Por la carretera polvorienta, agobiado por la fatiga y el fulgurante
resplandor del sol, marcha don Paico, el viejo vagabundo de la mano
pegada. Su huesosa diestra oprime un grueso bastón en que apoya su
cuerpo anguloso, descarnado, de cuyos hombros estrechos arranca el largo
cuello que se dobla fláccidamente bajo la pesadumbre de la cabeza
redonda y pelada como una bola de billar.
Un sombrero de paño terroso, grasiento, de alas colgantes, sumido
hasta las orejas, vela a medias el rostro de expresión indefinible,
mezcla de astucia y simplicidad, animado por dos ojos lacrimosos que
parpadean sin cesar. Una larga manta descolorida y llena de remiendos
cae en pesados pliegues hasta cerca de las rodillas, y sus pies
descalzos que se arrastran al andar dejan tras de sí un ancho surco en
la espesa capa de polvo que cubre el camino.
Junto a él, montado en un caballo alazán de magnífica estampa, va don
Simón Antonio, y más atrás, jinetes en ágiles cabalgaduras, siguen al
patrón a respetuosa distancia el mayordomo y un vaquero de la hacienda.
La atmósfera es sofocante. El aire está inmóvil y un hálito abrasador
parece desprenderse de aquellas tierras chatas y áridas, cortadas en
todas direcciones por los tapiales, los setos vivos y los alambrados de
los potreros.
Don Simón Antonio con su gran sombrero de pita sujeto por el
barbiquejo de seda y su manta de hilo con rayas azules, parece sentir
también la influencia enervadora de aquel ambiente. Su ancha y rubicunda
faz está húmeda, sudorosa; y sus grises ojillos, de ordinario tan
vivaces y chispeantes en la penumbra de sus pobladas cejas hirsutas,
miran ahora con vaguedad, adormilados, soñolientos.
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