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etiqueta: Cuento infantil fecha: 26-06-2016


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El Caracol y el Rosal

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Alrededor del jardín había un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendían los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardín crecía un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivía un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sí mismo.

—¡Paciencia! —decía el caracol—. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas.

—Esperamos mucho de ti —dijo el rosal—. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?

—Me tomo mi tiempo —dijo el caracol—; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas.

Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.

—Nada ha cambiado —dijo—. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.

Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.

Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Desde una Ventana de Vartou

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Junto a la verde muralla que se extiende alrededor de Copenhague, se levanta una gran casa roja con muchas ventanas, en las que crecen balsaminas y árboles de ámbar. El exterior es de aspecto mísero, y en ella viven gentes pobres y viejas. Es Vartou.

Mira: En el antepecho de una de las ventanas se apoya una anciana solterona, entretenida en arrancar las hojas secas de la balsamina y mirando la verde muralla, donde saltan y corren unos alegres chiquillos. ¿En qué debe estar pensando? Un drama de su vida se proyecta ante su mente.

Los pobres pequeñuelos, ¡qué felices juegan! ¡Qué mejillas más sonrosadas y qué ojos tan brillantes! Pero no llevan medias ni zapatos; están bailando sobre la muralla verde. Según cuenta la leyenda, hace pocos años la tierra se hundía allí constantemente, y en una ocasión un inocente niño cayó con sus flores y juguetes en la abierta tumba, que se cerró mientras el pequeñuelo jugaba y comía. Allí se alzaba la muralla, que no tardó en cubrirse de un césped espléndido. Los niños ignoran la leyenda; de otro modo, oirían llorar al que se halla bajo la tierra, y el rocío de la hierba se les figuraría lágrimas ardientes. Tampoco saben la historia de aquel rey de Dinamarca que allí plantó cara al invasor y juró ante sus temblorosos cortesanos que se mantendría firme junto a los habitantes de su ciudad y moriría en su nido. Ni saben de los hombres que lucharon allí, ni de las mujeres que vertieron agua hirviendo sobre los enemigos que, vestidos de blanco para confundirse con la nieve, trepaban por el lado exterior del muro.

Los pobres chiquillos seguían jugando alegremente.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cada Cosa en su Sitio

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hace de esto más de cien años.

Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecían cañaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las cañas.

Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalían junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niña, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente límpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno galope, blandiendo el látigo, por puro capricho dio con él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribó.

—¡Cada cosa en su sitio! —exclamó—. ¡El tuyo es el estercolero! —y soltó una carcajada, pues el chiste le pareció gracioso, y los demás le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canción:

«¡Borrachas llegan las ricas aves!».

Dios sabe lo rico que era.

La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los señores y la jauría hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del cañaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Libro de Estampas del Padrino

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


El padrino sabía contar historias, muchas y muy largas. Y sabía también recortar estampas y dibujar figuras. Cuando se acercaban las Navidades cogía un cuaderno de hojas blancas y limpias, y en ellas pegaba ilustraciones, recortadas de libros y periódicos; si no bastaban para su propósito, las dibujaba con su propia mano. De niño yo fui obsequiado con muchos de aquellos libros de estampas, pero el más hermoso de todos fue uno acerca del «Año memorable en que el gas sustituyó en Copenhague a los viejos faroles de aceite de pescado», título que figuraba en primera página.

—Hay que guardar muy bien este libro —me dijeron mis padres—; sólo lo sacaremos en ocasiones solemnes —. El padre había anotado en la tapa:

Si rompes el libro, no será un gran delito.

Peor habrá obrado más de un amiguito.

Lo mejor era cuando el padrino, sacando el cuaderno, leía en alta voz los versos y demás cosas escritas en él, y luego se ponía a contar. ¡Entonces sí que la historia se volvía una verdadera historia!

En la primera página había una estampa recortada del «Correo Volante», donde aparecía Copenhague con la Torre Redonda y la iglesia de Nuestra Señora. A la izquierda había pegado un dibujo que representaba una vieja linterna, con el letrero «Aceite», y a la derecha estaba un candelabro, con la palabra «Gas».


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Dos Pisones

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


¿Has visto alguna vez un pisón? Me refiero a esta herramienta que sirve para apisonar el pavimento de las calles. Es de madera todo él, ancho por debajo y reforzado con aros de hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo atraviesa, y que son los brazos.

En el cobertizo de las herramientas había dos pisonas, junto con palas, cubos y carretillas; había llegado a sus oídos el rumor de que las «pisonas» no se llamarían en adelante así, sino «apisonadoras», vocablo que, en la jerga de los picapedreros, es el término más nuevo y apropiado para, designar lo que antaño llamaban pisonas.

Ahora bien; entre nosotros, los seres humanos, hay lo que llamamos «mujeres emancipadas», entre las cuales se cuentan directoras de colegios, comadronas, bailarinas — que por su profesión pueden sostenerse sobre una pierna —, modistas y enfermeras; y a esta categoría de «emancipadas» se sumaron también las dos «pisonas» del cobertizo; la Administración de obras públicas las llamaba «pisonas», y en modo alguno se avenían a renunciar a su antiguo nombre y cambiarlo por el de «apisonadoras».

—Pisón es un nombre de persona —decían—, mientras que «apisonadora» lo es de cosa, y no toleraremos que nos traten como una simple cosa; ¡esto es ofendernos!

—Mi prometido está dispuesto a romper el compromiso —añadió la más joven, que tenía por novio a un martinete, una especie de máquina para clavar estacas en el suelo, o sea, que hace en forma tosca lo que la pisona en forma delicada—. Me quiere como pisona, pero no como apisonadora, por lo que en modo alguno puedo permitir que me cambien el nombre.

—¡Ni yo! —dijo la mayor—. Antes dejaré que me corten los brazos.

La carretilla, sin embargo, sustentaba otra opinión; y no se crea de ella que fuera un don nadie; se consideraba como una cuarta parte de coche, pues corría sobre una rueda.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Dentro de Mil Años

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Sí, dentro de mil años la gente cruzará el océano, volando por los aires, en alas del vapor. Los jóvenes colonizadores de América acudirán a visitar la vieja Europa. Vendrán a ver nuestros monumentos y nuestras decaídas ciudades, del mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaídas magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil años, vendrán ellos.

El Támesis, el Danubio, el Rin, seguirán fluyendo aún; el Montblanc continuará enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarán sus brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generación tras otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentáneas grandezas han caído en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el túmulo donde el rico harinero, en cuya propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar desde allí el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies.

—¡A Europa! —exclamarán las jóvenes generaciones americanas—. ¡A la tierra de nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasías! ¡A Europa!

Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesía es más rápida que por el mar; el cable electromagnético que descansa en el fondo del océano ha telegrafiado ya dando cuenta del número de los que forman la caravana aérea. Ya se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavía; han avisado que no se les despierte hasta que estén sobre Inglaterra. Allí pisarán el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres de letras; en la tierra de la política y de las máquinas, como la llaman otros. La visita durará un día: es el tiempo que la apresurada generación concede a la gran Inglaterra y a Escocia.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Colás el Chico y Colás el Grande

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Vivían en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: Colás.

Pero uno tenía cuatro caballos y el otro solamente uno. Para distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los cuatro caballos y Colás el Chico al otro, dueño de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera.

Durante toda la semana, Colás el Chico tenía que arar para el Grande, y prestarle su único caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo.

¡Había que ver a Colás el Chico haciendo restallar el látigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un día. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veía a Colás el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran así, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: «¡Oho! ¡Mis caballos!»

—No debes decir esto —lo reprendió Colás el Grande—. Sólo uno de los caballos es tuyo.

Pero en cuanto volvía a pasar gente, Colás el Chico, olvidándose de que no debía decirlo, volvía a gritar: «¡Oho! ¡Mis caballos!».

—Te lo advierto por última vez —dijo Colás el Grande—. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás ganado.

—Te prometo que no volveré a decirlo —respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el látigo, exclamando: «¡Oho! ¡Mis caballos!».

—¡Ya te daré yo tus caballos! —gritó el otro, y agarrando un mazo le dio en la cabeza al caballo de Colás el Chico, y lo mató.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Chácharas de Niños

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.

Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien.

—¡Soy camarera del Rey! —decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse.

—Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» —prosiguió—, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡—sen, —sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Libro Mudo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saúco florido, había un féretro abierto, con un cadáver que debía recibir sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecía cubierto por un paño blanco. Bajo la cabeza tenía un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una había, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. Debía ser enterrado con él, pues así lo había dispuesto su dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida.

¿Quién es el muerto? —preguntamos, y nos respondieron:

—Aquel viejo estudiante de Uppsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesías, según decían. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres, pero entonces se volvía salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habían conseguido volverlo a casa y lo persuadían de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el día entero mirándolas, y a veces las lágrimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría entonces. Pero había rogado que depositaran el libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de poco rato clavarían la tapa, y descansaría apaciblemente en la tumba.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Gollete de la Botella

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En una tortuosa callejuela, entre varias míseras casuchas, se alzaba una de paredes entramadas, alta y desvencijada. Vivían en ella gente muy pobre; y lo más mísero de todo era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una vieja jaula abollada que ni siquiera tenía bebedero; en su lugar había un gollete de botella puesto del revés, tapado por debajo con un tapón de corcho y lleno de agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de adornar con prímulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia.

«¡Ay, bien puedes tú cantar! —exclamó el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo decimos nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensó a su manera, como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros—. Sí, tú puedes cantar, pues no te falta ningún miembro. Si tú supieras, como yo lo sé, lo que significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme más que cuello y boca, y aun ésta con un tapón metido dentro... Seguro que no cantarías. Pero vale más así, que siquiera tú puedas alegrarte. Yo no tengo ningún motivo para cantar, aparte que no sé hacerlo; antes sí sabía, cuando era una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapón. Era entonces una verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivía en el bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija... Me acuerdo como si fuese ayer. ¡La de aventuras que he pasado, y que podría contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahí me tienes ahora en esta jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustaría oír mi historia, aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedo».


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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