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editor: Edu Robsy fecha: 27-02-2021 contiene: 'u'


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La Amenaza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella casita nueva tan cuca, tan blanqueada, tan gentil, con su festón de vides y el vivo coral de sus tejas flamentes, cuidadosamente sujetas por simétricas hiladas de piedrecillas; aquellos labradíos, cultivados como un jardín, abonados, regados, limpios de malas hierbas; aquel huerto, poblado de frutales escogidos, de esos árboles sanos y fértiles, placenteros a la vista, cual una bella matrona, me hacían siempre volver la cabeza para contemplarlos, mientras el coche de línea subía, al paso, levantando remolinos de polvo la cuesta más agria de la carretera. Sabía yo que esta modesta e idílica prosperidad era obra de un hombre, pobre como los demás labradores, que viven en madrigueras y se mantienen de berzas cocidas y mendrugos de pan de maíz, pero más activo, más emprendedor; dotado de la perseverancia que caracteriza a los anglosajones, de iniciativa y laboriosidad, y que, a fuerza de economía, trabajo, desvelos e industria había llegado a adquirir aquellas productivas heredades, aquel huerto con su arroyo y a construir en vez de ahumado y desmantelado tugurio, la vivienda de «señor», saludable, capaz, aspirando y respirando holgadamente por sus seis ventanas y su alta chimenea… A veces, desde el observatorio de la ventanilla del destartalado coche veía al dueño de la casa, el tío Lorenzo Laroco, llevando la esteva o repartiendo con la azada el negro estiércol fecundador, exponiendo al sol sin recelo su calva sudorosa y su rojo y curtido cerviguillo, y admiraba, involuntariamente, aquella vejez robusta aquella alegre energía, aquella complacencia en la tarea y en la posesión de un bienestar ganado a pulso y a puño, sin defraudar a nadie, honradamente.


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6 págs. / 10 minutos / 47 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Revólver

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En un acceso de confianza, de esos que provoca la familiaridad y convivencia de los balnearios, la enferma del corazón me refirió su mal, con todos los detalles de sofocaciones, violentas palpitaciones, vértigos, síncopes, colapsos, en que se ve llegar la última hora… Mientras hablaba, la miraba yo atentamente. Era una mujer como de treinta y cinco a treinta y seis años, estropeada por el padecimiento; al menos tal creí, aunque, prolongado el examen, empecé a suponer que hubiese algo más allá de lo físico en su ruina. Hablaba y se expresaba, en efecto, como quien ha sufrido mucho, y yo sé que los males del cuerpo, generalmente, cuando no son de inminente gravedad, no bastan para producir ese marasmo, ese radical abatimiento. Y notando cómo las anchas hojas de los plátanos, tocadas de carmín por la mano artística del otoño, caían a tierra majestuosamente y quedaban extendidas cual manos cortadas, le hice observar, para arrancar confidencias, lo pasajero de todo, la melancolía del tránsito de las cosas…

—Nada es nada —me contestó, comprendiendo instantáneamente que, no una curiosidad, sino una compasión, llamaba a las puertas de su espíritu—. Nada es nada…, a no ser que nosotros mismos convirtamos ese nada en algo. Ojalá lo viésemos todo, siempre, con el sentimiento ligero, aunque triste, que nos produce la caída de ese follaje sobre la arena.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Camarona

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Blandos marinistas de salón, que sobresalís en los «cuatro toques» figurando una lancha con las velas desplegadas, o un vuelo de gaviotas de blanco de zinc sobre un firmamento de cobalto; y vosotros, platónicos aficionados al deporte náutico, los que pretendéis coger truchas a bragas enjutas…, no contempléis el borrón que voy a trazar, porque de antemano os anuncio que huele a marea viva y a yodo, como las recias «cintas» y los gruesos «marmilos» de la costa cántabra.

¿Dónde nació la Camarona? En el mar, lo mismo que Anfítrite…, pero no de sus cándidas espumas, como la diosa griega, sino de su agua verdosa y su arena rubia. La pareja de pescadores que trajo al mundo a la Camarona habitaba una casuca fundada sobre peñascos, y en las noches de invierno el oleaje subía a salpicar e impregnar de salitre la madera de su desvencijada cancilla. Un día, en la playa, mientras ayudaba a sacar el cedazo, la esposa sintió dolores; era imprudencia que tan adelantada en meses se pusiera a jalar del arte; pero ¡qué quieren ustedes!, esas delicadezas son buenas para las señoronas, o para las mujeres de los tenderos, que se pasan todo el día varadas en una silla, y así echan mantecas y parecen urcas. La pescadora, sin tiempo a más, allí mismo, en el arenal, entre sardinas y cangrejos, salió de su apuro, y vino al mundo una niña como una flor, a quién su padre lavó acto continuo en la charca grande, envolviéndola en un cacho de vela vieja. Pocos días después, al cristianar el señor cura a la recién nacida, el padre refunfuñó: «Sal no era menester ponérsela, que bastante tiene en el cuerpo».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Lorito Real

Emilia Pardo Bazán


Cuento, cuento infantil


¡Si supieseis qué alegre se puso Tina Gutiérrez cuando su padrino la regaló el día de Santa Tina (que era en el calendario el de Santa Florentina) un juguete vivo, que corría, se movía, mordía y chillaba!: ¡un loro preciosísimo, comprado cerca del Teatro Español, allí donde están expuestos en sus jaulas tantos avechuchos, canarios, palomos, guacamayos, monitos y perros!

Con mil transportes de gozo, Nené se propuso consagrarse a labrar la felicidad de su loro, cuidando de limpiarle la jaula, mudarle el agua, evitar que viese ni desde una legua el perejil (ya sabéis que el perejil mata a esos bichos), y traerle garbanzos bien cociditos, bizcocho y otras golosinas.

La verdad es que el lorito era una monada. Tina no cesaba de alabarle.

¡Qué diferencia entre él y las estúpidas de las muñecas, que no daban a pie ni a pierna, se estaban eternamente en la misma postura, y para que abriesen o cerrasen los ojos había que tirarles de un cordelito!

El loro hacía mil morisquetas chistosas: alzaba una pata; se rascaba el moño; cogía los garbanzos y los trituraba con el pico; se enfadaba; se erguía; intentaba morder, y aunque en lo de hablar no estaba tan fuerte, ya iría aprendiendo —decía Tina—, que se había declarado profesora del loro.

A fuerza de repetirle a Perico (éste fue el nombre que le pusieron) algunas palabras y luego algunas frases, el animalito daba esperanzas de aprenderlas.

«Lorito real» —le decían— y él graznaba: «¡Lorrito!», o cosa semejante. «¡Rico! ¡Ric… co! ¡Precioso! ¡Prerrccioss!».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Argolla

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sola ya en la reducida habitación, Leocadia, con mano trémula, desgarró los papeles de seda que envolvían el estuche, se llegó a la ventana, que caía al patio, y oprimió el resorte. La tapa se alzó, y del fondo de azul raso surgió una línea centelleante; las fulguraciones de la pedrería hicieron cerrar los ojos a la joven, deliciosamente deslumbrada. No era falta de costumbre de ver joyas; a cada instante las admiraba, con la admiración impregnada de tristeza de una constante envidia, en gargantas y brazos menos torneados que los suyos. Si aquel brillo le parecía misterioso (el de los tachones de una puerta del cielo), es que se lo representaba alrededor de su brazo propio, como irradiación triunfante de su belleza, como esplendor de su ser femenino.

¡Había pasado tantos años ambicionando algo semejante a lo que significaba aquel estuche! Siempre vestida de desechos laboriosamente refrescados (¡qué ironía en este verbo!); siempre calzada con botas viejas, al través de cuya suela sutil penetraba la humedad del enlodado piso; siempre limpiando guantes innoblemente sucios, con la suciedad ajena, manchados en los bailes por otra mujer; siempre cambiando un lazo o una flor al sombrero de cuatro inviernos o tapando el roto cuello de la talma con una pasamanería aprovechada, verdosa, Leocadia repetía para sí con ira oculta: «¡Ah! ¡Cómo yo pueda algún día!». No sabía de qué modo…, pero estaba cierta de que aquel día iba a llegar, porque su regia hermosura, mariposa de intensos colores, rompía ya el basto capullo.

Recibida Leocadia en casa del opulento negociante Ribelles, como señorita de compañía de sus hijas, el hermano del banquero, solterón más rico aún, al regreso de uno de sus frecuentes viajes al extranjero, hallándola sola cuando volvía de escoltar a sus sobrinas, la detuvo, y sin preámbulo le dijo… lo que adivina el lector.


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3 págs. / 6 minutos / 149 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Viejo de las Limas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nunca Leoncia se había sentido más triste que aquella perruna noche de invierno, última del año, en que la lluvia se desataba torrencial, y las violentas ráfagas, sacudiendo el arbolado del parque, desmelenaban sus ramas escuetas, sin hojas. Lúgubres silbidos estremecían las altas ventanas de la torre y producían la impresión de hallarse a bordo de un barco que corre desatado temporal. En noches tales, todas las penas vuelven, como espectros llamados por conjuro de bruja, y el aire se puebla de seres invisibles, enemigos. La impresión es de agobiador desconsuelo. Y Leoncia, sumida en un sopor de melancolía, segura de no encontrar alivio, apoyaba en el borde de la chimenea sus pies, y pensaba en lo vano, en lo inútil de todo. Ningún bien era cierto, y la memoria sólo conservaba la impronta de los males, grabada más hondamente que la de las alegrías…

Adelantaba la noche en su curso; el silbo del viento se hacía más estridente y desgarrador, cuando resonó la campana de la verja, con toque presuroso, como angustiado. ¿Quién a tales horas? ¿Con un tiempo tan horrible? Y, como se repitiese la llamada, al fin mandó que abriesen. Poco después entró en la sala, bien resguardada y tibia, una extraña figura.

Era un viejo caduco, de indefinible edad, a quien hasta pudiera considerarse centenario.

Venía chorreando, dejando un reguero, que dibujaba el zig-zag de sus pasos temblorosos. La contera de su paraguas soltaba un riachuelo, y al descubrirse, el sombrero de fieltro volcó un charco. Se oía claramente entrechocarse sus mandíbulas, y titubeaba, como próximo a desplomarse.

—Siéntese, abuelo… ¿De dónde viene, con este temporal? Arrímese a la lumbre… A ver, pronto, caldo caliente, o café, o coñac…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Crimen del Año Viejo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Cree usted que vivirá, doctor? —preguntaron ansiosamente las doce fadas que, en cumplimiento de su misión clásica y tradicional, rodeaban la cuna del recién nacido y se disponían a colocar bajo su almohada el Talismán de la vida.

El doctor afianzó en las puntiagudas narices los redondos quevedos, que daban a su fisonomía un sello misterioso; se manoseó las barbas reflexivamente, y tardó más de dos minutos en contestar. Al cabo, dijo en grave acento:

—Tal vez vivirá… Y tal vez, si ciertos fenómenos se presentan, podrá no vivir… No veo claro en su estrella… ¡Dentro de doce meses será mucho más seguro el pronóstico!

Las fadas, a un tiempo, rompieron en risa cristalina y melodiosa. No eran ellas del número de las que comulgan con ruedas de molino: y aunque no habían inclinado jamás sus blancas frentes sobre librotes apergaminados y rancios, y no consumían aceite de lámparas, sino que lo hacían todo a la plateada luz de la luna, sabían perfectamente que los doce meses eran toda la línea vital del Niño, y al cabo de ese tiempo no sería aventurado contestar a la interrogación dirigida al célebre doctor y académico de la de Ciencias. El cual, ofendido por el buen humor de las fadas, se dio prisa a eclipsarse.

El Anciano, que ocupaba un lecho todo entapizado de damasco rojo, se unió, en voz cascada y que apenas se oía, a la risa de las madrinas del Año nuevo. Era, ya se habrá adivinado, el año de 1918, llegado a tal grado de decrepitud y agotamiento, que en su boca, entreabierta para dar paso a una trémula carcajada, se veían, muy adentro, más allá de las encías desdentadas, unas como telarañas, de un gris sombrío y sepulcral. Por medio de un esfuerzo angustioso, logró incorporarse, y rogó a la fada más próxima:

—Azulina, dame una cucharada del elixir de resistencia.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Té de las Convalecientes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Estaban aún un poco mustias, con un poco de niebla en los ojos mortecinos; pero ya deseosas de salir al ruedo y disfrutar su juventud, porque habían visto muy de cerca lo que horripila, y parecía inverosímil que hubiesen escapado de sus garras.

Eran señoritas de la mejor sociedad, sorprendidas, en medio de su existencia de suaves frivolidades y esperanzas de amor y ventura, con un porvenir riente y palpitante de indefinidas promesas, por la epidemia terrible, que elegía sus víctimas entre las personas en la fuerza de la edad, como si desdeñase a los viejos, presa segura en no lejano plazo. Unas habían sufrido la bronconeumonía, con sus delirios y su asfixia cruel; otras habían arrojado la sangre a bocanadas; en otras se habían iniciado los síntomas de la meningitis… Y cuando se creería que iban a cruzar la puerta negra y el misterioso río que duerme entre márgenes orladas de asfódelos y beleños, y en que el agua que alza el remo recae sin eco alguno…, el mal empezó a ceder, la normalidad fue reapareciendo, y las interesantes enfermitas reflorecieron, por decirlo así, no con toda la lozanía que se pudiese desear, pero como esas rosas blancas un tanto lánguidas y caídas, que en el vaso colmo de agua poco a poco van atersándose…

Todas tenían amigas entre las que no perdonó la Segadora, y aunque al pronto se lo ocultaron las familias, por no deprimir su ánimo, al fin lo tuvieron que saber, sucediendo algo muy humano y natural; que las convalecientes no se afligieron demasiado, porque la idea del propio bien consuela pronto del mal ajeno, y esta involuntaria reacción de egoísmo es una de las fuerzas defensivas de la pobre organización nuestra…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Llanto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué hermosa era la princesita! Robadle a la primavera los matices de sus rosas pálidas, y tendréis su cutis; al mar meridional su azur líquido, y tendréis sus pupilas, a la seda nativa su áureo y fino tusón, y tendréis la mata de su pelo. Y tomad (si sabéis dónde encontrarlas) las virtudes dulces y frescas de un alma de flor: la piedad, la ternura, la generosidad, el amor ideal hacia todos los humanos, y tendréis el espíritu celeste de la princesita hermosa.

Esta perfección era justamente lo que traía muy inquieto al rey, su padre. No tenía otra hija sino aquélla, y habíala conseguido tarde ya, cuando llegaba al límite que separa la madurez de la vejez; por lo cual hubiese anhelado resguardar con un fanal a la princesita, elevar alrededor suyo paredes de acero y, sobre todo, recubrir su corazón tierno, palpitante de presentimientos y de emociones sagradas, con la triple coraza de cuero batido del egoísmo, la indiferencia y la soberbia.

—Padre y señor —dijo un día la princesita, colgándose del cuello del rey—, si es verdad que me quieres, que deseas complacerme y hacerme la vida dichosa, permíteme que la dedique a consolar tanta desgracia como debe de existir en el mundo. No las he visto, porque tú me rodeas de esplendor y alegría y a mi alrededor se alza el bullicio de las risas y las canciones, pero yo adivino que lo habitual por ahí fuera será la desgracia, y que yo podría mitigarla quizás acercándome a ella.

—Ni lo imagines —gritó el rey con violencia amante—. Nada remediarías, y sufrirías en cambio infinito dolor. Cree en mi experiencia, y vive por encima de la muchedumbre miserable: vive alta, vive lejos; ni la mires ni la oigas. ¿No tienes fe en tu padre? Pues ahora mismo van a venir los sabios para que les consultes. ¡Ya verás si su consejo está de acuerdo con el mío!


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Cola del Pan

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La mañana, como de encargo. Desde las últimas horas de la noche, y durante toda la madrugada, había llovido, no lo que se dice a cántaros, sino terca y silenciosamente; ese llover que parece que no va a cesar nunca… El suelo, un puro lodazal; y en él patullaban, calados, los «de la cola».

Se hallaban allí desde el romper del día, sin perder el buen humor la mayor parte; diciendo chirigotas y resignados a la espera, hasta que Dios les deparase el pan nuestro… ¡Y qué pan!

La víspera, gritos de indignación y dichetes irónicos habían saludado a las microscópicas libretas, de mínimas dimensiones y, por contera, mal elaboradas. ¡Feliz, así y todo, quien las podía obtener!

El caso era llevar algo al domicilio, donde la vuelta de coleros y coleras era esperada como el santo advenimiento. De ellos se aguardaba el alimento maravilloso, el que sustituye a todos los demás: la pasta del trigo. ¡Bueno es el coci, y no despreciemos a las judías con colorado; pero el pan! Donde hay chicos, ¡nada como el pan! Vaya usted en las familias a remediarse sin él. Y es un guiso que está hecho: ni carbón, ni aceite se gasta.

—¿Verdá, usted señá Remigia? —preguntaba la señá Ponciana, alias la Mantecosa, que tenía un cajón de verdura en el mercado—. A las creaturas, su buen zoquete de pan…, y los míos, proecillos, dos días ha que no lo prueban. ¡Por las patas debíamos ahorcar a los que armaron tal huerga; condenaos!


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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