Textos más largos publicados por Edu Robsy publicados el 28 de marzo de 2017 que contienen 'u' | pág. 2

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editor: Edu Robsy fecha: 28-03-2017 contiene: 'u'


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Diálogos de Utopía

Marcel Schwob


Cuento


Cyprien d’Anarque tenía unos cuarenta años. Se habría enfadado si alguien se lo hubiera recordado. Pretendía no depender en absoluto de su edad más que de otra cosa en el mundo. Patilargo, seco y de piel curtida, tenía la mirada ruda y un rostro aquilino, en el que la sonrisa frecuente estaba marcada por dos huecos en las comisuras de los labios. Gran lector de teorías e impaciente ante cualquier contradicción, tenía la religión especial de aquellos que creen en lo que dicen en el momento en el que hablan, esa religión que no tiene más que un fiel, con el que se basta. La fe de Cyprien se había vuelto enfermiza. Sentía hacia su propio yo una adoración tan pura que hubiera sentido náuseas de mancillarlo con el contacto con otro yo; me refiero con un sentimiento, una voluntad, una idea, una palabra que no fuera exclusivamente cipriánica. Lejos de pretender parecerse a los grandes hombres en ciertos detalles familiares (pasión bastante común), descartaba cualquier parecido con horror. Se había enemistado con toda la parentela d’Anarque para evitar los aires de familia. No podía soportar que le encontraran similitud alguna a cualquier ser humano.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Nupcias del Tíber

Marcel Schwob


Cuento


El trazo de un rayo le servía de camino.

Catulle Mendès (Hesperus)

Cerca de Horta, el Nar desemboca en el Tíber, pero sin obstáculo alguno, ni olas ni espuma; una larga línea amarilla, que tan sólo chapotea un poco, señala la unión de ambos ríos. En sus orillas crecen entremezclados cañas y juncos, frecuentados por martines pescadores y patos salvajes; los sauces derraman sus hojas lloronas y hunden sus ramas combadas en el río moribundo. El reflujo del encuentro calma su corriente y el agua tranquila se cubre de nenúfares que abren y cierran sus amplias corolas blancas sobre sus estambres amarillos. Los corpulentos ditiscos, con sus brillantes élitros, reman bajo el agua entre los tallos de las hierbas rojas; bajo las hojas, los picones erizan sus espinosas aletas.

La diosa Naria se dejaba llevar hasta la orilla, entre las cañas que ondulaban levemente y se apartaban rozando su cuerpo. Se tendía en la hierba, con una cascada de cabellos derramándose por su espalda, apoyando el mentón en ambas manos y los codos en el césped. Relucientes gotas cubrían su cuerpo como perlas rosas, verdes y azuladas; sus negros ojos brillaban como oscuros diamantes y su profunda mirada se extendía hasta la línea amarilla que separaba las aguas del Nar de las del Tíber. Siempre se detenía ahí, su blanco cuerpo jamás se había mancillado en las embarradas turbulencias de agua que ondulaban en el horizonte. Los chapoteos del Nar le murmuraban «adiós» al pasar cerca de ella, entre las cañas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Alfiler de Oro

Marcel Schwob


Cuento


Hacía unos instantes que el vaivén de la puerta, que sacudía sus tres ventanales, ya no atraía la atención de las mujeres. Los ingleses salían y entraban, con sus flexibles sombreros, sus pantalones holgados, fumando pipas cortas, sin levantar ningún revuelo. El pequeño ciclista, con aire ingenuo, permanecía solo en un rincón, abandonado por las madamas. Todas estaban mirando a un hombre moreno, pálido, que se había sentado en una mesa del fondo. Tenía unas cejas extraordinariamente espesas, tan tupidas que cubrían el entrecejo; una nariz afilada y una boca muy roja; el cuello encajado en un collar de perro ancho y dorado constelado de brillantes; unos largos guantes rojos rodeados por dos brazaletes de oro amarillo con un único ópalo en la mitad. Un corsé ceñía su torso, aunque la flácida tela de su pantalón evidenciaba la flaqueza de sus piernas. Pero lo más extraño era sobre todo sus ojos, claros y grises, pero sin fondo, encendidos con una mirada fría que caía como atravesando un vidrio pulido.

«Aquí tienes a tu pimpollo, —exclamó Nini-la-Maquillada a Cuello-de-Terciopelo—. Ya me lo prestarás». Julie-la-Cantarina pasó cerca del hombre rozándole el cuello con la punta de sus senos, apenas cubiertos con tul blanco, mientras canturreaba: «No son colgajos, son picaruelos — ¡y apuntan hacia los cielos!». La pequeña Cinco-Minutos-en-mi-Cama, que de reina de los pilluelos de la Plaza Maubert se había convertido de repente en «princesa de los grititos» del bulevar, se acercó a mirarlo delante de sus narices y estalló en carcajadas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Psicología del Trilero

Marcel Schwob


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Detrás del puente de Caulaincourt se extienden solares, rodeados de ruinas. La ciudad es ahí salvaje, las casas son dispares y están apresuradamente encaladas; a veces el camino, cortado por hoyos, serpentea entre cabañas. Los cabarés son chozas de ramas reforzadas con tierra seca. Hay tabernas con ventanales en tres de sus caras, muchos de cuyos cristales, rotos a puñetazos, están cubiertos de papel. La barra está vacía, y lo único que se ve en la pared desnuda es la ley Giffre. Las botellas están en la trastienda. Cuando entras, el jefe aparece, revólver en ristre; con una mano te sirve y con la otra te apunta con la pipa para que salte la moneda. Los vagabundos consumen en los bancos, a la luz de una vela; tan sólo se oye la lluvia golpeando las ventanas, el viento empujando las planchas y, de vez en cuando, una ventana de papel que se rompe.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Buffalo Bill

Marcel Schwob


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En los tiempos en los que los Pieles Rojas aún reinaban en las llanuras, en los que las viejas ciudades americanas, negras y montuosas, temblaban esperando a medianoche el war-whoop de los salvajes, el alarido incendiario, las danzas feroces alrededor de hogueras humanas, la exhibición furiosa de los scalps sangrientos, el robo y aplastamiento de bebés, se alzó en el campo de América un ejército silencioso de pioneros de la civilización que abrió claros entre los árboles a golpes de hacha y vacíos entre los hombres a golpes de agua de fuego. Entonces los Pieles Rojas no querían ser civilizados; se iban retirando lentamente ante los invasores, emigraban hacia el centro, debilitados, diezmados, pero protagonizando a veces tumultuosas refriegas, siempre orgullosos, indomables, solemnes y burlones.

También había entonces poetas que cantaban la epopeya de los Pieles Rojas. Fenimore Cooper tomó la pluma y describió con colorido los sufrimientos de la raza oprimida. Longfellow hizo hablar al sabio Hiawatha en estrofas inolvidables, llenas de una melancolía grandiosa: el profeta fuma una pipa mezclado con los guerreros, aunque sea su Mesías, y del humo oloroso, del incienso que se eleva de la cazoleta, nacen las imágenes futuras, difuminadas en la niebla; se ve a los Rostros Pálidos avanzando, portadores de los funestos presentes de la civilización, de un nuevo mundo que se alza en el horizonte, unos hombres de piel extraña y con otros dioses. Entonces Hiawatha habla a su pueblo y lo calma, anunciando los tiempos que han de llegar. Los guerreros bajan la cabeza, entristecidos; cuando la vuelven a levantar, Hiawatha, el último Profeta Rojo, ya ha desaparecido en la gloria misteriosa del crepúsculo; tal vez haya ido al encuentro de las almas de los ancestros en las Praderas Eternas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Artículos de Exportación

Marcel Schwob


Cuento


Estaba terminando los ecos de sociedad de la Mode des Batignolles cuando vi entrar a un estirado personaje pálido y descarnado que dejó su sombrero en el suelo deslizando dentro un fajo de hojas manuscritas. Murmuró: «Usted escribe un periódico sobre moda, ¿no es así?». Le respondí que de momento nuestro equipo de redacción estaba al completo.

Así que recogió su sombrero y sus papelotes con aire de resignación, se dirigió hacia la puerta y posó la mano sobre el pomo, como si fuera a salir, pero entonces se volvió hacia mí y balbuceó con un tono suplicante: «Sólo le ruego que me diga si tienen ustedes lectores suscritos en el archipiélago de Pomotou».

Consulté el registro y leí:

—Diez medio-suscripciones, dieciocho tercios, treinta y dos cuartos, setenta y dos octavos.

—¿Pero acaso sus habitantes no están enteros? —preguntó, inquieto.

—Sí —le respondí—, pero es que se suscriben en grupo.

Lanzó un suspiro de alivio y prosiguió suavemente: «Trabajo en la exportación. He traído aquí artículos sobre un sombrero-gamba con doble velo, uno para la cara y el otro para el falso moño; un anuncio para un nueva ballena de corsé desmontable, y un corsé con doble fondo que puede servir también de billetera, de porta-cartas y de buzón; un reportaje sobre unos aros articulados con un muelle en espiral para agrandar los senos de las damas cuando se sientan; un estudio a favor de un estupendo invento: falsos pechos de plástico utilizables como biberones en los cuales se puede introducir cualquier preparado que sustituya ventajosamente la leche materna durante la primera infancia… ¿Cree usted que estos artículos podrían tener éxito en Pomotou?».

Comencé a hacer un gesto pero me interrumpió:


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Los Asesinos

Marcel Schwob


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La banda a la que Monsieur Goron acaba de echar el guante en Asnières es todo un caso de estudio de asociación criminal. Uno se diría de vuelta a los viejos tiempos del asunto de la calle Temple, que inspiró a Eugène Sue Los misterios de París. La viuda Berlant, del Bulevar Voltaire, no tiene nada que envidiar a la madre de Fifi Vollard, alias Tortillard. Yo no creo que se hayan producido grandes cambios desde entonces, salvo tal vez que los asesinos de la banda Soufflard eran hombres hechos y derechos, entre los treinta y cuarenta años, mientras que los de la banda Berlant aún no han cumplido la veintena. Pero quien quiera hablar de la decadencia de la moral pública se equivoca de caso. No existe hoy en día más cinismo que hace cincuenta años: los niños, en vez de hacer una zancadilla a la víctima para colaborar en el robo, ahora también empuñan el cuchillo, esa es la única diferencia.

Me gustaría señalar precisamente la persistencia de las costumbres criminales. Los asesinos de Courbevoie pertenecen a la vieja escuela, que ha marcado generaciones. Doré, el que planificó el asunto, era aprendiz de carnicero. Que conste que hay carniceros buenos y malos, pero los malos no pueden ser peores. Desde hace más de un siglo, los mataderos aseguran importantes siegas a la guillotina. El populacho del oficio de carnicero aporta auténticos contingentes al ejército del crimen y numerosa escolta al verdugo. Los carniceros, que se codean con las clases peligrosas, han tomado su jerga e incluso la han transformado. La última canción de Aristide Bruant es un monólogo de una «tipa de loucherbème» que se ha hecho tanto a las costumbres de su amante que promete a otra pájara «plantarle un bardeo en la chepa».


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Ejecución

Marcel Schwob


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La ejecución

Noche lívida, niebla estrellada de farolas de gas, luces rojas en los marcos de las ventanas alrededor de la plaza de la Roquette; tal es el decorado de la muerte de Eyraud. Una muchedumbre turbulenta se agolpa en las aceras, en la calle inclinada; se oyen murmullos difusos y relinchos de caballos. Entonces se recortan con viveza las siluetas de los gendarmes, con las botas calzadas en los estribos, manteniendo a los caballos de frente y en fila.

Entre los rostros del público destaca el poeta Rodolphe Darzens, que se inclina hacia delante con avidez; Monsieur de Winter, plantado en primera fila, con su uniforme gris, un gorro hasta las orejas y un fino bigote retraído, contempla la escena con sus ojos claros. ¿Acaso ha venido a inspirarnos con el alma rusa, amplia y piadosa, el alma de Turguenev, que quiso retratar la ejecución de Troppmann, o el alma de Dostoievski, que se apiadó del estudiante Rodion? No lo parece.

Ha asistido a la toilette del condenado con su impasibilidad de andarín infatigable, que arrastraba periodistas a su paso, como los perseguidores del Judío Errante, a través de la ventisca invernal. Se trata de un sportman que está en la plaza para asistir a un tipo de muerte desconocido para él. En Rusia existe la horca y el knout, así que tiene curiosidad por conocer el suplicio típico de los franceses, que tal vez sean para él esos extraños habitantes de Occidente. Se llevará a su patria una visión clara de la máquina que, llegada del Extremo Occidente, estremeció antaño a Europa.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Barnum

Marcel Schwob


Cuento


Los carteles se deshilachan patéticamente en los muros, las prensas gimen, los gongs sollozan, los circos se paran, las ferias de exhibición cierran sus salas en señal de duelo y todos los monstruos del Viejo y Nuevo Mundo lanzan al unísono un alarido de lamento. Tal vez los clowns pasmados y anodinos, los aprendices de publicitarios, los gacetilleros insolventes, los reporteros de imposturas y bulos, los exhibidores de feria arruinados, los directores de fenómenos de cualquier naturaleza, hayan sentido pasar, la noche anterior, surcando los cielos del Atlántico, un misterioso bufón alado soplando en una trompeta monstruosa la llamada finisecular: «¡El gran Barnum ha muerto!».

Y el periodismo, y los teatros, y la publicidad comercial, y también ya la propaganda política, artística y literaria, se hacen eco en un estremecimiento común: «¡El gran Barnum ha muerto!».

Diez años antes de la era fatídica del siglo XX, aquel que dio un impulso tan singular a la ciencia de la publicidad acaba de extinguirse en su propiedad de Bridgeport (Connecticut, EEUU). Tuvo la atribulada trayectoria típica de todos los americanos que «desembarcan» en cualquier rama de la actividad humana. Phineas Taylor Barnum fue saltimbanqui, director de una manufactura, financiero en bancarrota, alcalde, candidato al Congreso, hombre de letras y propietario de un circo. En América se pasa de los trabajos físicos a las actividades intelectuales con una facilidad sorprendente. Mark Twain ha sido sucesivamente piloto en el Misisipi, secretario del gobernador de Nevada, minero, obrero cajista, redactor de periódico, reportero en las Islas Sándwich y ahora es uno de los mayores escritores de Estados Unidos y dueño de un maravilloso hotel en Hartford (Connecticut, EEUU). Siempre ha respetado a Barnum; incluso le ha hecho publicidad (con una sorprendente sangre fría) en uno de sus relatos: El robo del elefante blanco.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Ensayo Sobre el Paraguas

Marcel Schwob


Artículo


Estas breves líneas están tomadas del
diario íntimo de mi amigo C. L.

Yo tenía un paraguas, y la muerte me lo ha arrebatado. Se lo ha llevado al comienzo de su carrera; aún era joven y sin duda algún día hubiera desplegado sus alas para alzar el vuelo sobre altas cumbres. Pero un golpe de viento lo ha roto; ya no está entre nosotros. Siento impulsos de simpatía hacia los paraguas, siempre los he querido mucho y aún conservo hacia ellos una debilidad que me asusta. Este me había seducido con su elegancia, su gracioso talle, su encantadora cabeza de marfil; sus huesos eran menudos, estilizados, sus carnes sedosas lanzaban reflejos de un infinito encanto, y cuando se abría, planeaba como una elegante faldilla azul a la altura de las ventanas de los bajos. Nunca subía hasta las nubes y huía de los riachuelos; tenía una sensibilidad perversa hacia la humedad. Se abría a cualquier sugerencia con una simple presión del pulgar; sus ocho varillas le permitían un despliegue razonable.

Lloro por él porque sentía que tenía un auténtico alma de paraguas. Ahora que su tela pende como un ala malherida, se acabaron los viajes con él a países lejanos. Me hubiera gustado, sin embargo, enseñarle Italia, mostrarle lo triste que puede resultar un cielo azul para quienes no están acostumbrados, y vivir con él sensaciones nuevas. Se trataba de un regalo de una gran dama que se aviene a menudo a invitarme a cenar. Así que voy a intentar describir para ella todo el esnobismo que albergaba ese pequeño paraguas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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