Textos más vistos publicados por Edu Robsy publicados el 20 de septiembre de 2016

Mostrando 1 a 10 de 77 textos encontrados.


Buscador de títulos

editor: Edu Robsy fecha: 20-09-2016


12345

La Torre de las Ratas

Victor Hugo


Cuento


Desde que había empezado a anochecer, sólo tenía un pensamiento. Sabía que, antes de llegar a Bingen, un poco antes de la confluencia con el Nahe, encontraría un extraño edificio, una lúgubre morada ruinosa, de pie entre los juncos, en medio del río y entre dos altas montañas. Aquella morada ruinosa era la Maüsethurm.

Cuando era niño, por encima de mi cama tenía un pequeño cuadro rodeado de un marco negro que no sé qué criada alemana había colgado en la pared. Representaba una vieja torre aislada, enmohecida, destartalada, rodeada de aguas profundas y oscuras que la cubrían de vapores, y de montañas que la cubrían de sombras. El cielo por encima de aquella torre era sombrío y cubierto de nubes horrendas.

Por la noche, después de haber rezado a Dios y antes de dormirme, miraba siempre aquel cuadro. Lo volvía a ver en mis sueños y me parecía terrible. La torre aumentaba, el agua hervía, un relámpago caía de las nubes, el viento soplaba en las montañas y, por momentos, parecía lanzar clamores.

Un día le pregunté a la criada cómo se llamaba aquella torre. Santiguándose, me respondió que se llamaba la Maüsethurm. Y luego me contó una historia. Que en otros tiempos, en Maguncia, en su país, había habido un malvado arzobispo llamado Hatto, que era también abad de Fuld, sacerdote avaro, según ella, que «abría la mano más para bendecir que para dar». Que un mal año compró todo el trigo de las cosechas para revendérselo muy caro al pueblo, pues aquel cura quería ser muy rico. La hambruna fue tal que los campesinos morían de hambre en los pueblos del Rin. Que entonces el pueblo se reunió alrededor del burgo de Maguncia, llorando y solicitando pan. Que el arzobispo se lo negó.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 1.074 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Última Hoja

O. Henry


Cuento


En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas “lugares”. Esos “lugares” forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!

Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.

Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.

Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los “lugares” más angostos y cubiertos de musgo.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 264 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Cosmopolita en un Café

O. Henry


Cuento


A medianoche, el café estaba repleto de gente. Por alguna casualidad, la mesita a la cual estaba yo sentado había escapado a la mirada de los que llegaban, y dos sillas desocupadas, colocadas al lado de ella, extendían sus brazos con mercenaria hospitalidad al influjo de los parroquianos.

En ese momento, un cosmopolita se sentó en una de ellas. Me alegré, pues sostengo la teoría de que, desde Adán, no ha existido ningún auténtico ciudadano del mundo. Oímos hablar de ellos y vemos muchas etiquetas extranjeras pegadas en sus equipajes; pero, en lugar de cosmopolitas, hallamos simples viajeros.

Invoco a la consideración de ustedes la escena: las mesas con tabla de mármol; la hilera de asientos en la pared, recubiertos de cuero; los alegres parroquianos; las damas vestidas de media etiqueta, hablando en coro, de exquisito acento, acerca del gusto, la economía, la opulencia o el arte; los garçons diligentes y amantes de las propinas; la música abasteciendo sabiamente a todos con sus incursiones sobre los compositores; la mélange de charlas y risas, y, si usted quiere, la Würzburger en los altos conos de vidrio, que se inclinan hacia sus labios como una cereza madura en su rama ante el pico de un grajo ladrón. Un escultor de Mauch Chunk me manifestó que la escena era auténticamente parisién.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 280 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Diario de un Loco

Nikolái Gógol


Cuento


3 de octubre

Hoy ha tenido lugar un acontecimiento extraordinario. Me levanté bastante tarde, y cuando Marva me trajo las botas relucientes, le pregunté la hora. Al enterarme de que eran las diez pasadas, me apresuré a vestirme. Reconozco que de buena gana no hubiera ido a la oficina, al pensar en la cara tan larga que me iba a poner el jefe de la sección. Ya desde hace tiempo me viene diciendo: “Pero, amigo, ¿qué barullo tienes en la cabeza? Ya no es la primera vez que te precipitas como un loco y enredas el asunto de tal forma que ni el mismo demonio sería capaz de ponerlo en orden. Ni siquiera pones mayúsculas al encabezar los documentos, te olvidas de la fecha y del número. ¡Habrase visto!…”

¡Ah! ¡Condenado jefe! Con toda seguridad que me tiene envidia por estar yo en el despacho del director, sacando punta a las plumas de su excelencia. En una palabra, no hubiera ido a la oficina a no ser porque esperaba sacarle a ese judío de cajero un anticipo sobre mi sueldo. ¡También ése es un caso! ¡Antes de adelantarme algún dinero sobrevendrá el Juicio Final! ¡Jesús, qué hombre! Ya puede uno asegurarle que se encuentra en la miseria y rogarle y amenazarle; es lo mismo: no dará ni un solo centavo. Y, sin embargo, en su casa, hasta la cocinera le da bofetadas. Eso todo el mundo lo sabe.


Información texto

Protegido por copyright
26 págs. / 46 minutos / 281 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Diplomacia

Lafcadio Hearn


Cuento


Según las órdenes, la ejecución debía llevarse a cabo en el jardín del yashiki. De modo que condujeron al hombre al jardín y lo hicieron arrodillar en un amplio espacio de arena atravesado por una hilera de tobiishi, o pasaderas, como las que aún suelen verse en los jardines japoneses. Tenía los brazos sujetos a la espalda. La servidumbre trajo baldes con agua y sacos de arroz llenos de piedras; y se apilaron los sacos alrededor del hombre en cuclillas, de tal forma que éste no pudiera moverse. Vino el señor y observó los preparativos. Los halló satisfactorios y no hizo observaciones.

Súbitamente gritó el condenado:

—Honorable señor, la falta por la que me habéis sentenciado no fue cometida con malicia. Fue sólo causa de mi gran estupidez. Como nací estúpido, en razón de mi karma, no siempre pude evitar ciertos errores. Pero matar a un hombre por ser estúpido es una injusticia… y esa injusticia será enmendada. Tan segura como mi muerte ha de ser mi venganza, que surgirá del resentimiento que provocáis; y el mal con el mal será devuelto…

Si se mata a una persona cuando ésta padece un gran resentimiento, su fantasma podrá vengarse de quien causó esa muerte. El samurai no lo ignoraba. Replicó con suavidad, casi con dulzura:

—Te dejaremos asustarnos tanto como gustes… después de muerto. Pero es difícil creer que tus palabras sean sinceras. ¿Podrías ofrecernos alguna evidencia de tu gran resentimiento una vez que te haya decapitado?

—Por supuesto que sí —respondió el hombre.

—Muy bien —dijo el samurai, desnudando la espada—; ahora voy a cortarte la cabeza. Frente a ti hay una pasadera. Una vez que te haya decapitado, trata de morder la piedra. Si tu airado fantasma puede ayudarte a realizar ese acto, por cierto que nos asustaremos… ¿Tratarás de morder la piedra?


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 3 minutos / 87 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Muerta

Lafcadio Hearn


Cuento


Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O—Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O—Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.

En la noche siguiente al funeral de O—Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O—Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo de O—Sono declaró:

—Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O—Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo… a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O—Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 4 minutos / 91 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Habitación Amueblada

O. Henry


Cuento


En el bajo del West Side existe una zona de edificios de ladrillo rojo cuya población incluye un vasto sector de gente inquieta, trashumante y fugaz. La carencia de hogar hace que estos habitantes tengan multitud de hogares y se muevan de un cuarto amueblado a otro, en un incesante peregrinaje que no sólo alcanza a la morada sino también al corazón y a la mente. Cantan “Hogar, dulce hogar” en ritmo sincopado y transportan sus lares y penates en cajas de cartón; su viña se entrelaza en el sombrero de paja, y su higuera es un gomero.

Por tal motivo, es posible que las casas de ese barrio, que tuvieron infinidad de moradores, lleguen a contar asimismo con infinidad de anécdotas, en su mayoría indudablemente insulsas, pero resultaría extraño que entre tantos huéspedes vagabundos no hubiera uno o dos fantasmas.

Después de la caída del sol, cierto atardecer, un joven merodeaba entre esas ruinosas mansiones rojas y tocaba sus timbres. Al llegar a la duodécima, dejó su menesteroso bolso de mano sobre la escalinata y limpió el polvo que se había acumulado en la cinta de su sombrero y en su frente. El timbre sonó, débil y lejano, en alguna profundidad remota y hueca.

A la puerta de esta duodécima casa en la que había llamado se asomó una casera que le dejó la impresión de un gusano enfermizo y ahíto que se había comido su nuez hasta dejar vacía la cáscara, la que ahora trataba de rellenar con locatarios comestibles.

El recién llegado preguntó si había un cuarto para alquilar.

—Pase usted —respondió la casera, con una voz que parecía brotar de una garganta forrada en cuero—. Desde hace una semana tengo vacío el cuarto trasero del tercer piso. ¿Desea verlo?


Información texto

Protegido por copyright
9 págs. / 16 minutos / 98 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Madre del Monstruo

Máximo Gorki


Cuento


Día tórrido. Silencio. La vida está como cristalizada en un luminoso remanso. El cielo contempla a la tierra con mirada límpida y azul por la pupila resplandeciente del sol.

El mar se diría forjado en metal liso y azuloso. En su inmovilidad, las barcas policromas de los pescadores parecen soldadas al hemiciclo tan esplendoroso como el cielo… Moviendo apenas las alas, pasa una gaviota, y en el agua palpita otra más blanca y más bella que la que hiende al aire.

El horizonte aparece confuso. Entre la bruma, se vislumbra un islote violáceo, del que no se sabe si flota dulcemente o si se derrite bajo el calor. Es una roca solitaria en medio del mar, espléndida gema del collar que forma la bahía de Nápoles.

El pétreo islote, erizado de cresta y aristas, va descendiendo hasta el agua. Su aspecto es imponente, y tiene la cima coronada por la marca verdeoscura de un viñedo, de los naranjos, de los limoneros y de las higueras, y por las menudas hojas de color de plata oxidada de los olivos. Entre este torrente de verdor que se desborda hacia el mar sonríen unas flores blancas, áureas y rojas, y los frutos anaranjados y amarillos hacen pensar en las noches sin luna y de firmamento sombrío.

El silencio reina en el cielo, en el mar y en el alma.

Entre los jardines serpentea un angosto sendero, por el que una mujer se dirige hacia la orilla. Es alta. Su vestido negro y remendado está descolorido por el uso. Su pelo brillante forma como una diadema de ricitos sobre la frente y las sienes, y es tan encrespado que no es posible alisarlo. De su rostro enjuto impresiona la mezcla de rudeza y austeridad. Hay en estas facciones algo profundamente arcaico; al tropezar con la mirada fija y sombría de sus ojos, se piensa sin querer en los ardientes orientales, en Débora y en Judit.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 134 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Muerta Enamorada

Théophile Gautier


Cuento


Me preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negarte nada, pero no referiría una historia semejante a otra persona menos experimentada que tú. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma; pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar el alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.

Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!


Información texto

Protegido por copyright
34 págs. / 59 minutos / 206 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Boles

Máximo Gorki


Cuento


He aquí lo que me refirió un día un amigo:

"Cuando yo era estudiante en Moscú, habitaba en la misma casa que yo una de "esas señoras". Era polaca y se llamaba Teresa. Una morenaza muy alta, de cejas negras y unidas y cara grande y ordinaria que parecía tallada a hachazos.

Me inspiraba horror por el brillo bestial de sus ojos obscuros, por su voz varonil, por sus maneras de cochero, por su corpachón de vendedora del mercado.

Yo vivía en la guardilla, y su cuarto estaba frente al mío. Nunca abría la puerta cuando sabía que ella estaba en casa, lo que, naturalmente, ocurría muy raras veces. A menudo se cruzaba conmigo en la escalera o en el portal y me dirigía una sonrisa que se me antojaba maligna y cínica. Con frecuencia, la veía borracha, con los ojos huraños y los cabellos en desorden, sonriendo de un modo repugnante. Entonces solía decirme:

—¡Salud, señor estudiante!

Y se reía estúpidamente, acrecentando mi aversión hacia ella. Yo me hubiera mudado de casa con tal de no tenerla por vecina; pero mi cuartito era tan mono y con tan buenas vistas, y la calle tan apacible, que yo no acababa de decidirme a la mudanza.

Una mañana, estando aún acostado y esforzándome en encontrar razones para no ir a la Universidad, la puerta se abrió de repente, y aquella antipática Teresa gritó desde el umbral con su bronca voz:

—Salud, señor estudiante!

En qué puedo servir a usted?—le pregunté.

Observé en su rostro una expresión confusa, casi suplicante, que yo no estaba acostumbrado a ver en él.

—Mire usted, señor... Yo quisiera pedirle un favor... Espero que no me lo negará usted.

Seguí acostado y guardé silencio. Pensé: "Se vale de un subterfugio para atentar contra mi castidad, no cabe duda... ¡Firmeza, Egor!" —Mire usted, necesito escribir una carta... a mi tierra—dijo con acento extremadamente tímido, suave y suplicante.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 168 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

12345