Textos más vistos publicados por Edu Robsy publicados el 29 de septiembre de 2016 | pág. 6

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editor: Edu Robsy fecha: 29-09-2016


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Odisea del Norte

H.P. Lovecraft


Cuento


I

Los trineos dejaban oír su eterna queja, a la que se mezclaba el chirriar de los arneses y el tintineo de las campanillas de los perros que iban en cabeza. Pero los hombres y los animales, rendidos de fatiga, guardaban silencio. Una capa de nieve reciente dificultaba la marcha sobre la pista. Estaban ya muy lejos del punto de partida. Los perros, arrastrando una carga excesiva de ancas de alce congeladas, duras como el pedernal, se apalancaban con todas sus fuerzas en la blanda superficie de la nieve y avanzaban con una terquedad casi humana.

Caía la noche, pero nadie pensaba en acampar. La nieve descendía suavemente por el aire inmóvil, no en copos, sino en diminutos cristales de dibujos delicados y sutiles. La temperatura era bastante alta —sólo veintitrés grados bajo cero— y los hombres no sentían frío. Meyers y Bettles habían levantado las orejeras de sus pasamontañas y Malemute Kid incluso se había quitado los guantes.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Quilapán

Baldomero Lillo


Cuento


Quilapán, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la hierba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.

Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni carreteras.

Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas y entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.

Y luego, a la vista de la cerca derruida, de las hierbas y malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes y escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.

¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas y de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!

Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vio la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, y desde el cual la vista descubre tan bellos y vastos horizontes.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Buen Bistec

Jack London


Cuento


Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan para recoger la última partícula de gachas, y masticó aquel bocado final lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.

La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza. La vecina del piso de enfrente le había prestado la harina para las gachas. Los dos medio peniques que le quedaban los había invertido en pan.

Tom King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir su peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar tabaco, se dio cuenta de su distracción y, lanzando un gruñido de contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le abrumara. Era un hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada simpático. Llevaba un traje viejo y lleno de arrugas, y sus destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el peso de las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante tiempo. Su camisa de algodón (un modelo de no más de dos chelines) tenía el cuello deshilachado y unas manchas de pintura que no se quitaban con nada.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Fenómeno Inexplicable

Leopoldo Lugones


Cuento


Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta simpatía. vino en mi auxilio.

—Conozco allá —me dijo— un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle, serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje. Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado. Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación…

Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas después.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Yzur

Leopoldo Lugones


Cuento


Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.

La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. “No hablan, decían, para que no los hagan trabajar”.

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Abuela Julieta

Leopoldo Lugones


Cuento


Cada vez más hundido en su misantropía, Emilio no conservaba ya más que una amistad: la de su tía la señora Olivia, vieja solterona como él, aunque veinte años mayor. Emilio tenía ya cincuenta años, lo cual quiere decir que la señora Olivia frisaba en los setenta. Ricos ambos, y un poco tímidos, no eran éstas las dos únicas condiciones que los asemejaban. Parecíanse también por sus gustos aristocráticos, por su amor a los libros de buena literatura y de viajes, por su concepto despreciativo del mundo, que era casi egoísta, por su melancolía, mutuamente oculta, sin que se supiese bien la razón, en la trivialidad chispeante de las conversaciones. Los martes y los jueves eran días de ajedrez en casa de la señora Olivia, y Emilio concurría asiduamente, desde hacía diez años, a esa tertulia familiar que nunca tuvo partícipes ni variantes. No era extraño que el sobrino comiese con la tía los domingos; y por esta y las anteriores causas desarrollose entre ellos una dulce amistad, ligeramente velada de irónica tristeza, que no excluía el respeto un tanto ceremonioso en él., ni la afabilidad un poco regañona en ella. Ambos hacían sin esfuerzo su papel de parientes en el grado y con los modos que a cada cual correspondían. Aunque habíanse referido todo cuanto les era de mutuo interés, conservaban, como gentes bien educadas, el secreto de su tristeza. Por lo demás, ya se sabe que todos los solterones son un poco tristes; y esto era lo que se decían también para sus adentros Emilio y la señora Olivia, cuando pensaban con el interés que se presume, ella en la misantropía de él, él en la melancolía de ella. Los matrimonios de almas, mucho más frecuentes de lo que se cree, no están consumados mientras el secreto de amargura que hay en cada uno de los consortes espirituales, y que es como quien dice el pudor de la tristeza, no se rinde al encanto confidencial de las intimidades.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Amor a la Vida

Jack London


Cuento


Solo esto, de todo, quedará.
Arrojaron los dados, y vivieron.
Parte de lo que juegan, ganarán
Pero el oro del dado lo perdieron.

Los dos hombres descendían el repecho de la ribera del río cojeando penosamente, y en una ocasión el que iba a la cabeza se tambaleó sobre las abruptas rocas. Estaban débiles y fatigados y en su rostro se leía la paciencia que nace de una larga serie de penalidades. Iban cargados con pesados fardos de mantas atados con correajes a los hombros y que contribuían a sostener las tiras de cuero que les atravesaban la frente. Los dos llevaban rifle. Caminaban encorvados, con los hombros hacia delante, la cabeza más destacada todavía, y la vista clavada en el suelo.

—Ojalá tuviéramos aquí dos de esos cartuchos que hay en el escondrijo —dijo el segundo.

Hablaba con voz monótona y totalmente carente de expresión. Su tono no revelaba el menor entusiasmo y el que abría la marcha, cojeando y chapoteando en la corriente lechosa que espumeaba sobre las rocas, no se dignó responder. El otro lo seguía pegado a sus talones. No se detuvieron a quitarse los mocasines ni los calcetines, aunque el agua estaba tan fría como el hielo, tan fría que lastimaba los tobillos y entumecía los pies. En algunos lugares batía con fuerza contra sus rodillas y les hacía tambalearse hasta que conseguían recuperar el equilibrio.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Arthur Jermyn

H.P. Lovecraft


Cuento


I

La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana —si es que somos una especie aparte—; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de los que lo conocían niegan incluso que haya existido jamás.

Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el objeto de la caja, llegado de África. Fue este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que lo impulsó a quitarse la vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca le importó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabuelo, Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios eruditos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente, Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilización congoleña blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Aurore y Aimée

Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont


Cuento infantil


Había una vez una dama que tenía dos hijas. La mayor, que se llamaba Aurore, era bella como el día, y tenía un carácter bastante bueno. La segunda, que se llamaba Aimée, era tan bella como su hermana, pero era maligna, y sólo tenía talento para hacer el mal. La madre había sido también muy bella, pero empezaba a dejar de ser joven y eso le causaba bastante pesar. Aurore tenía dieciséis años y Aimée doce; por lo que la madre, que temía parecer vieja, abandonó la región donde todo el mundo la conocía, y envió a su hija Aurore al campo, porque no quería que se supiera que tenía una hija tan mayor. Conservó con ella a la más joven; se fue a otra ciudad, y le decía a todo el mundo que Aimée sólo tenía diez años y que la había tenido antes de los quince. No obstante, como temía que su engaño fuera descubierto, envió a Aurore a una región lejana, y el que la conducía la abandonó en un gran bosque en el que se había quedado dormida mientras descansaba. Cuando Aurore despertó, y se vio sola en el bosque, se puso a llorar. Era casi de noche, se levantó e intentó salir del bosque; pero en lugar de encontrar su camino, se extravió aún más. Por fin, vio a lo lejos una luz y tras dirigirse hacia ella, encontró una casita. Aurore llamó a la puerta; una pastora le abrió y le preguntó qué quería.

—Mi buena señora, —le dijo Aurore— le ruego por caridad que me permita dormir en su casa, pues si permanezco en el bosque, seré devorada por los lobos.

—Con mucho gusto, hermosa joven, —le respondió la pastora—pero dígame, ¿cómo es que se encuentra en el bosque tan tarde?

Entonces Aurore le contó su historia y le dijo:

—¡Qué desgraciada soy por tener una madre tan cruel! ¡Más me habría valido morir al venir al mundo, en lugar de vivir para ser maltratada de esta forma! ¿Qué le he hecho al buen Dios para ser tan desgraciada?


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Bâtard

Jack London


Cuento


Bâtard (“bastardo” en francés) era un demonio. Esto era algo que se sabía por todas las tierras del Norte. Muchos hombres lo llamaban «Hijo del Infierno», pero su dueño, Black Leclère, eligió para él el ofensivo nombre de Bâtard. Y como Black Leclère era también un demonio, los dos formaban una buena pareja. Hay un dicho que asegura que cuando dos demonios se juntan, se produce un infierno. Esto era de esperar, y esto fue lo que sin duda se esperaba cuando Bâtard y Black Leclère se juntaron. La primera vez que se vieron, siendo Bâtard un cachorro ya crecido, flaco y hambriento y con los ojos llenos de amargura, se saludaron con gruñidos amenazadores y perversas miradas, porque Leclère levantaba el labio superior y enseñaba sus dientes blancos y crueles, como si fuera un lobo. Y en esta ocasión lo levantó, y sus ojos lanzaron un destello de maldad, al tiempo que agarraba a Bâtard y lo arrancaba del resto de la camada, que no cesaba de revolcarse. La verdad es que se adivinaban el pensamiento, porque tan pronto como Bâtard clavó sus colmillos de cachorro en la mano de Leclère, le cortó éste la respiración con la firme presión de sus dedos.

—Sacredam —dijo en francés, suavemente, mientras se quitaba con un movimiento de la mano la sangre que, rápida, había brotado tras la mordedura, y dirigía la vista al cachorrillo que jadeaba sobre la nieve, tratando de recuperar la respiración.

Leclère se volvió hacia John Hamlin, el tendero de Sixty Mile Post.

—Por esto es por lo que más me gusta. ¿Cuánto? ¡Oiga usted, M'sieu! ¿Cuánto quiere? ¡Se lo compro ahora mismo! ¡Inmediatamente!


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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