El matrimonio vio, al fin, cumplidos sus deseos: la niña vino al
mundo un 24 de diciembre, circunstancia que pareció señal del favor
divino; pusiéronle en la pila el dulce nombre de Jesusa, y la rodearon
de cuanto mimo pueden ofrecer a su único retoño dos esposos ya maduros,
muy ricos, y que sólo pedían a la suerte una criatura a quien transmitir
fortuna y nombre. La cuna fue mullida con pétalos de rosa, y hasta el
ambiente se hizo tibio y perfumado para acariciar el tierno rostro de la
recién nacida...
Todos hemos narrado alguna vez la triste historia de la niña pobre y
desamparada que, harapienta y arrecida, con el vértigo del hambre y la
angustia del abandono, vaga por las calles implorando caridad, hasta que
cae rendida y la nieve la envuelve en blanco sudario. El grito de la
miseria, el clamor del vientre vacío, es penetrante y humano..., pero
también sufre el rico, y sus dolores, inaccesibles al fácil consuelo que
se reparte con un puñado de monedas, no hallan alivio sino en la
misericordia de Dios... El que compare a la chiquilla sin pan ni hogar
con la chiquilla envuelta en algodones y harta de goces y juguetes, a la
que jamás recibió un beso con la que agasaja en su seno de una madre
idólatra, se indignará contra la injusticia social y apelará de ella a
la justicia infalible.
Cruzad la calle, deslizad un socorro en la mano escuálida de la
mendiga y penetrad después en la morada de la familia de Jesusa. El
contraste, al pronto, os parecerá hasta sacrílego. Cualquier chirimbolo
de los que decoran el gabinete, cualquier fruslería de rubia concha y
cincelada plata, de las mil esparcidas sobre las mesillas del tocador,
vale más de lo que costaría dar un año entero pan, luz y abrigo a la
infeliz que tirita allá fuera, en el ángulo de la manzana, en pie contra
una cancilla menos dura que algunos corazones.
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