Como el chantre de San Illod era un músico demasiado entusiasta
para ocuparse de la biblioteca, el sochantre, a quien le encantaban
todos los detalles de esa tarea, estaba limpiándola, tras dos horas de
escribir y dictar en el Scriptorium. Los copistas entregaron sus
pergaminos —se trataba de los Cuatro Evangelios, sin iluminar, que les
había encargado un Abad de Evesham— y salieron a rezar las vísperas.
John Otho, más conocido como Juan de Burgos, no hizo caso. Estaba
bruñendo un relieve diminuto de oro en su miniatura de la Anunciación
para el Evangelio según San Lucas, que se esperaba más adelante se
dignara aceptar el Cardenal Falcadi, Legado Apostólico.
—Para ya, Juan —dijo el sochantre en voz baja.
—¿Eh? ¿Ya se han ido? No había oído nada. Espera un minuto, Clemente.
El sochantre esperó, paciente. Hacía más de doce años que conocía a
Juan, que se pasaba el tiempo entrando y saliendo de San Illod, a cuyo
monasterio siempre decía pertenecer cuando estaba fuera de él. Se le
permitía decirlo sin problemas, pues parecía estar versado en todas las
artes, todavía más que otros Fitz Othos y también parecía llevar todos
sus secretos prácticos bajo la cogulla. El sochantre miró por encima del
hombro hacia el pergamino alisado en el que estaban pintadas las
primeras palabras del Magnificat, en oro sobre un fondo de pan de laca
roja para el halo apenas iniciado de la Virgen. Ésta aparecía, con las
manos unidas en gesto maravillado, en medio de una red de arabescos
infinitamente intrincados, en torno a cuyos bordes había flores de
naranjo que parecían llenar el aire azul y cálido que cubría el diminuto
paisaje reseco a media distancia.
—Le has dado un aire totalmente judío —dijo el sochantre estudiando
las mejillas oliváceas y la mirada cargada de presentimiento.
Información texto 'El Ojo de Alá'