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editor: Edu Robsy textos no disponibles fecha: 08-06-2016 contiene: 'u'


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La Dote

Guy de Maupassant


Cuento


A nadie causó sorpresa la boda de Simón Lebrumet, notario, con Juanita Cordier. El señor Lebrumet hacía gestiones con el señor Papillon para que le traspasara la notaría. Claro que necesitaba dinero; y la señorita Cordier tenía una dote de trescientos mil francos, disponibles en billetes de Banco y en títulos al portador.

Lebrumet era bien parecido, agradable, gracioso; todo lo gracioso que puede ser un notario, pero gracioso a su manera, cosa extraña en Boutigny-le-Revours.

La señorita Cordier tenía la frescura y el atractivo de los pocos años; frescura un poco basta, campesina, y atractivo provinciano; pero, en conjunto, era una bonita muchacha, bastante apetecible.

La ceremonia del casamiento puso en conmoción a todo Boutigny.

Fueron muy admirados los novios cuando al salir de la iglesia iban a ocultar su dicha bajo el techo conyugal, decididos a irse luego algunos días a París, después de saborear las dulzuras del matrimonio en el retiro de su casa.

Y los primeros aleteos de su amor fueron verdaderamente seductores, porque Lebrumet supo tratar a su esposa con una delicadeza, una ternura y un acierto incomparables. Era su divisa: "Todo llega para quien sabe aguardar". Supo, al mismo tiempo, ser prudente y decidido. Así triunfó en toda la línea, consiguiendo en menos de una semana que su esposa lo adorase.

Juana ya no sabía vivir sin él; no se apartaba de su lado un solo instante, agradeciéndole sus caricias. Él se la hubiera comido a besos; le sobaba las manos, la barbilla, la nariz... Ella, sentada sobre sus rodillas, lo cogía por las orejas, diciéndole:

—Abre la boca y cierra los ojos.

Simón abría la boca, satisfecho, entornaba los párpados y recibía un beso dulce, sabroso, largo, que le cosquilleaba en todo el cuerpo.

Les faltaban ojos, manos, boca, tiempo; les faltaba todo para realizar las múltiples caricias que imaginaban.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia Corsa

Guy de Maupassant


Cuento


Dos gendarmes habían sido asesinados aquellos últimos días mientras conducían un prisionero corso de Corte a Ajaccio. Ahora bien, cada año, en esta clásica tierra de bandolerismo, tenemos gendarmes destripados por los salvajes lugareños de esta isla, refugiados en las montañas después de alguna vendetta. El legendario matorral esconde en estos momentos, según la apreciación de los propios señores magistrados, de ciento cincuenta a doscientos vagabundos de este tipo que viven en las cumbres, entre las rocas y la maleza, alimentados por la población, gracias al terror que infunden.

No hablaré de los hermanos Bellacoscia cuya situación de bandoleros es casi oficial y que ocupan el Monte de Oro, a las puertas de Ajaccio, bajo la mirada de la autoridad. Córcega es un departamento francés, esto ocurre pues en plena patria; y nadie se inquieta por esta provocación lanzada a la justicia. ¡Sin embargo cómo hemos tenido continuamente en mente las incursiones de algunos bandoleros kroumirs, tribu errante y bárbara, en la frontera casi indeterminada de nuestras posesiones africanas!

Y hete aquí que a propósito de este crimen me viene el recuerdo de un viaje a esta magnífica isla y de una sencilla, muy sencilla, pero muy típica aventura, donde capté el espíritu propio de esta raza consagrada intensamente a la venganza.

Yo tenía que ir de Ajaccio a Bastia, primero por la costa y después por el interior, atravesando el salvaje y árido valle del Niolo, que allí denominan la ciudadela de la libertad, porque, en cada invasión de la isla por los genoveses, los moros o los franceses, fue en este lugar inabordable donde los partisanos corsos se refugiaron siempre sin que jamás se les pudiera dar caza o dominar.

Yo tenía cartas de recomendación para el camino, ya que los propios albergues son todavía desconocidos en esta tierra, y hace falta demandar hospitalidad como en los viejos tiempos.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Mujercita

Franz Kafka


Cuento


Es toda una mujercita; aunque muy delgada, suele además usar un corsé ajustado; la veo siempre con el mismo vestido gris amarillento, algo así como el color de la madera, adornado discretamente con borlas en forma de botón, de igual color; siempre sale sin sombrero, el rubio cabello opaco y lacio es ordenado, pero también muy suelto. Aunque está encorsetada se mueve con agilidad, y a veces exagera esa facilidad de movimiento; le gusta llevarse las manos a la cintura y girar el torso hacia uno u otro lado, con asombrosa rapidez. Apenas puedo dar una ligera idea de la impresión que me causa su mano, si digo que jamás he visto una cuyos dedos estén tan agudamente diferenciados entre sí como la suya; y sin embargo no presenta ninguna peculiaridad anatómica, es completamente normal.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Artista del Trapecio

Franz Kafka


Cuento


Un artista del trapecio —como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre— había organizado su vida de tal manera —primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica— que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades —por otra parte muy pequeñas— eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.

De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Renuncia!

Franz Kafka


Cuento


Era muy temprano por la mañana, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al verificar la hora de mi reloj con la del reloj de una torre, vi que era mucho más tarde de lo que yo creía, tenía que darme mucha prisa; el sobresalto que produjo este descubrimiento me hizo perder la tranquilidad, no me orientaba todavía muy bien en aquella ciudad. Felizmente había un policía en las cercanías; fui hacia él y le pregunté, sin aliento, cuál era el camino. Sonrió y dijo:

—¿Por mí quieres conocer el camino?

—Sí —dije—, ya que no puedo hallarlo por mí mismo.

—Renuncia, renuncia —dijo, y se volvió con gran ímpetu, como las gentes que quieren quedarse a solas con su risa.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Buhonero

Guy de Maupassant


Cuento


Breves memorias, asuntos insignificantes, dramas humildes presenciados, adivinados, tal vez sospechados, para mi alma joven e ignorante aún, son como hilos que me arrastran poco a poco hacia el conocimiento de la desconsoladora verdad.

A cada instante, cuando vuelvo atrás la vista en mis largas divagaciones, aparecen, risueños o terribles, recuerdos aislados que revolotean a poca distancia de mí como los pájaros en los matorrales.

Caminaba yo en verano por la carretera que domina el hermoso lago Bourget, recreando los ojos en el agua tranquila y azul, de un azul abrillantado con los últimos destellos del sol poniente. Al otro extremo de la inmensa llanura líquida, elevábanse las crestas de las montañas, y a los dos lados del camino, se extendían las viñas enlazadas en los árboles, como guirnaldas suspendidas para engalanar los campos, luciendo varios colores: verde, amarillo y rojo, con golpes negros de abundantes y maduros racimos.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Burro

Guy de Maupassant


Cuento


En la espesa niebla dormida encima del río no calaba el más leve soplo de aire. Parecía una nube de algodón mate posada sobre el agua. Ni siquiera se distinguían las orillas, envueltas en vapores de formas raras que tenían perfiles de montañas. Pero al empezar a alborear fue descubriéndose a la vista la colina. Al pie de la misma, a los nacientes resplandores de la aurora, fueron apareciendo poco a poco las grandes manchas blancas de las casas revocadas de yeso. Cantaban los gallos en los gallineros.

A lo lejos, en la otra orilla del río sepultada en la bruma, delante mismo de La Frette, ruidos ligeros turbaban de cuando en cuando el profundo silencio del cielo sin brisa. Se oía a veces un confuso palmoteo, como de una lancha que avanzase con cuidado; otras, un golpe seco, como de un remo que chocase en la borda, y otras, un ruido como de objeto blando que cayese al agua. Y de pronto, el silencio.

De cuando en cuando, unas palabras dichas en voz baja, sin que se pudiese precisar el sitio, quizá muy lejos, quizá muy cerca, perdidas en las brumas opacas, nacidas tal vez en la tierra, tal vez en el río, se deslizaban tímidas, pasaban como esos pájaros salvajes que han dormido entre los juncos y levantan el vuelo con las primeras claridades del día para seguir huyendo, para huir siempre; se los distingue un segundo, cuando atraviesan de parte a parte la bruma, lanzando un grito suave y tímido que despierta a sus hermanos a lo largo de las riberas.

De pronto, cerca de la orilla, al lado del pueblo, se perfiló sobre el agua una sombra, borrosa al principio, pero que fue agrandándose, dibujándose. Saliendo de la cortina nebulosa que envolvía el río, una embarcación de fondo plano, tripulada por dos hombres, atracó en la orilla cubierta de hierba.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Hombre de Marte

Guy de Maupassant


Cuento


Estaba trabajando cuando mi criado me anunció:

—Señor, es un hombre que quiere hablar con el señor.

—Hágalo entrar.

De pronto vi a un hombrecillo que saludaba. Tenía aspecto de un enclenque maestro con gafas, cuyo cuerpo endeble no se adhería a ninguna parte de sus ropas demasiado flojas.

Balbuceó:

—Le pido perdón, señor.

Se sentó y continuó:

—Dios mío, señor, estoy demasiado turbado por las gestiones que emprendo. Pero era absolutamente necesario que yo manifestara mis inquietudes a alguien, y no había nadie más que usted... que usted... En fin, me he armado de valor... pero verdaderamente... ya no me atrevo.

—Atrévase pues, Señor.

—Verá, Señor, es que, tan pronto como empiece a hablar usted me tomará por un loco.

—Dios mío, señor, eso dependerá de lo que vaya a contarme.

—Exactamente, señor, lo que voy a decirle es raro. Pero le ruego que considere que no estoy loco, precisamente por esto, yo mismo reconozco lo inusual de mi confidencia.

—Y bien, señor, adelante.

—No señor, no estoy loco, pero tengo ese aspecto propio de los hombres que han reflexionado más que otros y que han franqueado un poco, bien poco, las barreras del pensamiento medio. Piense pues, señor, que nadie piensa en nada en este mundo. Cada uno se ocupa de sus asuntos, de su fortuna, de sus placeres, de su vida, en una palabra, o de pequeñas tonterías divertidas como el teatro, la pintura, la música o la política, la más grande de las necedades, o de cuestiones industriales. ¿Quién piensa? ¿Quién? ¡Nadie! ¡Oh! ¡Me acelero demasiado! Perdón. Vuelvo a mi asunto.


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El Huérfano

Guy de Maupassant


Cuento


La señorita Source había adoptado a aquel muchacho en otros tiempos, en circunstancias muy tristes. Tenía entonces treinta y seis años y su deformidad (se había caído desde las rodillas de su aya a la chimenea, cuando era muy pequeña y su cara, completamente quemada, se le había quedado horrible de ver), su deformidad la había decidido a no casarse, pues no quería que nadie la desposara por su dinero.

Una vecina, que había enviudado estando embarazada, murió en el parto sin dejar ni un céntimo. La señorita Source recogió al recién nacido, le puso una nodriza, lo crió, lo envió a un internado, luego lo retomó a la edad de catorce años, con el fin de tener en su casa vacía a alguien que la quisiera, que la cuidara, que le hiciera dulce la vejez.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Legado

Guy de Maupassant


Cuento


El señor y la señora Serbois estaban acabando de almorzar, con aspecto taciturno, uno enfrente del otro.

La señora Serbois, una rubia bajita de piel rosada, ojos azules, gestos tiernos, comía lentamente sin levantar la cabeza, como si un pensamiento triste y persistente la hubiera alcanzado.

Serbois, alto, fuerte, con patillas, aspecto de ministro o de hombre de negocios, parecía nervioso y preocupado.

Al fin, profirió como hablando consigo mismo:

—¡Verdaderamente es muy asombroso!

Su mujer preguntó:

—¿Qué, querido?

—Que Vaudrec no nos haya dejado nada.

La señora Serbois enrojeció; enrojeció bruscamente como si un velo rosa se hubiera extendido de repente sobre su piel subiendo desde la garganta al rostro, y dijo:

—Tal vez haya un testamento en la notaría. Aún no sabemos nada.

Y ella parecía en verdad saber.

Serbois reflexionó:

—Sí, es posible, ya que en definitiva ese muchacho era nuestro mejor amigo. No abandonaba la casa, cenaba aquí cada dos días; sé perfectamente que te hacía muchos regalos y que esta era una manera como otra de pagar nuestra hospitalidad, pero es verdad que, cuando se tienen amigos como nosotros, se piensa en ellos a la hora del testamento. Es bien cierto que si yo me hubiera sentido enfermo hubiera hecho algo por él, aunque tú seas mi heredera natural.

La señora Serbois bajó los ojos. Y mientras su marido estaba trinchando un pollo, ella se sonó, como uno hace cuando llora.

Él continuó:

—En fin, es posible que haya un testamento en el notario y un pequeño legado para nosotros. No esperaría gran cosa; un recuerdo, nada más que un recuerdo, un pensamiento, para probarme únicamente que nos tenía aprecio.

Entonces su mujer pronunció con voz temblorosa:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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