Textos más vistos publicados por Edu Robsy publicados el 26 de octubre de 2020 | pág. 2

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editor: Edu Robsy fecha: 26-10-2020


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Así y Todo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—La sanción penal para la mujer —dijo en voz incisiva Carmona, aficionado a referir casos de esos que dan escalofríos— es no encontrar hombre dispuesto a ofrecerle mano de esposo. Una imperceptible sombra, un pecadillo de coquetería o de ligereza, cualquier genialidad, la más leve impremeditación, bastan para empañar el buen nombre de una doncella, que podrá ser honestísima, pero que, cargada con el sambenito, ya se queda soltera hasta la consumación de los siglos, sin remedio humano. Sucediendo así, ¿cómo se explica que infinitas mujeres notoriamente infames y con razón difamadas, si cien veces enviudan, otras ciento hallan quien las lleve al altar? Para probarles este curioso fenómeno, les contaré un suceso presenciado allá en mis mocedades, que me produjo impresión tan indeleble, que jamás en toda mi vida me ocurrió la idea de casarme. Sí; por culpa de aquella historia moriré soltero, y no me pesa, bien lo sabe Dios.

El lance pasó en M***, donde estaba de guarnición uno de los regimientos más lucidos del Ejército español, que por su arrojo y decisión en atacar había merecido el glorioso sobrenombre de el adelantado. Era yo entrañable amigo del teniente Ramiro Quesada, mozo de arrogante figura y ardorosa cabeza, uno de esos atolondrados simpáticos, a quienes queremos como se quiere a los niños. No salía Ramiro sin mí; juntos ibamos al teatro, a los saraos, a las juergas —que ya existían entonces, aunque las llamásemos de otro modo—; juntos dábamos largos paseos a caballo, y juntos hacíamos corvetear a nuestras monturas ante las floridas rejas. Nos confiábamos nuestros amoríos, nuestros apurillos de dinero, nuestras ganancias al juego, nuestros sueños y nuestras esperanzas de los veinticinco años. No éramos él ni yo precisamente unos anacoretas, pero tampoco unos perdidos; muchachos alegres, y nada más.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Desquite

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la mala ventura de no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una palabra cariñosa; en cambio, había aguantado innumerables torniscones, sufrido continuas burlas y desprecios y recibido el apodo de Fenómeno; a los diecisiete se escapaba de su casa y, aprovechando lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó llegar a ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado, aplaudido, olvidaba su deformidad, disimulada y cubierta por un haz de balsámicos laureles. La edad viril —¿pueden llamarse así a los treinta años de un escuerzo?— disipó estas quimeras de la juventud. Trifón Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no escogidos; de los que ven tan cercana la tierra de promisión, pero no llegan nunca a pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó a no pasar nunca de maestro de música a domicilio, tuvo un ataque de ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos ojos.


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El Oro Inglés

Felipe Trigo


Cuento


Leía yo, acostado, tratando de dormirme, El Imparcial. De pronto, sobre el cielo raso sonoro como el parche de un tambor—¡oh estas casas nuevas de ladrillo y de hierro!—sentí los pasos menuditos. Aquella noche me intrigaron más. Por la tarde había sostenido este diálogo con la camarera de la fonda:

¿Quién duerme arriba?

—La inglesita.

—¿Qué inglesita?

—Una joven que ocupa dos habitaciones. La contigua para su institutriz.

—No la conozco.

—Come en su cuarto. Sin embargo, ha debido usted de verla en la playa todas las mañanas.

—¿Guapa?

—La mar.

Dejé caer el periódico, y me quedé fijo en el techo.

¡Si fuese de cristal!

Las maniobras de siempre. Mi habitación tenía la cama en un ángulo del fondo. Igual estaría colocada la cama en la de encima, y allá se habían dirigido los pasos: la inglesita levantaría el embozo... Después sentí el dulce y picado taconeo hacia el rincón opuesto. ¿El tocador?... Ella, frente al espejo, se quitaría las peinetas, las sortijas, el leve abrigo de sedas con que habría vuelto acaso de oir en el bulevar los conciertos de orfeones... Se despojaba. Media hora. La niña se extasiaba con su imagen. Era, pues, cuando menos, lo menos coqueta que puede ser una joven cuando no es tonta, aunque sea inglesa.

Vagó en seguida por la alcoba. Mis ojos la seguían con toda precisión en el techo... ¡Ah, si fuese el techo de cristal! No muy alta, ni muy gruesa, sin duda, a juzgar por el peso leve de sus pasos; aunque sí nerviosa y vivaracha. Cruzaba de uno a otro lado con ese mariposeo de toda mujer bien vestida al desnudarse; por consecuencia, un dato más: elegante.


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Genio y Figura

Felipe Trigo


Cuento


El triunfo del autor iba siendo evidente. Pero un triunfo de sumisión, que tenía algo de espantoso, como el del domador en la jaula de las fieras. El teatro parecía contener una sola alma anhelosa y vencida, que quitaba a los cuerpos la sensación de ahogo en aquel aire de polvillo de luz, impregnado de sudor y esencias, a cuyo través, y contrastando con la obscura e informe aglomeración de cabezas en el patio y los anfiteatros, se veían los escotes y los trajes claros en las explosiones brillantes de las cornucopias eléctricas, llenos de flores y destellos, con abanicos que los brazos desnudos movían en silencio, como guirnalda de mariposas.


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Juan Palomo

Antonio de Trueba


Novela corta


I

Ha transcurrido un año desde que se escribieron los cuentos que anteceden.

Su autor, que vagaba en Madrid hacía veinte como pájaro sin nido, suspirando por un hogar que pudiera llamar suyo, tiene ya hogar y familia, gracias a ti, Dios mío, que le has dado una dulce compañera con quien compartir sus alegrías y sus tristezas en esta larga jornada de la vida, que sigue con el cansancio en el cuerpo y la resignación en el alma.

¡Señor! Al entrar en el seno de la familia, mis primeras palabras deben ser para bendecirla, y he aquí que una bendición a la familia es el cuento que empiezo a contar a aquella de quien, sentado bajo los nogales que sombrean la casa de mis padres, espero decir un día al pasajero, como el hijo de Teresa: « ¡He ahí la santa madre de mis hijos!»

II

Entre los recuerdos que traje, amor mío, de mi valle natal, y que por espacio de veinte años de trabajos y penas he conservado ungidos con el perfume de la inocencia con que salieron de aquellas queridas montañas, había muchos cuya custodia he confiado ya al Libro de los cantares y a los CUENTOS DE COLOR DE ROSA; pero son tantos los que guardo aún en mi corazón, que con decir a éste: «Corazón mío, devuélveme el tesoro que te confié cuando por última vez volví, desconsolado, los ojos al hogar de mis padres», tengo todo cuanto necesito para cautivar tu atención y conmover tu alma enamorada y buena.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Jugar con el Fuego

Felipe Trigo


Cuento


Pasaba por Madrid, donde veinticuatro horas debía detenerse, con dirección a Tánger, León Demarsay, un diplomático con quien yo había intimado en Manila, hombre de gran corazón y excelente tirador de armas. Por mí advertidos de esas prendas del joven, quisieron algunos amigos míos conocerle, y le invitamos a un almuerzo, para cuyo final teníamos preparadas las panoplias.

Servido el café en el salón, Pablo Mora, que presume de floretista, le brindó el azúcar con la mano izquierda y con la derecha un par de espadas.

—Gracias—contestó León sonriéndome con dulzura al comprender que defraudaba nuestras esperanzas—. Hace mucho que abandoné estas cosas. No sé. Completamente olvidadas.

Y luego, defendiéndose de nuestra insistencia, y para que no creyéramos falta de cortesía o fatuo desdén de maestro su negativa, añadió, mientras se sentaba y empezaba a sorbos su taza, invitándonos a lo mismo:

—Hace tres años, juré no volver a tocar la empuñadura de un arma.

Y quedó sombrío, delatando algún doloroso recuerdo. Respetándolo nosotros, nos sentamos también, sin pensar en más explicaciones. Pero la gentil María, esposa de Mora, en cuya casa estábamos, y otras dos señoritas que nos acompañaban, una de las cuales, discípula de Sanz, había pensado en el honor de un asalto con el francés (cosa que venía a constituir quizás el caprichoso y principal atractivo de la reunión), le seguían mirando curiosamente.

—¡Nada!—exclamó al fin Demarsay—. Como usted, Luciana (la discípula), yo empecé la esgrima por receta de un médico. Usted, según me ha dicho, contra una neuralgia; yo, contra un reuma. ¡Ojalá que en mí hubiera podido continuar siendo un sport saludable, como lo será en usted toda la vida...! Pero los hombres—añadió envolviéndonos en una sonrisa de irónica piedad—somos un poco más crueles que las mujeres.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Máscara

Ángel de Estrada


Cuento


Aparto el libro. Desde la mesa de trabajo contemplo, entre el humo del cigarro, una estatuita de Minerva.

El casco de bronce cubre su helénica cabeza varonil, y su recio pelo de bronce se escurre por el casco sobre sus hombros admirables. Con una mano embraza el escudo, y con la otra sostiene una Victoria que ofrece un gajo de laurel. En el pedestal, un bajo-relieve evoca las Panateneas, con sus teorías de ancianos y de vírgenes, sus ofrendas, sus misterios y sus símbolos.

Sobre su rostro han puesto un antifaz de Carnaval, y así veo sus ojos á través de los ojos de terciopelo negro.

Canta el bronce:

— Salí con mis armas de la cabeza de Júpiter, al golpe del hacha de Vulcano. Fuí griega de corazón, y en Atenas me hice diosa. Amé á sus labradores, les dí castas mujeres y bendije el surco con el germen del olivo. Enseñé á sus navegantes á tender la vela al viento, y al viento á respetar sus naves. De sus doncellas tomé los dedos y les dí el rítmico impulso elaborante de las túnicas que caen como armonía de líneas, sobre el nativo encanto de los cuerpos. Fuí huésped de pórticos y templos, de plazas y palacios, y no hay bajo-relieve, ni capitel, ni estatua, donde mis dedos no hayan suavizado un rasgo, inspirado la ley de la perenne gracia. Los filósofos me amaron, pues se irguió en mi casco la celeste Esfinge, y fuí la sabiduría; y dije en el estadio á los corceles, voláis al correr, como el divino pensamiento cuando crea. Fuí inmaculada virgen y guerrera varonil. Los dardos de Amor cayeron sin impulso bajo la frialdad de mis ojos, y con la Sicilia aplasté al gigante, asegurando el imperio de los dioses.


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Las Orejas del Burro

Antonio de Trueba


Cuento


I

Este era un señor cura que estaba de servidor en un curato patrimonial, que, como es sabido, son aquéllos cuya propiedad corresponde a curas naturales de la feligresía, del municipio y aun de la provincia. Lo que voy a contar de él no le honra maldita la cosa, pero así como respeto y enaltezco siempre a los curas como Dios manda, así cuando por casualidad tropiezo con alguno que no honra a su respetable clase, pronuncio un «salvo la corona,» con lo cual mi conciencia queda tranquila pues, hecha esta salvedad, ya no se trata del sacerdote, sino del hombre, y le doy, así por lo suave, una zurribanda que sirva de saludable escarmiento.

El Sr. D. Toribio, que así se llamaba mi señor cura, debía tener algún pero muy gordo, pues cuando se colocó de servidor en Zarzalejo, lugarcillo de veinticuatro vecinos, todos pobres y rústicos labradores, hacía mucho tiempo que estaba desacomodado, porque en ningún pueblo le querían.

Asistía a las conferencias que el clero de aquellos contornos celebraba en Cabezuela, que era un pueblo inmediato, y siempre le encargaba el presidente de las mismas que estudiase yo no sé qué; pero el Sr. D. Toribio, en lugar de pasar los ratos desocupados estudiando, los pasaba andando de aquí para allí montado en el Moro, que era un burro muy mono al que había criado en casa desde chiquitín, enseñándole una porción de burradas que enamoraban y hacían desternillar de risa al Sr. D. Toribio.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tragaldabas

Antonio de Trueba


Cuento


I

Lesmes era pastor, aunque su nombre no lo haría sospechar a nadie, pues todo el que haya leido algo de pastores en los autores más clásicos y autorizados, sabe que se llamaban todos Nemorosos, Silvanos, Batilos, etc.

Si el nombre de Lesmes nada tiene de pastoril, menos aún tiene la persona; pues es sabido que todos los pastores como Dios manda, son guapos, limpios, discretos, músicos, cantores, poetas y enamorados, y Lesmes podía apostárselas al más pintado a feo, puerco, tonto, torpejón para la música, el canto y la poesía, y el amor estomacal era el único que le desvelaba.

Lesmes tenía, sin embargo, algo de pastor, aparte, por supuesto, de lo de guardar ganado: era curandero. Nadie ignora que la flor y nata de los curanderos sale del gremio pastoril.

La voz del pueblo, que dicen es voz de Dios, aseguraba que Lesmes triunfaba de todas las enfermedades; pero yo tengo una razón muy poderosa para creer que la voz del pueblo mentía como una bellaca, y, por consiguiente, no es tal voz de Dios ni tal calabaza. Lesmes padecía una terrible hambre canina, a la que debía el apodo de Tragaldabas con que era conocido, y toda su ciencia no había logrado triunfar de aquella enfermedad.

Un invierno atacó no sé qué enfermedad al rebalo de Lesmes, y en poco tiempo no le quedó una res. Esta desgracia fue doble para el pobre Tragaldabas, porque al perder el ganado perdió la numerosa clientela de enfermos, que le daba, sino para matar el hambre, al menos para debilitarla. El pueblo, que acudía a él en sus dolencias, dijo con muchísima razón: «si Tragaldabas no entiende la enfermedad de las bestias, es inútil que acudamos a él». Y dicho y hecho: ya ningún enfermo acudió a consultar a Tragaldabas desde que se supo que éste no acertaba con el mal de las bestias.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Arturo Trailles

Ángel de Estrada


Cuento


Boceto

Desde el islote del lago, arborecido por un seto de palmeras, divisábase la inmensa mata de vegetación, que de los altos bordes parecía despeñarse sobre las hondas aguas.

El verde oscuro de magnolias y eucaliptus, alternaba con el claro y risueño de otras plantas y otros árboles. Así espesaban el aire aquí y le sutilizaban allá; y á una nube bogadora se la creía ya cerca del verde oscuro, como alejándose serena del verde claro.

Arturo Trailles, con la agilidad que infunde el baño, después de la noche, con el placer del cuerpo que se siente dueño de sí mismo, observaba esos efectos, distraido y alegre.

Encendió un cigarrillo; desvió los ojos y se entretuvo en agradables vagabundeos... La columna de agua de la gruta, lanzada con ímpetu, cayó con estruendo sobre las rocas.... Estrofas del Enoch Arden salieron de unos labios á confundirse con los insectos, que iban y venían entre las palmeras. Las plantas acuáticas, como para escuchar, erguían sus fibrosas conchas sobre los flexibles pedúnculos; los seibos se inclinaban con cierto pesar silencioso, esmaltados por sus flores de sangre.

Interrumpiendo la recitación, se preguntó Arturo: — ¿porqué digo estrofas de Tennyson? ¿Hay por ventura olas que evoquen el navío náufrago?

Entre las emanaciones del agua de la gruta, cruzaron reminiscencias de unas páginas de Taine. Así, Arturo, en vez de evocar al poeta, por el recuerdo de los parques que el maestro francés describe, le evocaba, al parecer, espontáneamente, como si una fuerza antigua no le hubiera puesto en su alma, fundido con esas perspectivas. Y pensó: — Oh! poder que descubres las más sutiles y secretas relaciones: ¿porqué naciste también en mí, si habías de morir sin forma?

Pero estaba alegre: no quería reflexiones, y se puso á observar los bordes del lago. ¿Con qué podía aún embellecerle?


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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