Textos más populares este mes publicados por Edu Robsy no disponibles publicados el 25 de junio de 2016 | pág. 2

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editor: Edu Robsy textos no disponibles fecha: 25-06-2016


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Amadeus Knödlseder, el Incorregible Buitre de los Alpes

Gustav Meyrink


Cuento


—¡Knödlseder, hazte a un lado! —ordenó Andreas Humplmeier, el águila real, apoderándose bruscamente del trozo de carne que la mano dadivosa del guardián había arrojado a través de las rejas.

—Porquería de animal, ojalá se muera —protestaba indignadísimo el anciano buitre de los Alpes, que en los largos años de encierro se había vuelto terriblemente corto de vista y no podía soportar que se aprovecharan de una manera tan irrespetuosa de su inferioridad; voló hacia una de las barras y desde ahí escupió finalmente con la esperanza de dar en su adversario.

Pero Humplmeier no se turbó en absoluto; con la cabeza metida en un rincón devoró impasible la carne recién hurtada limitándose tan solo a levantar despectivamente las plumas de su cola mientras se mofaba:

—¡No te pongas belicoso, que te doy una cachetada!

¡Y esta ya era la tercera vez que Amadeo Knödlseder se quedaba sin cenar!

—¡Esto no puede seguir así —rezongaba cerrando los ojos para no tener que ver la sonrisa desvergonzada que le dirigía el marabú de la jaula vecina y que quietecito en su rincón aparentaba estar "dando gracias a Dios", una actividad a la que su condición de pájaro sagrado parecía obligarlo sin darle casi ningún descanso—, esto no puede seguir así!

Knödlseder dejó que los acontecimientos de las últimas semanas volvieran a sucederse en su memoria: tenía que reconocer que al principio la conducta indudablemente original del águila real le había causado cierta gracia; especialmente en aquella oportunidad en que a la jaula vecina habían traído dos pajarracos delgadísimos —zancudos igual que las cigüeñas— y tremendamente petulantes; cuando hicieron su entrada, el águila exclamó:

—¡Epa, epa, qué es esto! ¿Qué clase de alimañas son?

—Somos grullas vírgenes —fue la respuesta.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte Violeta

Gustav Meyrink


Cuento


El tibetano calló.

Su desmedrada figura permaneció todavía algún tiempo de pie, erguida e inmóvil, y luego desapareció en la jungla.

Sir Roger Thornton miraba fijamente la hoguera. Si no fuera un penitente, un sannyasin, aquel tibetano que, además, iba en peregrinación a Benarés, no hubiera creído ni una sola de sus palabras. Pero un sannyasin no miente ni puede ser engañado. ¡Y luego aquellas contradicciones pérfidas y crueles en el rostro del asiático! ¿O sería que se dejó engañar por el resplandor de la hoguera que tan extrañamente se reflejaba en los ojos mongoles?

Los tibetanos odian a los europeos y guardan celosamente sus mágicos secretos, con los que esperan aniquilar un día a los orgullosos extranjeros cuando llegue la hora. Sea como fuere, Sir Roger Thornton desea comprobar con sus propios ojos si, efectivamente, existen fuerzas ocultas en ese pueblo extraño. Pero necesita compañeros, hombres valerosos cuya voluntad no se quiebre ante los horrores de un mundo diferente. El inglés pasa revista a sus compañeros... Aquel afgano sería el único entre los asiáticos para ser tomado en cuenta. Es intrépido como una fiera, pero supersticioso. Así pues, solo queda su criado europeo.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Nariz

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


No hay nadie, en todo Ike—no—wo, que no conozca la nariz de Zenchi Naigu. Medirá unos 16 centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más abajo del mentón. Es de grosor parejo desde el comienzo al fin; en una palabra, una cosa larga, con aspecto de embutido, que le cae desde el centro de la cara.

Naigu tiene más de 50 años, y desde sus tiempos de novicio, y aun encontrándose al frente de los seminarios de la corte, ha vivido constantemente preocupado por su nariz. Por cierto que simula la mayor indiferencia, no ya porque su condición de sacerdote "que aspira a la salvación en la Tierra Pura del Oeste" le impida abstraerse en tales problemas, sino más bien porque le disgusta que los demás piensen que a él le preocupa. Naigu teme la aparición de la palabra nariz en las conversaciones cotidianas.

Existen dos razones para que a Naigu le moleste su nariz. La primera de ellas: la gran incomodidad que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca comer solo, pues la nariz se le hundía en las comidas. Entonces Naigu hacía sentar mesa por medio a un discípulo, a quien le ordenaba sostener la nariz con una tablilla de unos cuatro centímetros de ancho y sesenta y seis centímetros de largo mientras duraba la comida. Pero comer en esas condiciones no era tarea fácil ni para el uno ni para el otro. Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a ese discípulo estornudó, y al perder el pulso, la nariz que sostenía se precipitó dentro de la sopa de arroz; la noticia se propaló hasta llegar a Kyoto. Pero no eran esas pequeñeces la verdadera causa del pesar de Naigu. Le mortificaba sentirse herido en su orgullo a causa de la nariz.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Kappa

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


Extrañamente, experimentaba simpatía por Gael, presidente de una compañía de vidrio. Gael era uno de los más grandes capitalistas del país. Probablemente, ningún otro kappa tenía un vientre tan enorme como el suyo. ¡Y cuán feliz se le ve cuando está sentado en un sofá y tiene a su lado a su mujer que se asemeja a una litchi y a sus hijos similares a pepinos! A menudo fui a cenar a la casa de Gael acompañando al juez Pep y al médico Chack; además, con su carta de presentación visité fábricas con las cuales él o sus amigos estaban relacionados de una manera u otra. Una de las que más me interesó fue la fábrica de libros. Me acompañó un joven ingeniero que me mostró máquinas gigantescas que se movían accionadas por energía hidroeléctrica; me impresionó profundamente el enorme progreso que habían realizado los kappas en el campo de la industria mecánica.

Según el ingeniero, la producción anual de esa fábrica ascendía a siete millones de ejemplares. Pero lo que me impresionó no fue la cantidad de libros que imprimían, sino la casi absoluta prescindencia de mano de obra. Para imprimir un libro es suficiente poner papel, tinta y unos polvos grises en una abertura en forma de embudo de la máquina. Una vez que esos materiales se han colocado en ella, en menos de cinco minutos empieza a salir una gran cantidad de libros de todos tamaños, cuartos, octavos, etc. Mirando cómo salían los libros en torrente, le pregunté al ingeniero qué era el polvo gris que se empleaba. Éste, de pie y con aire de importancia frente a las máquinas que relucían con negro brillo, contestó indiferentemente:

—¿Este polvo? Es de sesos de asno. Se secan los sesos y se los convierte en polvo. El precio actual es de dos a tres centavos la tonelada.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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