Textos más populares esta semana publicados por Edu Robsy publicados el 27 de octubre de 2020 | pág. 4

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editor: Edu Robsy fecha: 27-10-2020


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La Guija

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el pacífico pueblecito ribereño de Areal fue enorme el rebullicio causado por el misterioso episodio de la desaparición del chicuelo.¡Un niño tan guapo, tan sano, tan alegre! ¡Y no saberse nada de él desde que a la caída de la tarde se le había visto en el playazo jugando a las guijas o pelouros.

La madre, robusta sardinera llamada la Camarona, partía el corazón. Llorando a gritos, mesándose a puñados las greñas incultas, pedía justicia, misericordia..., en fin, ¡malaña!, que encontrasen a su hijo, su Tomasiño, su joya, su amor. Su padre, el patrón Tomás, cerrando los puños, inyectados los ojos, amenazaba... ¿A quién? ¿A qué? ¡Ahí está lo negro! A nadie... Porque no pasaban de conjeturas vagas, muy vagas, las que podían hacerse. O a Tomasiño se lo había tragado el mar, o lo habían robado. Si lo primero, ¿cómo no aparecía el cuerpo? Si lo segundo, ¿cómo no se encontraba rastro del vil ladrón?

Bien pensado, cuando la pena dio espacio a que se reflexionase, lo de haberse ahogado Tomasiño no era ni pizca de verosímil. El rapaz nadaba lo mismo que un barco; hacía cada cole que aturdía; y que hubiese tormenta, que no la hubiese, él salía a la playa después de una o dos horas de chapuzón, tan fresco y tan colorado. El mar era su elemento, no la tierra. Lo juraba el patrón: no tenía la culpa el mar.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Ganadera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No podía el cura de Penalouca dormir tranquilo; le atormentaba no saber si cumplía su misión de párroco y de cristiano, de procurar la salvación de sus ovejas.

Ni tampoco podría decir el señor abad si sus ovejas eran realmente tales ovejas o cabras desmandadas y hediondas. Y, reflexionando sobre el caso, inclinábase a creer que fuesen cabras una parte del año y ovejas la restante.

En efecto, los feligreses del señor abad no le daban qué sentir sino en la época de las marcas vivas y los temporales recios; los meses de invierno duro y de huracanado otoño. Porque ha de saberse que Penalouca, está colgado, a manera de nidal de gaviota, sobre unos arrecifes bravíos que el Cantábrico arrulla unas veces y otras parece quererse tragar, y bajo la línea dentellada y escueta de esos arrecifes costeros se esconde, pérfida y hambrienta de vidas humanas, la restinga más peligrosa de cuantas en aquel litoral temen los navegantes. En los bajíos de la Agonía —este es su siniestro nombre— venían cada invernada a estrellarse embarcaciones, y la playa del Socorro —ironía llamarla así— se cubría de tristes despojos, de cadáveres y de tablas rotas, y entonces, ¡ah!, entonces era cuando el párroco perdía de vista aquel inofensivo, sencillote rebaño de ovejuelas mansas que en tanto tiempo no le causaba la menor desazón (porque en Penalouca no se jugaba, los matrimonios vivían en santa paz, los hijos obedecían a sus padres ciegamente, no se conocían borrachos de profesión y hasta no existían rencores ni venganzas, ni palos a la terminación de las fiestas y romerías). El rebaño se había perdido, el rebaño no pacía ya en el prado de su pastor celoso..., y este veía a su alrededor un tropel de cabras descarriadas o —mejor aún— una manada de lobos feroces, rabiosos y devorantes.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Primer Amor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Qué edad contaría yo a la sazón? ¿Once o doce años? Más bien serían trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras; pero no me atrevo a asegurar nada, considerando que en los países meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la culpa de semejantes trastornos.

Si no recuerdo bien el «cuándo», por lo menos puedo decir con completa exactitud el «cómo» empezó mi pasión a revelarse.

Gustábame mucho —después de que mi tía se largaba a la iglesia a hacer sus devociones vespertinas— colarme en su dormitorio y revolverle los cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos cajones eran para mí un museo. Siempre tropezaba en ellos con alguna cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcaico y discreto: el aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy doblados entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura; un «ridículo» de terciopelo azul bordado de canutillo: un rosario de ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones. Yo los curioseaba y los volvía a su sitio. Pero un día —me acuerdo lo mismo que si fuese hoy— en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de rancio encaje, vi brillar un objeto dorado… Metí las manos, arrugué sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Ciego

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La tarde del 24 de diciembre le sorprendió en despoblado, a caballo y con anuncios de tormenta. Era la hora en que, en invierno, de repente se apaga la claridad del día, como si fuese de lámpara y alguien diese vuelta a la llave sin transición; las tinieblas descendieron borrando los términos del paisaje, acaso apacible a mediodía, pero en aquel momento tétrico y desolado.

Hallábase en la hoz de uno de esos ríos que corren profundos, encajonados entre dos escarpes; a la derecha, el camino; a la izquierda, una montaña pedregosa, casi vertical, escueta y plomiza de tono. Allá abajo no se divisaba más que una cinta negruzca, donde moría, culebreando, áspid de carmín, un reflejo roto del poniente; arriba, densas masas erguidas, formas extrañas, fantasmagóricas; todo solemne y aun pudiera decirse que amenazador. No pecaba Mauricio de cobarde y, sin embargo, le impresionó el aspecto de la montaña; sintió deseos de llegar cuanto antes al pazo, del cual le separaban aún tres largas leguas, y animó con la voz y la espuela a su montura, que empinaba las orejas recelosa.

Arreció el viento y le obligó a atar el sombrero con un pañuelo bajo la barba; el trueno, lejano aún, retumbó misteriosamente; ráfagas de lluvia azotaron la cara del jinete, que ahogó un juramento. ¡Aquello era mala sombra! ¡Justamente empezaba a llover a la mitad del camino! Al punto mismo, el caballo se encabritó y pegó un bote de costado: entre la maleza había salido un bulto. Echaba ya Mauricio mano al revólver que llevaba en el bolsillo interior de la zamarra, cuando oyó estas palabras:

—¡Una limosnita! ¡Por amor de Dios, que va a nacer...; una limosnita señor!

Mauricio, tranquilizándose, miró enojado al que en tal sitio y ocasión cometía la importunidad de pedir limosna.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Responsable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Mira por todo, tú me entiendes —repitió la madre, antes de equilibrarse sobre la molida o retorcido circular de paja, el cestón del cual salían apagados cacareos y rebasaban, alzando la cubierta de estopa, cabezas cómicamente asustadas de gallos y gallinas—, no sea que, mientras vendo en la feria esta pobreza, ande el demonio suelto. Cuidado me puso el cura por nombre... Atiende a tus hermanos... ¡Quedas responsable, Cerilo...!

El niño agachó la testa en que se envedijaban rizos color de mora madura, mates por el polvo que los velaba, y su gesto, ya semiviril, aceptó la responsabilidad completamente. Aquella misma mañana, Cirilo había cumplido once años, y la Vieja Sabidora, repertorio de historias, cuentos y patrañas de la aldea, le había bisbiseado la víspera al oído:

—¡Quién como tú, que eres hijo de un señor!

¡De un señor! No era la primera vez que lo escuchaba, y siempre la noticia alzaba ecos profundos en su alma precozmente despierta, superior a la condición humilde en que vivía... Cirilo no conocía en nada absolutamente que fuese hijo de un señor, ni se diferenciaba de sus hermanitos, retoños del difunto marido de su madre, el zuequero de Solgas... Descalzo, vestido de remiendos pingajosos, uncido ya al trabajo de la casa y de la tierra, como manso novillo destetado antes de sazón, Cirilo se parecía bien poco a los hijos de los señores, limpios y hartos, según él los había visto en la villita de Castro Real. Y con todo eso creía firmemente en lo del señorío. Dentro de su espíritu algo se elevaba; era un sentimiento, o, mejor dicho, un puro instinto de estimación hacia su propia persona, lo que, si Cirilo tuviese otra edad, se llamaría altivez.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Al Buen Callar...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No tenían más hijo que aquel los duques de Toledo, pero era un niño como unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá a los veinte!», y los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.

Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta propensión.

— Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma — advertía a su hijo el duque —. Por la boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe — solía añadir.


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Sor Aparición

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el convento de las Clarisas de S***, al través de la doble reja baja, vi a una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.

Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.

Sirvióme la casualidad a medida del deseo. La misma noche, en la mesa redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy comunicativo y más que medianalmente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuento Soñado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Había una princesa a quién su padre, un rey muy fosco, caviloso y cejijunto, obligaba a vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirle salir del más alto torreón, a cuyo pie vigilaban noche y día centinelas armados de punta en blanco, dispuestos a ensartar en sus lanzones o traspasar con sus venablos agudos a quien osase aproximarse. La princesa era muy linda; tenía la tez color de luz de luna, el pelo de hebras de oro, los ojos como las ondas del mar sereno, y su silueta prolongada y grácil recordaba la de los lirios blancos cuando la frescura del agua los inhiesta.

En la comarca no se hablaba sino de la princesa cautiva y de su rara beldad, y de lo muchísimo que se aburría entre las cuatro recias paredes de la torre, sin ver desde la ventana alma viviente, más que a los guardias inmóviles, semejantes a estatuas de hierro.

Los campesinos se santiguaban de terror si casualmente tenían que cruzar ante la torre, aunque fuese a muy respetuosa distancia. En la centenaria selva que rodeaba la fortaleza, ni los cazadores se resolvían a internarse, temerosos de ser cazados. Silencio y soledad alrededor de la torre, silencio y soledad dentro de ella: tal era la suerte de la pobre doncellita, condenada a la eterna contemplación del cielo y del bosque, y del río caudaloso que serpenteaba lamiendo los muros del recinto.


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Champagne

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al destaparse la botella de dorado casco, se oscurecieron los ojos de la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor o de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía mostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente a las mujeres honradas, dueñas y señoras de su espíritu y su corazón.

Solicitó una confidencia y, sin duda, «la prójima» se encontraba en uno de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:

—Me conmueve siempre ver abrir una botella de champagne, porque ese vino me costó muy caro… el día de mi boda.

—Pero ¿tú te has casado alguna vez… ante un cura? —preguntó Raimundo con festiva insolencia.

—Ojalá no —repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza impetuosa—. Por haberme casado, ando como me ves.

—Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún pillo?

—Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene y posee miles de duros… Miles, sí, o cientos de miles.

—Chica, ¡cuántos duros! En ese caso… ¿Te daba mala vida? ¿Tenía líos? ¿Te pegaba?

—Ni me dio mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa… ¡Después sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada más.

—¡Ah! —murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.


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La Casa del Sueño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi vida había sido azarosa, una serie de trabajos y privaciones, luchas y derrotas crueles. A mi alrededor, todo parecía marchitarse apenas intentaba florecer. Dos veces me casé, y siempre el malhadado sino deshizo mi hogar. En varias carreras probé mis fuerzas, y aunque no puedo decir que no carezco de aptitudes, es lo cierto que, por una reunión de circunstancias que parecía obra de algún encantador maligno, mientras veía a los necios y a los menguados triunfar, yo quedaba siempre relegado al último término, frustrados mis intentos, en ridículo mis propósitos. Se creyera que existía algún decreto de la suerte loca para que todo se me malograse, todo se me deshiciese entre las manos. Y así, por las asperezas de tantas decepciones, llegué a no interesarme en nada, a concebir, no misantropía, sino algo peor, repulsión completa a todas las casas. No existía en lo creado fin que me pareciese digno de interés, que produjese en mí una impresión de simpatía, un movimiento de gozo. Evocar recuerdos era para mí equivalente a registrar un cementerio, deletreando en las lápidas nombres de gentes que hemos amado. Ni el pasado ni el presente, ni menos ese enigma que se llama el porvenir, lograban arrancarme de la cárcel de mi pesimismo infecundo; porque hay un pesimismo de ajenjo, que entona y vitaliza; pero el mío era un caimiento de ánimo, no una absorción; no mística a la indiana, sino desesperada y abatida. Ni deseos, ni propósitos, ni reacciones de sensibilidad. Sin embargo... Así como en las regiones polares, aún bajo el hielo, alguna saxífraga o algún liquen ha de brotar en primavera, en la desolación de mi espíritu, flotaban jirones de una ilusión. Todavía deseaba yo algo... Y este algo era una nimiedad, absolutamente sentimental, pero exaltada, creciente, nimbada por esa luz que rodea a los períodos de la vida que pertenecieron a la primera edad: la luz de nuestra aurora...


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