Jean d´Espars se animaba:
—Déjenme en paz con vuestra felicidad de zotes, vuestra dicha de
imbéciles que satisface una simpleza cada vez más vulgar, un vaso de
viejo vino o el roce de una hembra. Yo os digo, yo, que la miseria
humana me destroza, que la veo por todas partes, con ojos agudos, que la
encuentro donde ustedes no perciben nada, ustedes, que van por la calle
con el pensamiento en la fiesta de esta tarde o en la fiesta de mañana.
Miren, el otro día, avenida de la Ópera, en el medio de un público
bullicioso y jovial que el sol de mayo embriagaba, vi pasar de repente a
un ser, un ser innombrable, una vieja curvada en dos, vestida de
andrajos que fueron vestidos, cubierta con un sombrero de paja negro,
completamente despojada de sus viejos ornamentos, cintas y flores
desaparecidas desde tiempos indefinidos. Y ella iba arrastrando sus pies
tan penosamente, que yo sentía en el corazón, tanto como ella misma,
más que ella misma, el dolor de todos sus pasos. Dos bastones la
sostenían. ¡Ella pasaba sin ver a nadie, indiferente a todo, al ruido, a
la gente, a los coches, al sol! ¿ A dónde iba?¿Hacia qué cuchitril?
¿Llevaba algo envuelto en un papel, que colgaba del extremo de una
cuerda? ¿Qué?¿ Pan? Si, sin duda. Nadie, ningún vecino habiendo o
querido hacer por ella este recorrido, ella había emprendido, ella, este
viaje horrible, de su buhardilla al panadero. Dos horas de camino, al
menos, para ir y venir. ¡Y que camino doloroso!¡un calvario más terrible
que el de Cristo!
Levanté los ojos hacia los techos de las casas inmensas. ¡Ella iba
allá arriba! ¿Cuándo llegaría allí?¿Cuántos descansos jadeantes sobre
los peldaños, a lo largo de la pequeña escalera negra y tortuosa?
Información texto 'Miseria Humana'