Textos más populares esta semana publicados por Edu Robsy publicados el 26 de octubre de 2020 que contienen 'u'

Mostrando 1 a 10 de 145 textos encontrados.


Buscador de títulos

editor: Edu Robsy fecha: 26-10-2020 contiene: 'u'


12345

La Perla Rosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sólo el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida —díjome en quebrantada voz mi infeliz amigo—, comprenderá el placer de juntar a escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir a invertirla en el más quimérico, en el más extravagante e inútil de los antojos de esa mujer. Lo que ella contempló a distancia como irrealizable sueño, lo que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van a darle dentro de un instante… Y ya creo ver la admiración en sus ojos y ya me parece que siento sus brazos ceñidos a mi cuello para estrecharme con delirio de gratitud.

Mi único temor, al echarme a la calle con la cartera bien lastrada y el alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya las dos encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron a Lucila la tarde que se detuvo, colgada de mi brazo, a golosinear con los ojos el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza como mi mujer, y más rica, no la encerrase ya en su guardajoyas. Y me dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde lucían misteriosamente las dos perlas rosa orladas de brillantes.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 205 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Fantasma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, partidario de las soluciones prácticas; ella, pálida, nerviosa, romántica, perseguidora del ideal. Él se llamaba Ramón; ella llevaba el anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban aquellos dos seres la prosa y la poesía.

Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana «cáscara de huevo», y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los ojos de Leonor, del mismo tono oscuro y caliente a la vez que el café, se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en estrecho contacto con mi alma.

Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de cuanto contribuye a proporcionar la suma de ventura posible en este mundo. Sin embargo, yo di en cavilar que aquel matrimonio entre personas de tan distinta complexión moral y física no podía ser dichoso.

Aunque todos afirmaban que a don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y a su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo revelarían las pupilas color café?


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 142 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Aventura del Ángel

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Por falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de «caída», un ángel fue condenado a pena de destierro en el mundo. Tenía que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de perdida felicidad; un año de beatitud es un infinito de goces y bienes que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso de su yerro, no chistó; bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo pausado y seguro descendió a nuestro planeta.

Lo primero que sintió al poner en él los pies fue dolorosa impresión de soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía a él tampoco bajo la forma humana que se había visto precisado a adoptar. Y se le hacía pesado e intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños, sino sociables en grado sumo, como que rara vez andan solos, y se juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria a Dios, para agruparse al pie de su trono y hasta para recorrer las amenidades del Paraíso; además están organizados en milicias y los une la estrecha solidaridad de los hermanos de armas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 69 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mi suicidio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A Campoamor

Muerta «ella»; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda… , y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»

¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, a la altura de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono a que me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas regiones.

Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre… y estrecharla delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la tierra ni del cielo.»

Determinado a realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros corazones… Al entrar olvidé la desgracia, y parecióme que «ella», viva y sonriente, acudía como otras veces a mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el arrebol de la felicidad.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 196 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Oro Inglés

Felipe Trigo


Cuento


Leía yo, acostado, tratando de dormirme, El Imparcial. De pronto, sobre el cielo raso sonoro como el parche de un tambor—¡oh estas casas nuevas de ladrillo y de hierro!—sentí los pasos menuditos. Aquella noche me intrigaron más. Por la tarde había sostenido este diálogo con la camarera de la fonda:

¿Quién duerme arriba?

—La inglesita.

—¿Qué inglesita?

—Una joven que ocupa dos habitaciones. La contigua para su institutriz.

—No la conozco.

—Come en su cuarto. Sin embargo, ha debido usted de verla en la playa todas las mañanas.

—¿Guapa?

—La mar.

Dejé caer el periódico, y me quedé fijo en el techo.

¡Si fuese de cristal!

Las maniobras de siempre. Mi habitación tenía la cama en un ángulo del fondo. Igual estaría colocada la cama en la de encima, y allá se habían dirigido los pasos: la inglesita levantaría el embozo... Después sentí el dulce y picado taconeo hacia el rincón opuesto. ¿El tocador?... Ella, frente al espejo, se quitaría las peinetas, las sortijas, el leve abrigo de sedas con que habría vuelto acaso de oir en el bulevar los conciertos de orfeones... Se despojaba. Media hora. La niña se extasiaba con su imagen. Era, pues, cuando menos, lo menos coqueta que puede ser una joven cuando no es tonta, aunque sea inglesa.

Vagó en seguida por la alcoba. Mis ojos la seguían con toda precisión en el techo... ¡Ah, si fuese el techo de cristal! No muy alta, ni muy gruesa, sin duda, a juzgar por el peso leve de sus pasos; aunque sí nerviosa y vivaracha. Cruzaba de uno a otro lado con ese mariposeo de toda mujer bien vestida al desnudarse; por consecuencia, un dato más: elegante.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 72 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ideas Cadáveres

Armando Palacio Valdés


Cuento


Todo hombre tiene derecho a ser feliz como mejor le parezca», decía Federico el Grande. O lo que es igual: todo hombre está facultado por los dioses para entregarse a la manía que le plazca, siempre que no haga daño a los demás. Corrales tenía la suya, no perjudicaba a nadie, y, sin embargo, nosotros le tratábamos como si nos infiriese con ella alguna ofensa. Todas las noches alusiones picantes, bromitas de mejor o peor género, sonrisas desdeñosas, etc., etc.

Corrales era un hombre de sport. Había escrito y publicado en las revistas del ramo artículos muy luminosos sobre los caballos sementales ingleses y sobre la caza del zorro; era el encargado en un periódico de dar cuenta a sus lectores de las carreras de automóviles y velocípedos; el año anterior había dado a luz un tratado de Gimnástica racional, con profusión de grabados en el texto, y tenía escrito, y en prensa ya, un libro sobre El juego de la espada.

Pero Corrales era un ser raquítico y patizambo que en su vida se había subido a un trapecio o a unas paralelas, que no había montado ningún caballo ni velocípedo, ni disparado una carabina, ni asido ninguna espada francesa o española. Y he aquí lo que despertaba nuestra indignación y nos tenía sobresaltados y furiosos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 65 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

A París

Carlos Gagini


Cuento


Toda familia en la que el marido se complace con su mujer y la mujer con el marido, tiene asegurada para siempre su felicidad.
(Código de Manú, libro v).
 

Los contornos de árboles y edificios se esfumaban en la niebla de aquella melancólica tarde de Octubre. Los coches parados en frente del andén parecían restos informes de embarcaciones sumergidas en un mar de almidón. Bajo la ahumada galería de la Estación del Atlántico conversaban varias personas, volviendo de cuando en cuando la cabeza hacia el Este, cual, si quisiesen traspasar con sus impacientes miradas la vaporosa cortina que interceptaba la vía.

—Las cinco y cuarto, y todavía no se oye el tren— dijo un joven moreno y simpático, retorciéndose el bigotillo negro con esa vivacidad peculiar de los hombres de negocios.

¿Habrá ocurrido otro derrumbamiento en las Lomas?

—No, respondió un caballero de patillas grises, pulcramente vestido: acaba de decirme el telegrafista que el tren salió ya de Cartago. No debe tardar.

Y como si estas palabras hubieran sido una evocación, resonó ya cercano el prolongado silbido de la locomotora, y un minuto después la panzuda y negra máquina hacía trepidar el suelo, atronando la galería con sus resoplidos y con el rechinar de sus potentes miembros de acero. El tren se detuvo. Un torrente de viajeros se precipitó de los vagones: excursionistas con morrales y escopetas; negros y negras con cestas llenas de pifias o bananos; jornaleros flacos y amarillentos que volvían a sus casas, carcomidos por las fiebres de Matina; turistas recién llegados, en cuyas valijas habían pegado sus marbetes azules, blancos o rosados todas las compañías de vapores o de ferrocarriles; marineros que venían a la capital a olvidar siquiera por un día el penoso servicio de a bordo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
13 págs. / 22 minutos / 362 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Fuerza de Voluntad

Antonio de Trueba


Cuento


I

Una vez conversaba yo con un carranzano más listo que un demontre (pues los hay que ven crecer la yerba), y como la conversación recayese sobre lo que puede la imaginación en nuestros actos, el carranzano me contó lo siguiente, que no eché en saco roto, como no echo nada de lo que me pueda servir para estudiar el modo de sentir, pensar y proceder del pueblo a quien tengo mucha afición, aunque no tanta que me parezca un santo ni mucho menos, porque su señoría (y perdone si le niego el su magestad, pues creo que mienten bellacamente los que le llaman soberano) suele descolgarse con cada animalada que le parte a uno de medio a medio.

II

Era hacia los años de 1836 a 1838 en que la guerra civil entre isabelinos y carlistas hacía de las suyas a más y mejor, tanto que cuando las recordamos los que no tenemos nada de belicosos ni de pícaros, no podemos menos decir a los belicosos, pícaros o inocentes que se entusiasman con ella: ¡Ay, pedazos de bestias!

Los beligerantes ordinarios en la conjunción de los valles de Carranza y Soba, eran: en Carranza un destacamento de aduaneros carlistas mandados por un carranzano conocido por Josepin el de Aldacueva, y en Soba los urbanos o paisanos armados isabelinos de los lugares confinantes con Carranza, mandados por un sobano conocido con el apodo de Geringa.

Josepin era un mocetón corpulento, de buen humor y diestro en la estrategia guerrillera; y Geringa un delgaducho como un alambre, a cuya circunstancia debía el apodo de Geringa, preocupado y caviloso como él solo, tanto que su mujer temía no se le pusiese alguna vez en la cabeza que estaba en peligro de muerte, porque entonces ni todos los veterinarios del mundo le salvaban.

Josepin y Geringa se conocían desde antes que empezara la guerra, y por cierto que merece contarse en capítulo aparte cómo se conocieron.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 105 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Viaje de la Monja

Armando Palacio Valdés


Cuento


El día de Santa Irene fuí a felicitar, como todos los años, a doña Irene, esposa de mi amigo Requejo. Es éste un médico militar retirado, alegre, bondadoso, gran jugador de tresillo. Doña Irene, una señora igualmente bondadosa, menos alegre y detestable jugadora de tresillo. Esto último era la única causa visible de divorcio que pudiera existir entre los cónyuges. Porque los dos viejos se amaban con pasión idolátrica, sobre todo desde que su única hija Rita les había abandonado para ingresar en la comunidad de las Hermanitas de los Pobres. Yo no gusto de estas niñas que dejan a sus padres ancianos para cuidar a otros ancianos que no son sus padres, pero la verdad me obliga a declarar que Ritita, a quien conocí desde su infancia, era una criatura angelical, tan dulce, tan inocente, que no parecía hecha para este mundo. ¿Por qué esta niña, alegre como su padre y tierna como su madre, se había decidido a hacerse religiosa? No por un desengaño de amor, como bastantes lo hacen, sino porque su alma pura ardía en caridad y ansia de sacrificio. La vida regalada al lado de sus padres, tan mimada por ellos y tan festejada por todos, inquietaba su conciencia. Un verano en que Requejo se trasladó con la familia a Vitoria, huyendo los calores de Madrid, la chica comenzó a frecuentar el asilo de ancianos, que estaba próximo a su casa, trabó amistad con las hermanas, tuvo ocasión de prestarles algunos servicios, y concluyó por ayudarlas en muchas de las tareas de su ministerio. A medida que penetraba más adentro en esta vida de caridad y de servidumbre voluntaria, su alma fervorosa iba gozando delicias ignoradas, transfigurábase su rostro, al decir de sus mismos padres, sus ojos brillaban con una luz celestial. Por fin, cierto día dejó una cartita sobre la mesa de noche de su papá, suplicándole, en términos humildes, que la permitiese ser hermanita de los pobres.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 66 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Vida de Canónigo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Las ideas de mi tío don Sebastián acerca del ascetismo de los canónigos eran mucho más decididas que las de Pachón de la Quintana de Arriba. Nada de vacilaciones en este punto: ya sabía a qué atenerse. Para él la imagen de un canónigo evocaba un sinfín de representaciones cómodas, deleitosas y suculentas.

No es extraño. Si se hablaba de un vino añejo bien confortable, le oía llamar «vino de canónigo»; si se trataba de un chocolate exquisito, «chocolate de canónigo»; si de un colchón blando y relleno, «colchón de canónigo»; etc.

Toda su vida había sentido una envidia ruin por el alto clero, y deploraba amargamente que su padre no le hubiese dedicado al estado eclesiástico, en vez de dejarle al frente del comercio de ferretería que tenían en la planta baja de la casa. Porque si le hubiese enviado al Seminario, tal vez a estas horas sería canónigo. ¿Por qué no? ¿No lo era su primo Gaspar, que pasaba por un zote en la escuela? ¡Y nada menos que arcediano de la santa iglesia catedral de León!

Verdad era que el trato que sus hermanas le daban no era a propósito para ahuyentar de su carne los apetitos concupiscentes. Eran feroces aquellas dos hermanas que su padre le había dejado con el comercio de ferretería. No se sabe si se habían propuesto hacerse ricas a costa de las susodichas carnes de su hermano, o es que pensaban con terror en la muerte de éste y en la necesidad de traspasar el comercio, o, ¡quién sabe!, tal vez en su matrimonio. Porque, si bien mi tío don Sebastián no había mostrado jamás veleidades matrimoniales el día menos pensado podía atraparle cualquier pelafustana. La mujer que se casa con un hombre que tiene dos hermanas solteronas, siempre es una pelafustana. De todas suertes, estas dos hermanas le escatimaban el pan, la carne y el vino, el betún para las botas, las toallas para secarse, y hasta el agua para lavarse.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 138 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

12345