Es ésta una historia de las dunas de Jutlandia, pero no comienza allí, no,
sino muy lejos de ellas, mucho más al Sur; en España. El mar es un gran camino
para ir de un país a otro. Trasládate, pues, con la imaginación, a España. Es
una tierra espléndida, inundada de sol; el aire es tibio y del suelo brotan las
flores del granado, rojas como fuego, entre los oscuros laureles. De las
montañas desciende una brisa refrescante a los naranjales y a los magníficos
patios árabes, con sus doradas cúpulas y sus pintadas paredes. Los niños
recorren en procesión las calles, con cirios y ondeantes banderas, y sobre sus
cabezas se extiende, alto y claro, el cielo cuajado de estrellas rutilantes.
Suenan cantos y castañuelas, los mozos y las muchachas se balancean bailando
bajo las acacias en flor, mientras el mendigo, sentado sobre el bloque de mármol
tallado, calma su sed sorbiendo una jugosa sandía y se pasa la vida soñando.
Todo es como un hermoso sueño. ¡Ay; quién pudiera abandonarse a él! Pues eso
hacían dos jóvenes recién casados, a los que la suerte había colmado con todos
sus dones: salud, alegría, riquezas y honores.
—¿Quién ha sido nunca más feliz que nosotros? —decían desde el fondo del
corazón. Sólo un último peldaño les faltaba para alcanzar la cumbre de la dicha:
que Dios les diese un hijo, parecido a ellos en cuerpo y alma.
¡Con qué júbilo lo habrían recibido! ¡Con qué amor lo cuidarían! Para él
sería toda la felicidad que pueden dar el dinero y la distinción.
Pasaban para ellos los días como una fiesta continua.
—La vida es, de suyo, un don inestimable de la gracia divina —decía la
esposa—; y esta bienaventuranza, el hombre la quiere mayor todavía en una
existencia futura, y que dure toda la eternidad. No llego a comprender este
pensamiento.
Leer / Descargar texto 'Una Historia de las Dunas'