Textos más cortos publicados por Edu Robsy | pág. 134

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Fábulas en Prosa III

José Fernández Bremón


Cuentos, colección


La tormenta

El trueno, el rayo y el huracán se habían apoderado de la atmósfera.

—¡Temblad! —decía el trueno a los hombres con voz terrible y poderosa—. La tormenta ha vencido; se acabó la tranquilidad para vosotros.

—¿Qué son esas torres que habéis levantado a fuerza de paciencia? —añadía el rayo lanzando llamaradas por los ojos—. Yo las traspaso y las incendio.

Y el huracán decía, bramando de coraje:

—¡Ay del que navega! ¡Ay de las chozas débiles y de los árboles que no tengan las raíces muy hondas! Arrasaré todo lo que envuelva dentro de mis círculos.

Y los truenos, los rayos y los bramidos del viento parecían anunciar la ruina del planeta.

—¡El mundo se acaba! —decían todos los animales, refugiándose espantados en las cavernas o huyendo despavoridos.

—Anda más deprisa —decía una ardilla impaciente, que se creía en salvo, a un cachazudo caracol que se arrastraba con pereza—: ¡el mundo se acaba!

—Pierde cuidado —respondió el conchudo animal—. Los que alborotan y se agitan, como el trueno, el rayo y el huracán, se cansan pronto. Más miedo tengo al frío, al calor o al hambre, que llegan sin ruido y sin cansancio. Todo lo violento es pasajero.

En efecto, un cuarto de hora después, el trueno estaba ronco, el huracán se había detenido, y el rayo sólo producía relámpagos inofensivos.

Un airecillo templado y juguetón, pero sostenido y constante, deshizo los nubarrones, y los pájaros, sacudiendo las mojadas plumas, volvieron a piar alegremente.

La fuerza y la inteligencia

—Eres un tirano —decía el vapor de agua al maquinista—: habiendo fuera tanto espacio, me oprimes y sujetas dentro de la caldera: vuélveme la libertad; deja que yo emplee mi fuerza según mi voluntad.


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3 págs. / 6 minutos / 28 visitas.

Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Los Buques Suicidantes

Horacio Quiroga


Cuento


Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche no se ven ni hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.

Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor de las corrientes o del viento, si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.

No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto, siempre está frecuentado.

El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las que se puede incluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de Agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un paquete, no teniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden; y faltaban todos. ¿Qué pasó?

La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Ibamos a Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Advertencia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Oyendo llorar al pequeño, el de cuatro meses, la madre corrió a la cuna, desabrochándose ya el justillo de ruda estopa para que la criatura no esperase. Acurrucada en el suelo, delante de la puerta, a la sombra de la parra, cargada de racimos maduros, dio de mamar con esa placidez física tan grande y tan dulce que acompaña a la vital función. Creía sentir que un raudal tibio e impetuoso salía de ella para perderse en el niño, cuyos labios inflados y redondos atraían tenazmente la vida de la madre. La tarde era bonita, otoñal, silenciosa. Sólo se oía el silbido de un mirlo, que rondaba las uvas, y el goloso glu-glu del paso de la leche materna por la gorja infantil.

Sobre el sendero pedregoso resonaron aparatosas las herraduras de un caballo. Resbalaban en las lages, y sin duda arrancaban chispas. La aldeana conoció el trote del jamelgo: era el del médico, don Calixto. Y gritó obsequiosamente:

—Vaya muy dichoso.

El doctor, en vez de pasar de largo, como solía, paró el jaco a la puerta de la casuca y descabalgó.

—Buenas tardes nos dé Dios, Maripepiña de Norla... ¿Qué tal el rapaz? Se cría rollizo, ¿eh?

La madre, con orgullo, alzó al mamón la ropa y enseñó sus carnes, regordetas, rosadas, no demasiado limpias.

—¿Ve, señor?... Hecho de manteca parece.

—Mujer, me alegro... De eso me alegro mucho, mujer... Porque has de oírme: he recibido carta de los señores, ¿entiendes?, de los señores, los amos... Que les mande allá una moza de fundamento, y de buena gente, y sana, y bonita, y que tenga leche de primera, para amamantarles el hijo que les acaba de nacer... Y con estas señas no veo en la aldea, sino a ti, Maripepiña.

Un asombro, una curiosidad atónita, se marcaron en el rostro algo amondongado, pero fresco y lindo, de la aldeana.

—¿Yo, don Caliste? ¿A mí...?


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3 págs. / 6 minutos / 222 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Envidiado Caballero

Gabriel Miró


Cuento


Los olores de las huertas y del mar llegaron hasta el corazón de Sigüenza. Miraba y aspiraba este hombre con tanto ímpetu, que llegó a sentir cansancio y dolor en su carne. Y nunca se saciaba, sino que le parecía que le faltaba tiempo para hundir sus ojos en aquellas hermosuras, y recoger toda la vida que se le ofrecía desde el alto camino.

Allí estaba el levante frondoso, lleno, regado, alborozado y fecundo. Allí las montañas daban aguas muy delgadas y dulces, y tenían tierras de buena grosura que llevan la sementera, la viña y el olivo; allí el hondo y la solana, todo estaba cuajado de huertas que apretadamente llegaban hasta las arenas de la costa, y los bancales de hortalizas, que siempre viera Sigüenza al amor de la balsa de una vieja noria o chupando la pobre corriente de las ramblas levantinas, los bancales hortelanos de esta comarca se entraban descuidados bajo el gran sol, rezumando de tan viciosos como si siempre acabasen de recibir los dones de la lluvia, y gozosamente se presentaban al Mediterráneo. Por eso se mezclaba el dulce olor de los frutales y verduras, de campos feraces, con la fuerte y deliciosa emanación de las entrañas del mar.

El pueblo comenzaba en la ribera, y se subía por un altozano. Y era muy curioso de ver sus casas de porches abiertos donde se orean las frutas de cuelga; los corrales, con garbas de sarmientos y un dulce sonar de cencerricos de ganado, y las parras desbordando jovialmente de las tapias, y por las bardas de al lado asomaban los remos, algún mástil roto y podrido, las redes tendidas en los balcones, y en el portal, las cañas, los palangres, las nasas de esparto y rimeros de todas las artes de pesca.


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3 págs. / 6 minutos / 39 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

¡A Nadar, Peces!

Ricardo Palma


Cuento


Posible es que algunos de mis lectores hayan olvidado que el área en que hoy está situada la estación del ferrocarril de Lima al Callao constituyó en días no remotos la iglesia, convento y hospital de las padres juandedianos.

En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo, existía en el susodicho convento de San Juan de Dios un lego ya entrado en años, conocido entre el pueblo con el apodo de el padre Carapulcra, mote que le vino por los estragos que en su rostro hiciera la viruela.

Gozaba el padre Carapulcra de la reputación de hombre de agudísimo ingenio, y a él se atribuyen muchos refranes populares y dichos picantes.

Aunque los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro lego no era tan calvo que no tuviera enterrados, en un rincón de su celda, cinco mil pesos en onzas de oro.

Era tertulio del convento un mozalbete, de aquellos que usaban arito de oro en la oreja izquierda y lucían pañuelito de seda filipina en el bolsillo de la chaqueta, que hablaban ceceando, y que eran los dompreciso en las jaranas de mediopelo, que chupaban más que esponja y que rasgueaban de lo lindo, haciendo decir maravillas a las cuerdas de la guitarra.

Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre de solemnidad como las reglas de su instituto lo exigían; y dióse tal maña, que el padre Carapulcra llegó a confesarle en confianza que, realmente, tenía algunos maravedíes en lugar seguro.

—Pues ya son míos—dijo para sí el niño Cututeo, que tal era el nombre de guerra con que el mocito había sido solemnemente bautizado entre la gente de chispa, arranque y traquido.

Estas últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación. Démosla a vuela pluma.


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3 págs. / 6 minutos / 125 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Mujeres Prácticas

Felipe Trigo


Cuento


Plegó Alfredo La Correspondencia que a la luz del tranvía vino leyendo desde Pozas, y miró dónde se encontraba: calle Mayor. ¡Oh! Y a fe que le había ensimismado el periódico. El coche iba bien de mujeres. Lo que se dice, cuando el día está de bonitas, se ve cada cara como una gloria.

Junto a él, mamá respetable, cincuentona y de libras, pero hermosa, y con dos niñas a la izquierda... que hasta allí. Se advertía a la pequeña, molesta en la estrechura del asiento, aguantada casi por aquel empleadete de levitín raído, personilla de pelele medio oculta entre las gasas de la joven por un lado y bajo el mantón de corpulenta chula por el otro; ésta era la cuña de la tanda. En la de enfrente dos o tres señoras todavía, una con su marido, guapa ella y retrechera. Pero a la más hermosa fueron los ojos de Alfredo, guiados por la nariz, por un rastro de heliotropo que le caía de muy cerca, envolviéndole en nube de sutil voluptuosidad; alzó la vista y vió de pie a la puerta de la plataforma delantera una rubia espléndida, de continente altivo de princesa, buena moza, enguantada, llena de lujo, de brillantes.

Alfredo se levantó y le ofreció el sitio. Ella dió las gracias sonriendo, clavándole los grandes ojos de oro también como el pelo abundantísimo. Iban a llegar, no merecía la pena. Insistió Alfredo, y la elegantísima dama se inclinó gentil, mostrando en la sonrisa la blancura de papel de sus dientes; fué a dar un paso, y con la velocidad del tranvía perdió graciosamente el equilibrio. Alfredo la sujetó por el brazo, contacto leve que bajo la seda hizo constar carne resbaladiza, elástica, tentadora.


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3 págs. / 6 minutos / 44 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Testigo de Cargo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Hay personas que no pasean jamás sino por calles céntricas. Hay otras que gustan de las excéntricas y solitarias, en los barrios extremos de Madrid, lindantes con la campiña. Las hay, por fin, que no pasean ni por unas ni por otras, y sólo encuentran alegría midiendo el pasillo de su casa a trancos, y acercándose de vez en cuando a la estufa para calentarse las manos.

Pues bien; declaro que yo pertenezco a la segunda categoría, aunque también me agrada recorrer una y otra vez mi pasillo con las manos en los bolsillos, particularmente cuando llueve, y dar unas cuantas vueltas por las calles de Alcalá y de Sevilla a las horas de más tránsito. Cuando esto último acaece, procuro que mi rostro vaya fruncido y aborrascado para adaptarse al medio ambiente; pero es contra mi gusto, bien lo sabe Dios, porque mi fisonomía, por naturaleza, es plácida y sentimental.

Así, que experimento más placer en pasearme por las afueras, donde encuentro rostros alegres que me miran sin hostilidad. Sólo allí me desarrugo y soy exteriormente lo que Dios quiso hacerme. Y he pensado algunas veces que si trasladásemos las caras de las afueras al centro, y las del centro las enviásemos a paseo, Madrid ofrecería a los ojos de los extranjeros un aspecto más hospitalario, más risueño y, sobre todo, más humano que el que ahora tiene.

No sucede lo mismo con los perros. Encuentro, generalmente, los del centro apacibles y corteses; los de los barrios extremos, agresivos, quimeristas y mucho más descuidados en el aseo de su individuo. Sin duda, la cultura, que ejerce una influencia tan triste en la raza humana, suaviza y mejora la canina.

Ignoro si el perro con quien tropecé cierto día en una de las calles más extraviadas del barrio de Chamberí era quimerista y agresivo como sus convecinos; pero sí puedo dar fe de su escandalosa suciedad.


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3 págs. / 6 minutos / 218 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Cómoda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante todo, conviene saber que yo era la moderación en persona, y mi única debilidad, muy censurada por mi consorte, la afición a trastear un poco en las tiendas de los anticuarios.

Por irrisoria cantidad adquirí en uno de esos establecimientos un mueble viejo, que me valió una filípica. ¿Dónde se ha visto traer se a casa embeleco semejante?

Era el embeleco una de esas cómodas ventrudas de la época de Luis XV que, en efecto, se construían para viviendas más espaciosas de las actuales. Sus dimensiones debieran haberme alarmado cuando la compré. Pero la curiosa taracea de la tapa, los lindos bronces, primor de cinceladura, me sedujeron, y ahora, en vista de la desazón doméstica, me pesaba mi capricho.

La idea de revenderla me ocurrió, naturalmente. Sin saber por qué, la rechacé; se me hacía intolerable. Dijérase que tenía que separarme de alguien muy querido. Tan extraño sentimiento fijó mi atención en el mueble. Yo acostumbro creer que todas nuestras impresiones responden fielmente a alguna causa, oculta o visible. El sentir avisa. Si no lo percibe la inteligencia, es porque la inteligencia percibe muy contadas cosas.

Continuaba mi mujer hostigándome (con esa insistencia en mortificar que es uno de sus defectillos), y por eximirme de aquella persecución de mosca tenaz, adopté singular determinación. Alquilé, en retirada calle, un piso muy modesto y, reservadamente, trasladé allí la cómoda tripona. Un goce vengativo me hacía sonreír. ¿No quisiste la cómoda? Pues ahora tu esposo —lo mismo que si te engañase con alguna bella— tiene su pisito y se pasa en él horas que no sospechas tú.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Hija del Chacarero

Javier de Viana


Cuento


Rojeaban apenas las barras del día cuando don Cipriano terminó de uncir los bueyes de la última yunta.

Después sorbió con calma el amargo que le «acarreaba» Palmira y al devolverle la calabaza, díjole con voz saturada de cariño:

—Gracias m'hijita.

—¿Ya va marchar, tata?—interrogó la joven.

—Sí; el tirón es largo, el camino está pesao y los güeyes flaquerones. Hasta la güelta m'hijita... y no olvide mis recomendaciones.

La besó, montó a caballo, tocó con la picada los pertigueros, y la pesada carreta echó a rodar lentamente por la tierra plana, reblandecida con las recientes lluvias.

Palmira, recostada a un poste del palenque, la estuvo observando hasta que se perdió de vista, Ocultándose detrás de un copioso monte de álamos.

El rostro de la paisanita, expresaba honda pena, bajo la garra de una situación anímica que se reproducía, siempre igual, cada vez que el padre emprendía un viaje.

Ella adoraba al buen viejo, que era, puede decirse, toda su familia, pues su tía Martina, paralítica, casi ciega, semi idiota, podía considerarse como un muerto insepulto.

Ella adoraba al buen viejo y remordíale horriblemente la conciencia, valerse de su ilimitada confianza para engañarlo.

Empero, si grande era su cariño al autor de sus días, no le iba en zaga el que profesaba a Marcos Obregón, el gauchito ladino y zalamero, que supo cautivarla con las redes de sus galanos mentires. La primera vez que habló a su padre de aquel amor, el viejo respondióle categóricamente:

—¡Cualesquiera menos ese! Lo conozco como a mis güeyes. Es un vago, jugador, vicioso y pendenciero que te habría de hacer muy desgraciada!

—¡Yo lo quiero, tata!—gimió Palmira; pero don Cipriano respondió inflexible:


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Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Caja de Oro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre la había visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que a veces se entretenía en acariciar la tapa suavemente; pero no me era posible averiguar lo que encerraba aquella caja de filigrana de oro con esmaltes finísimos, porque apenas intentaba apoderarme del juguete, su dueña lo escondía precipitada y nerviosamente en los bolsillos de la bata, o en lugares todavía más recónditos, dentro del seno, haciéndola así inaccesible.

Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme de lo que la caja contenía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si encerraba alguna de estas cosas tan inofensivas, ¿a qué venía la ocultación? ¿Encubría un retrato, una flor seca, pelo? Imposible: tales prendas, o se llevan mucho más cerca, o se custodian mucho más lejos: o descansan sobre el corazón o se archivan en un secrétaire bien cerrado, bien seguro… No eran despojos de amorosa historia los que dormían en la cajita de oro, esmaltada de azules quimeras, fantásticas rosas y volutas de verde ojiacanto.

Califiquen como gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista a una historia, tal vez a una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto, antojadizo y, por contera, entremetido y fisgón impertinente. Lo cierto es que la cajita me volvía tarumba, y agotados los medios legales, puse en juego los ilícitos, y heroicos… Mostréme perdidamente enamorado de la dueña, cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejé en apariencia a una mujer, cuando sólo cortejaba a un secreto; hice como si persiguiese la dicha… cuando sólo perseguía la satisfacción de la curiosidad. Y la suerte, que acaso me negaría la victoria si la victoria realmente me importase, me la concedió… , por lo mismo que al concedérmela me echaba encima un remordimiento.


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3 págs. / 6 minutos / 178 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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