En medio del ávido silencio del auditorio alzóse evocadora, grave y lenta, la voz monótona del vagabundo: 
—…Me acuerdo como si fuera hoy; era un día así como éste; el sol 
echaba chispas allá arriba y parecía que iba a pegar fuego a los secos 
pastales y a los rastrojos. Yo y otros de mi edad nos habíamos quitado 
las chaquetas y jugábamos a la rayuela debajo de la ramada. Mi madre, 
que andaba atareadísima aquella mañana, me había gritado ya tres veces, 
desde la puerta de la cocina: “¡Pascual, tráeme unas astillas secas para
 encender el horno!” 
Yo, empecatado en el juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre: 
—Ya voy, madre, ya voy. 
Pero el diablo me tenía agarrado y no iba, no iba… De repente, cuando
 con la redondela en la mano ponía mis cinco sentidos para plantar un 
doble en la raya, sentí en la espalda un golpe y un escozor como si me 
hubiesen arrimado a los lomos un hierro ardiendo. Di un bufido y ciego 
de rabia, como la bestia que tira una coz, solté un revés con todas mis 
fuerzas…
Oí un grito, una nube me pasó por la vista y vislumbré a mi madre, 
que sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena 
de sangre, al mismo tiempo que me decía con una voz que me heló hasta la
 médula de los huesos: 
—¡Maldito seas, hijo maldito! 
Sentí que el mundo se me venía encima y caí redondo como si me 
hubiese partido un rayo… Cuando volví tenía la mano izquierda, la mano 
sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha. 
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