Capítulo I
En el despacho de
redacción del primer periódico de una gran ciudad colonial dos hombres
charlaban. Ambos eran jóvenes. El más corpulento de ellos, rubio y
envuelto en una apariencia más urbana era el redactor jefe y
copropietario del importante periódico.
El otro se llamaba Renouard. Que algo ocupaba su mente era evidente
en su fino rostro bronceado. Era un hombre esbelto, relajado, activo. El
periodista continuó con la conversación.
—De manera que ayer estuviste cenando en la casa del viejo Dunster.
Empleó la palabra viejo no con el trato entrañable que a veces se da
a los íntimos, sino en toda la sobriedad de su sentido. El tal Dunster
era viejo. Había sido un notable estadista colonial, pero ahora se
hallaba retirado de la vida política tras una gira por Europa y una
prolongada estancia en Inglaterra, durante la cual había tenido en
efecto muy buena prensa. La colonia se enorgullecía de él.
—Sí, cené allí —dijo Renouard—. El joven Dunster me invitó justo
cuando yo salía de su oficina. Pareció ser una idea repentina, y sin
embargo no puedo dejar de sospechar alguna intención detrás de ella. Fue
muy insistente. Juró que a su tío le agradaría mucho verme. Dijo que
éste había mencionado últimamente que haberme otorgado la concesión de
Malata había sido el último acto de su vida oficial.
—Muy enternecedor. El amigo se pone sentimental de vez en cuando con el pasado.
—En realidad no sé por qué acepté —continuó el otro—. El
sentimentalismo no me conmueve con mucha facilidad. El viejo Dunster
fue, desde luego, cortés conmigo, pero no se informó siquiera de mi
progreso con las plantas de la seda. Probablemente olvidó que tal cosa
existiera. Debo admitir que había más gente allí de la que esperaba
encontrar. Una reunión bastante grande.
Información texto 'El Plantador de Malata'