Textos más vistos publicados por Edu Robsy publicados el 29 de octubre de 2020 | pág. 6

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editor: Edu Robsy fecha: 29-10-2020


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Lobo en Cepo

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I

A una ilustre ciudad española, donde los hombres trabajadores y valientes nacen de mujeres virtuosas y bellas, llegaron hace años dos viajeros, cuyos trajes negros ni eran enteramente seglares ni del todo eclesiásticos. Uno de ellos hablaba, aunque dulcemente, como superior; otro escuchaba con humildad y respondía con respeto. Eran ambos de continente severo, rostro lampiño y mirada que apareciera humilde si no fuese por lo tenaz, reveladora de una voluntad poderosísima. Tenían mansedumbre en la voz, daban a sus palabras el acento de una afabilidad melosa y persuasiva, pero a veces sus pupilas parecían incendiarse en el rápido e involuntario fulgurar de una energía indomable.

Pocas horas después de su llegada celebraron varias entrevistas misteriosas con gentes adineradas de la población, y a los tres días firmaron, ante notario y como subditos de potencia extranjera, la escritura de compra de un caserón antiguo convertido en fábrica por un industrial que, arruinado durante la guerra civil, tuvo que malvender su hacienda. De esta suerte la paz vino a ser provechosa, quizá, para los mismos que atizaron la lucha.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Azotes

Vicente Riva Palacio


Cuento


Después de largo y sangriento sitio ocupó Hernán Cortés la capital del imperio de Moctezuma; pero quedó la ciudad en tan lastimoso estado, que el conquistador, con su ejército, tuvo que acampar durante algún tiempo en la cercana villa de Coyoacán, porque en México ni lugar pudo encontrarse para el alojamiento de los soldados.

Pocos meses después, los trabajos de la reedificación habían avanzado tanto, que ya el conquistador pudo trasladarse allí, y eran tan activos, que dice el padre Motolinía, en su Historia de los indios de la Nueva España, que «en la edificación de la gran ciudad de México en los primeros años, andaba más gente que en la edificación del templo de Jerusalén; porque era tanta la gente que andaba en las obras, que apenas podría hombre romper por algunas calles y calzadas, aunque son muy anchas».

Y ya entonces el conquistador de México no era Hernán Cortés a secas, sino que se llamaba el muy magnífico señor Hernán Cortés, gobernador y capitán general de Nueva España; que el don aún no lo usaba, porque hasta algunos años después no se lo concedíó el emperador.

Por aquellos días aconteció, según refiere la tradición, que el gobernador y capitán general publicó un bando exigiendo la puntual asistencia de todos los vecinos a las misas que celebraban los padres franciscanos, primeros religiosos que a predicar el cristianismo llegado habían a Nueva España.

La morosidad de los soldados para asistir al Santo Sacrificio, y la indiferencia o poca costumbre que de ello tenían los indios, hacía que muchos llegasen a la iglesia ya pasado el evangelio, o cuando el sacerdote pronunciaba las últimas oraciones, causando con eso escándalo entre aquel rebaño de ovejas recién convertidas al cristianismo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Favores de Fortuna

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I

No hay divinidad a quien se rinda culto más sincero y universal que a la Fortuna. Los hombres desde que empiezan a serlo, en lo que llaman edad de la razón le consagran la vida. Fortuna en cambio con la esperanza les atrae, con la codicia les excita, con la molicie les corrompe, o con la soberbia les ciega, hasta que enseñoreada de ellos, les deja unas veces que realicen su ambición y otras que satisfagan su apetito. Nadie la desprecia sin que le llamen loco, a ninguno que la logra se le considera necio; de unos se deja conseguir por la astucia, a otros se somete por capricho, los más se arrojan a conquistarla, los menos procuran merecerla: es tal su perversión que gusta de que la tomen por fuerza, y es tan grato su imperio y son tan dulces sus halagos que luego de poseída no hay debilidad en que el animoso no incurra por conservarla, ni fortaleza que el apocado no intente por no perderla. Sus amantes son infinitos, y a ellos se entrega como cortesana que ni cuida de escogerlos, ni piensa en lo que le sacrifican, ni estima lo que les concede, ni repara en cuándo se lo quita. Con unos parece que se encariña desde que nacen, y les colma de dones toda la vida: a otros sonríe sólo en la vejez para amargarles la muerte; y hasta más allá del sepulcro llega su influjo, pues ni deja que sea cada cual llorado según su mérito ni reparte con justicia la gloria. No hay grande de la tierra, por ensalzado que esté, a quien no pueda poner más en alto todavía; ni humilde, por bajo que se halle, a quien no sepa encumbrar sobre el primero. Reparte sus dones unas veces complaciéndose en detenerse para colmar deseos, y otras los deja caer a la carrera para que queden las alegrías truncadas y los placeres incompletos.


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Los Triunfos del Dolor

Jacinto Octavio Picón


Cuento


En una extensa planicie formada por tierras de panllevar, estaba la casa solariega de los Niharra, donde descuidada del mundo, cuidadosa de su hacienda y soñadora con sus recuerdos, vivía doña Inés, a quien en los contornos apellidaban la Santa. Nombrarla en la comarca era casi, y para muchos sin casi, nombrar a la Providencia; porque a veces, quien imploraba algo del cielo, que lo puede todo, solía no alcanzarlo, mientras ella nada negaba estando en su mano concederlo. Perdonar arriendos, rebajar censos, dotar doncellas y redimir mozos de quintas, era para doña Inés el pan nuestro de cada día. De sus armarios salían las ropas para los pobres; de su despensa los comestibles para los desvalidos; de sus trojes el grano para los labradores arruinados; costeaba médico y botica; por su precepto, iban los niños a la escuela; con su prudencia enfrenaba discordias, desvanecía rencores, y añadiendo a la limosna que puede dar el rico la compasión que solo siente el bueno, siempre y para todos, tenía piedad en el corazón y consuelo en los labios. Si alguna vez se ensoberbeció la ingratitud contra ella, supo ahogarla a fuerza de beneficios; así que por dónde quiera que iba, salían las gentes a su paso, muchas a pedir, y muchas más, aunque parezca increíble, a mostrarse agradecidas. Las frases de bendición y de respeto que escuchaba, la riqueza que le permitía hacer tanta caridad y el justo regocijo de su conciencia, sobre todo, debieran de infundirle aquella tranquilidad de espíritu en que la verdadera felicidad se funda, y sin embargo, no daba señales de ser dichosa.

Al recuerdo de amores contrariados no había que achatarlo; primero, porque ni su lenguaje, ni su rostro, delataban la tristeza apacible, pero indeleble, que deja en los resignados el dolor; y, además, porque los años todo lo aminoran, y ella contaba tantos, que bien podían haberle ido borrando del pensamiento las memorias tristes, por muchas que tuviese.


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Santificar las Fiestas

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Lunes, 9 de Mayo de 1892, tomó don Cándido posesión de su curato en Santa Cruz de Lugarejo, ocupándose inmediatamente en arreglarse la casa con los pobres y viejos muebles que trajo en una carreta del pueblecillo donde vivió hasta entonces, siendo amparo de necesitados y ejemplo de virtuosos. Durante más de cuarenta y ocho horas, nadie se dio cuenta de que allí había cura nuevo.

Algunos días después, las pocas personas que le vieron y hablaron esparcieron la voz de que parecía buena persona. Y no se equivocaban los que tan presto formaron de él juicio favorable, porque don Cándido era un bendito. Por su estatura, rostro y porte traía a la memoria el retrato que hizo Cervantes de su Hidalgo inmortal. También don Cándido frisaba con los cincuenta años y era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador, y si no amigo de la caza, como don Quijote, incansable en el ejercicio de buscar tristezas para aliviarlas.

Sus condiciones morales todas buenas: la piedad sincera, el trato afable, el lenguaje humilde, la caridad modesta, y en todo tan compasivo y tolerante, que, con ser grande el respeto que imponía, aún era mayor la cariñosa confianza que inspiraba. Su ilustración no debía de ser extraordinaria. En un cofrecillo muy chico cabían los libros que poseía, siendo el de encuadernación más resentida por el continuo uso y el de hojas más manoseadas, los Santos Evangelios. Ni los Padres de la Iglesia ni los excelsos místicos le deleitaban tanto como aquellos sencillos versículos que ofrecen, a quien sabe leerlos, mundos de pensamientos encerrados en frases sobrias.


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Un Buen Negocio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Pocas veces el Lafayette, vapor de la Compañía Trasatlántica francesa, había sufrido, al cruzar el océano con rumbo a América, un temporal más largo y más espantoso. Las olas, semejando montañas negras, pasaban en vertiginosa carrera, chocando contra el casco del buque, levantándose hasta barrer la cubierta, precipitándose por las escaleras y saliendo por los imbornales, en los que se producía un ruido pavoroso y un hervor siniestro. El huracán cruzaba por la arboladura, gimiendo, rugiendo, silbando, remedando algunas veces el ruido de un carro de bronce sobre una bóveda de acero; otras, el aullido de un lobo; otras, el agudo silbar de la serpiente. Densas nubes de color indefinible se arremolinaban en el cielo, tan bajas, que casi envolvían el cataviento de la embarcación.

Bailaba el vapor, perdido en aquella inmensidad, como una hoja de árbol arrebatada por un torbellino. Los marineros, cubiertos con sus vestidos amarillentos de lona embreada y empapados por la lluvia, corrían precipitados de un lado a otro. Todas las escotillas y todas las puertas estaban cerradas y clavadas; los pasajeros, encerrados, unos se agrupaban en el salón, y otros se habían retirado a sus camarotes; pero todos llenos de pavor, oían cada crujido de la catástrofe. Las mujeres rezaban, los hombres estaban silenciosos.

Entre los pasajeros que el vapor Lafayette conducía a Veracruz, iba don Rosendo de Figueroa, que, por nacimiento, era mexicano, pero por su aspecto le hubiera tomado cualquiera por uno de esos ingleses que han enriquecido con los climas tropicales, perdiendo el color del rostro de los hijos de Albión para adquirir el moreno y tostado cutis de los hombres que nacen en aquellas ardientes regiones.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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