calador.
¿El negro Britos?… Ni
preguntarse qué sortilegio podía mantenerlo en pie, malgrado el centenar
de mortales cicatrices que hacían de su pellejo un entrevero de surcos
claros e irregulares. Contra él se ensayaban los novicios, contando con
la inseguridad de sus arremetidas, pesadas de ebriedad tambaleante, que
le convertían en blanco seguro.
¡Pobre negro Britos! Ya estaba ebrio, y no salvaría de alguna funesta reyerta.
Leer / Descargar texto 'Politiquería'