Textos más populares esta semana publicados por Edu Robsy no disponibles publicados el 20 de octubre de 2016 | pág. 2

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editor: Edu Robsy textos no disponibles fecha: 20-10-2016


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Antonia

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Íbamos a menudo a casa de la Duthé: allí hablábamos
de moral y otras veces hacíamos cosas peores.
—El Príncipe de Ligne

Antonia vertió agua helada en un vaso y puso en él su ramo de violetas de Parma:

—¡Adiós a las botellas de vino de España! —dijo.

E, inclinándose hacia un candelabro, encendió, sonriendo, un papelito liado con una pizca de phëresli; este movimiento hizo brillar sus cabellos, negros como el carbón.

Toda la noche habíamos estado bebiendo jerez. Por la ventana, abierta sobre los jardines de la villa, oíamos el rumor de las hojas.

Nuestros bigotes estaban perfumados con sándalo, y, también, Antonia nos dejaba coger las rosas rojas de sus labios con un encanto a la vez tan sincero que no despertaba ningún tipo de celos. Alegre, se contemplaba luego en los espejos de la sala; cuando se volvía hacia nosotros, con aires de Cleopatra, era para verse en nuestros ojos.

En su joven seno había un medallón de oro mate, con sus iniciales en pedrería, sujeto con una cinta de terciopelo negro.

—¿Símbolo de luto? Ya no lo amas.

Y como la abrazaran, ella dijo:

—¡Vean!

Separó con sus finas uñas el cierre de la misteriosa joya: el medallón se abrió. Allí dormía una sombría flor de amor, un pensamiento, artísticamente trenzado con cabellos negros.

—¡Antonia!… según esto, ¿tu amante debe ser algún joven salvaje encadenado por tus malicias?

—¡Un cándido no daría, tan ingenuamente, semejantes muestras de ternura!

—¡No está bien mostrarlo en momentos de placer!

Antonia estalló en una carcajada tan primorosa, tan gozosa, que tuvo que beber, precipitadamente, entre sus violetas, para no ahogarse.

—¿No es necesario tener cabellos en un medallón?… ¿cómo testimonio?… —dijo ella.

—¡Naturalmente! ¡Sin duda!


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Crates: Cínico

Marcel Schwob


Cuento


Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y además conoció a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y le dejó doscientos talentos. Un día en que fue a ver una tragedia de Eurípides se sintió inspirado ante la aparición de Telefo, rey de Misia, vestido de harapos y con una cesta en la mano.

Se levantó en medio del teatro y en voz alta anunció que distribuiría los doscientos talentos de su herencia a quien los quisiera, y que en adelante le bastarían las ropas de Telefo. Los tebanos se echaron a reír y se agolparon frente a su casa. Sin embargo, Crates se reía más que ellos. Arrojó su dinero y sus muebles por las ventanas, tomó un manto de tela, unas alforjas y se fue. Llegó a Atenas y anduvo al azar por las calles, y a ratos descansaba apoyado en las murallas, entre los excrementos. Practicó todo lo que aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo. Crates opinaba que el hombre no es un caracol ni un paguro. Se quedó completamente desnudo entre las basuras y recogía cortezas de pan, aceitunas podridas y espinas de pescado para llenar sus alforjas. Decía que sus alforjas eran una ciudad vasta y opulenta donde no había parásitos ni cortesanas, y que producía en cantidades suficientes, tomillo, ajo, higos y pan, que satisfacían a su rey. Así Crates llevaba su patria a cuestas, que lo alimentaba.

No se inmiscuía en los asuntos públicos, ni siquiera para burlarse, y tampoco le daba por insultar a los reyes.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Catalina

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Mi deliciosa y solitaria villa, situada a orillas del Marne, con su cercado y su fresco jardín, tan umbrosa en verano, tan cálida en invierno; mis libros de metafísica alemana; mi piano de ébano de sonidos puros; mi bata de flores apagadas, mis confortables zapatillas; mi apacible lámpara de estudio, y toda esta existencia de profundas meditaciones, tan gratas a mi gusto por el recogimiento. Una hermosa tarde de verano decidí sacudirme el encanto de todas estas cosas tomándome unas semanas de exilio.

Así fue. Para relajar el espíritu de aquellas abstractas meditaciones, a las que por demasiado tiempo —me parecía— había consagrado toda mi juvenil energía, acababa de concebir el proyecto de realizar algún viaje divertido, en el que las únicas contingencias del mundo fenomenal distraerían, por su frivolidad misma, el ansioso estado de mi entendimiento en lo que concierne a las cuestiones que, hasta entonces, lo habían preocupado. Quería… no pensar más, dejar descansar la mente, soñar con los ojos abiertos como un tipo convencional. Semejante viaje de recreo no podía —así lo creí— sino ser útil a mi querida salud, pues la realidad es que yo me estaba debilitando sobre aquellos temibles libros. En resumen, esperaba que semejante distracción me devolvería al perfecto equilibrio de mí mismo y, al regreso, apreciaría sin dudar las nuevas fuerzas que esta tregua intelectual me procuraría.

Queriendo evitar en aquel viaje cualquier ocasión de pensar o de encontrarme con pensadores, no hallaba sobre la superficie del globo —salvo países completamente rudimentarios—, no hallaba sino un único país cuyo suelo imaginativo, artístico y oriental no hubiera dado nunca metafísicos a la Humanidad. Con estos datos reconocemos, ¿no es cierto?, la Península Ibérica.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Cuento de Final de Verano

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


En provincias, a la caída del crepúsculo sobre las pequeñas ciudades —hacia las seis de la tarde, por ejemplo, al acercarse el otoño— se diría que los ciudadanos buscan lo mejor que pueden aislarse de la inminente gravedad de la noche: cada cual entra en su concha al presentir todo aquel peligro de estrellas que podría inducir a «pensar». En consecuencia, el singular silencio que se produce entonces parece emanar, en parte, de la atonía acompasada de las figuras sobre los umbrales. Es la hora en que el crujido molesto de las carretas va apagándose por los caminos. Entonces, en los paseos —«clases de Buenas Maneras»— suena, más nítidamente por los aires, sobre el aislamiento de los tresbolillos, el estremecimiento triste de las altas frondosidades. A lo largo de las calles, entre sombras, se intercambian saludos rápidos, como si el regreso a sus anodinos hogares compensara de los pesados momentos (¡tan vanamente lucrativos!) de la jornada vivida. Y, de los reflejos deslucidos del atardecer sobre las piedras y los cristales; de la impresión nula y melancólica de la que el espacio está imbuido, se desprende una tan incómoda sensación de vacío, que uno se creería entre difuntos.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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