Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.
¿Por qué tan gran fuego?...
La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para
que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del
día.
¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de
las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que
cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo
napolitano Pomidoro.
Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los
tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo,
semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba
toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de
veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.
Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que,
cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y
ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del
cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de
hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos,
Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y
Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el
único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.
Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un
tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era
forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones,
juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a
la obscuridad del botijo.
Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su
orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural
que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo
saludara con un respetuoso:
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