Como la
astronomía es aún menos lucrativa que la arquitectura, fue una suerte
para Harries que un tío suyo comprara un desierto en un país lejano que
resultó contener petróleo. La consecuencia para Harries, su único
sobrino, fue una inversión cercana a las mil libras que reportaba sus
beneficios anuales.
Una vez que los albaceas se hubieron ocuparon de todo, Harries, a
quien bien podría calificarse de ayudante casi sin sueldo del
observatorio Washe, invitó a cenar a tres hombres tras evaluarlos y
ponerlos a prueba bajo lunas refulgentes y hostiles en Tierra de Nadie.
Vaughan, auxiliar de cirugía en St. Peggoty’s, construía por
entonces un consultorio cerca de Sloane Street. Loftie, un patólogo de
incipiente reputación, era —pues se había casado con la inestable hija
de una de sus antiguas patronas londinenses— asesor bacteriológico de un
departamento público, donde ganaba quinientas setenta libras anuales y
esperaba alcanzar la antigüedad necesaria para obtener una pensión.
Ackerman, que también trabajaba en St. Peggotty’s, recibió en herencia
unos cientos de libras al año nada más terminar su carrera y renunció a
cualquier trabajo serio que no fuera la gastronomía y sus artes afines.
Vaughan y Loftie estaban al corriente de la suerte de Harries,
quien les explicó todos los detalles durante la cena y señaló cuáles
serían sus ingresos calculando por lo bajo.
—Tachuelas puede corroborarlo —dijo.
Ackerman se empequeñeció en su silla, como si se tratara del agujero del proyectil donde un día tramara la retirada para todos.
—Nos conocemos bastante bien —empezó a decir—. Nos hemos visto
todos diseccionados hasta el último átomo con bastante frecuencia, ¿no
es cierto? No necesitamos camuflaje. ¿Estáis de acuerdo? Siempre decís
lo que haríais si fuerais independientes. ¿Habéis cambiado de opinión?
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