Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento infantil | pág. 9

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etiqueta: Cuento infantil


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El Gato y la Zorra

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Érase un campesino que tenía un gato tan travieso, que su dueño, perdiendo al fin la paciencia, lo cogió un día, lo metió en un saco y lo llevó al bosque, dejándolo allí abandonado.

El Gato, viéndose solo, salió del saco y se puso a errar por el bosque hasta que llegó a la cabaña de un guarda. Se subió a la guardilla y se estableció allí. Cuando tenía ganas de comer cazaba pájaros y ratones, y después de haber satisfecho el hambre volvía a su guardilla y se dormía tranquilamente. Estaba contentísimo de su suerte.

Un día se fue a pasear por el bosque y tropezó con una Zorra. Ésta, al ver al Gato, se asombró mucho, pensando: «Tantos años como llevo viviendo en este bosque y nunca he visto un animal como éste.»

Le hizo una reverencia, preguntándole:

—Dime, joven valeroso, ¿quién eres? ¿Cómo has venido aquí? ¿Cómo te llamas?

El Gato, erizando el pelo, contestó:

—Me han mandado de los bosques de Siberia para ejercer el cargo de burgomaestre de este bosque; me llamo Kotofei Ivanovich.

—¡Oh Kotofei Ivanovich! —dijo la Zorra—. No había oído ni siquiera hablar de tu persona, pero ven a hacerme una visita.

El Gato se fue con la Zorra, y llegados a la cueva de ésta, ella lo convidó con toda clase de caza, y entretanto le preguntaba detalles de su vida.

—Dime, Kotofei Ivanovich, ¿estás casado o eres soltero?

—Soy soltero —dijo el Gato.

—Yo también soy soltera. ¿Quieres casarte conmigo?

El Gato consintió y en seguida celebraron la boda con un gran festín.

Al día siguiente se marchó la zorra de caza para procurarse más provisiones, poderlas almacenar y poder pasar el invierno, sin preocupaciones, con su joven esposo. El Gato se quedó en casa.

La Zorra, mientras cazaba, se encontró con el Lobo, que empezó a hacerle la corte.

—¿Dónde has estado metida, amiguita? Te he buscado por todas partes y en todas las cuevas sin poder encontrarte.


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3 págs. / 6 minutos / 96 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Gorrioncito

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Un matrimonio viejo que no tenía hijos rezaba a Dios todos los días para merecer la misericordia divina; pero Dios, sordo, al parecer, a las súplicas, no le concedía la gracia de tener un niño.

Un día se fue el marido al bosque para recoger setas y encontró a un viejecito que le dijo:

—Yo sé cuál es la pena que escondes en tu corazón y cuán grande es tu deseo de tener hijos. Óyeme bien: ve al pueblo, pide en cada casa un huevo; luego coge una gallina, hazla sentar sobre ellos para que los empolle y ya verás lo que sucede.

El anciano volvió al pueblo, que tenía cuarenta y una casas; en cada una de ellas entró y pidió un huevo, y luego, volviendo a la suya, cogió una gallina y la hizo empollar los cuarenta y un huevos.

Pasaron dos semanas; los ancianos fueron al gallinero, y cuál sería su asombro al ver que de los huevos nacieron cuarenta niños fuertes y robustos y uno pequeño y débil.

El padre le puso a cada uno un nombre; pero al llegar al último, ya no se le ocurría qué nombre ponerle. Entonces, atendiendo a que era el pequeño, dijo:

—Como no tengo nombre para ti, te llamaré Gorrioncito.

Los niños crecieron con tal rapidez, que algunos días después de nacer pudieron ya trabajar y ayudar a sus padres. Eran unos muchachos guapísimos y trabajadores; cuarenta de ellos labraban el campo y Gorrioncito hacía los trabajos de casa.

Llegó la temporada de siega, y los hermanos se fueron a guadañar y hacer haces de heno. Pasaron una semana en las praderas y luego volvieron a casa, cenaron y se acostaron. El anciano los contempló y dijo gruñendo:

—¡Oh juventud indolente! Comen mucho, duermen aún más y estoy seguro de que no han trabajado nada.

—Padre, antes de juzgar, ve a ver —dijo Gorrioncito.

El anciano se vistió, fue a las praderas y vio con satisfacción que estaban ya listos cuarenta grandes haces de heno.


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4 págs. / 7 minutos / 88 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Fomá Berénnikov

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Érase una anciana que vivía con su hijo Fomá Berénnikov. Un día el hijo se fue a labrar al campo; su caballo era un rocín flaco y débil, y el pobre Fomá, desesperando de hacerle trabajar, se sentó en una piedra.

Las moscas zumbaban volando sobre un montón de basura, y Fomá, cogiendo una rama seca, les pegó y se puso a contar cuántas había matado. Contó hasta quinientas, y aun había muchas más, que no pudo contar porque se cansó. Luego acercose a su rocín y vio hasta una docena de tábanos que lo picaban; los mató también, y volviendo a su casa pidió a su madre la bendición, diciéndole:

—He matado tal cantidad de enemigos, que ni siquiera se pueden contar, y entre ellos había doce guerreros valientes; déjame, madre mía, ir a realizar hazañas dignas de un hombre valeroso, pues no conviene a un hombre como yo seguir labrando la tierra: quédese eso para un campesino y no para un héroe.

La madre le dio la bendición y lo dejó ir a realizar sus valerosas proezas.

Fomá Berénnikov se colgó sobre los hombros una alforja, se sujetó a la faja una vieja hoz y se dirigió por un camino desconocido hasta llegar a un sitio donde estaba clavado un poste en el suelo.

Buscó en sus bolsillos, sacó un pedazo de yeso y escribió en el poste:

«Pasó por aquí el valiente Fomá Berénnikov, que de un golpe mató una multitud de enemigos, y entre ellos doce guerreros valerosos.»

Una vez escrito esto, siguió su camino. Poco rato después pasó por el mismo sitio Ilia Murometz; se acercó al poste, leyó la inscripción y dijo:

—¡Cómo se echa de ver en este letrero la naturaleza y el carácter de un hombre valeroso! ¡No gasta ni oro ni plata; sólo usa yeso!

Y escribió en el poste con un pedazo de plata:

«Tras Fomá Berénnikov pasó por aquí el valiente Ilia Murometz.»

Siguió por el camino, y alcanzando a Fomá Berénnikov, le preguntó respetuosamente:


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4 págs. / 7 minutos / 74 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Guerra de los Yacarés

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían peces, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo peces. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.

Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó oídos, y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.

—¡Despiértate! —le dijo—. Hay peligro.

—¿Qué cosa? —respondió el otro, alarmado.

—No sé —contestó el yacaré que se había despertado primero—. Siento un ruido desconocido.

El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.

Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas—chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.

Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?

Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quién no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:

—¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae para atrás.

Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:

—¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!

Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.


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Dominio público
9 págs. / 17 minutos / 2.256 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Acertijo

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Cuentan que un día muy, muy lejano, un príncipe decidió recorrer mundo. Avisó a su criado y ambos se pusieron en camino. Tras mucho cabalgar, llegaron a un profundo bosque del que no podían salir. Mientras daban vueltas y vueltas, buscando un camino adecuado, se hizo de noche, y decidieron buscar un refugio donde pasar la noche. Al fin vieron a lo lejos la luz de una cabaña, a la que se acercaron pidiendo cobijo.

— Mi madre no está,— dijo la linda muchacha que les abrió la puerta —. Pero no creo que queráis quedaros aquí, porque es una bruja. Sin embargo el príncipe, que no conocía el miedo, y ante la perspectiva de pasar la noche al raso, decidió dormir allí. Cuando llegó la terrible bruja y sirvió la cena, la hija previno al príncipe y su criado de que no comieran nada, pues estaba envenenado.

Gracias a la advertencia de la hija de la bruja, consiguieron sobrevivir a la noche. A la mañana siguiente, muy temprano, el príncipe, temiendo nuevos ataques de la bruja, decidió partir. Y cuánta razón tenía. La bruja se acercó al criado, que todavía estaba ensillando a su caballo y tendiéndole una pequeña vasija, le dijo: — ¡Llévale al príncipe este buen vino! Es seguro que le ha de gustar.

Pero el caballo del criado, asustado por la vieja, se encabritó, rompiendo la vasija. Y resultó contenía un veneno tan potente, que el caballo murió al tocarle. El criado huyó despavorido, pero enseguida se detuvo y volvió sobre sus pasos para recoger la silla de montar. Al llegar al lugar del suceso, vio a un cuervo comiendo la carne del animal, y pensando que podría ser su cena, lo mató y lo guardó en su morral.


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2 págs. / 4 minutos / 802 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Piel de Asno

Charles Perrault


Cuento infantil


Érase una vez un rey tan famoso, tan amado por su pueblo, tan respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa; y estos felices esposos vivían en la más perfecta unión. De su casto himeneo había nacido una hija dotada de encantos y virtudes tales que no se lamentaban de tan corta descendencia.

La magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio. Los ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar especial y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos escudos y luises de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.

Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están mezclados con algunos males el cielo permitió que la reina fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio.

La desolación fue general. El rey, sensible y enamorado, a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio, hacia encendidos votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 658 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2020 por Edu Robsy.

El Perro del Ciego

Julia de Asensi


Cuento infantil


—¡Las seis de la mañana! Ya es hora de salir: estamos en Junio y hace gran rato que debe de ser de día. ¡Luisa! ¡Luisa! ¿Te has levantado o estás todavía durmiendo?

El que esto decía era un anciano se setenta años, con el cabello blanco, de mediana estatura, que se apoyaba en un palo grueso con una mano, mientras con la otra buscaba la puerta que daba salida a su humilde habitación. El viejo Teodoro era ciego. La persona a quien se dirigía era su nieta, hermosa niña de doce años, que dormía profundamente en el cuarto inmediato al de su abuelo.

Teodoro era un pobre que pedía limosna por el camino que conducía desde el pueblo a la ciudad, y la niña cuidaba la casa, entregándose al mismo tiempo a alguna labor propia de su sexo.

Al escuchar la voz del anciano, Luisa se despertó sobresaltada, se vistió apresuradamente y corrió a buscar a su abuelo, al que abrazó y besó con la mayor ternura.

—Me marcho, hija mía —le dijo—, y hoy te repito como siempre que no abras a nadie la puerta mientras estés sola. Me alejaría mucho más tranquilo si te dejase a Miro.

—¡Bah! se iría a la calle y no lograría V. que me acompañara.

Miro era un gran perro negro que estaba desde que nació en poder de Teodoro.

Apenas se oyó nombrar, acudió presuroso dando saltos de alegría, saludando así a sus queridos amos.

—Puesto que no consientes que Miro esté contigo, me lo llevaré —murmuró el viejo—. Hasta luego, Luisita.

—Hasta luego —repitió la niña.

Teodoro y el perro se alejaron.

Luisa barrió la casa, arregló el cuarto de su abuelo y el suyo, encendió el fuego del hogar, preparó el frugal almuerzo y luego se sentó junto a la ventana y se puso a coser. Transcurrieron tres horas sin que el abuelo volviese, y la niña empezó a estar inquieta.

—Vecina —preguntó a una vieja que pasaba por la calle—, ¿ha visto V. al padre Teodoro?


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 197 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Piojito y la Pulguita

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Un piojito y una pulguita hacían vida en común y cocían su cerveza en una cáscara de huevo. He aquí que el piojito se cayó dentro y murió abrasado. Ante aquella desgracia, la pulguita se puso a llorar a voz en grito. Al oírla, preguntó la puerta de la habitación:

— ¿Por qué lloras, Pulguita?

— Porque Piojito se ha quemado.

Entonces se puso la puerta a rechinar. Y dijo Escobita desde el rincón:

— ¿Por qué rechinas, Puertecita?

— ¿Cómo quieres que no rechine?

«Piojito se ha abrasado,
Pulguita llora».

Y la escobita se puso a barrer desesperadamente. Llegó en esto un carrito y dijo:

— ¿Por qué barres, Escobita?

— ¿Cómo quieres que no barra?:

«Piojito se ha abrasado,
Pulguita llora,
Puertecita rechina».

Entonces exclamó Carrito:

— Pues voy a correr —y echó a correr desesperadamente. Y dijo Estercolillo, por delante del cual pasaba:

— ¿Por qué corres, Carrito?

— ¿Cómo quieres que no corra?:

«Piojito se ha abrasado,
Pulguita llora,
Puertecita rechina,
Escobita barre».

Y dijo entonces Estercolillo:

—Pues yo voy a arder desesperadamente —y se puso a arder en brillante llamarada. Había junto a Estercolillo un arbolillo, que preguntó:

— ¿Por qué ardes, Estercolillo?

— ¿Cómo quieres que no arda?:

«Piojito se ha abrasado,
Pulguita llora,
Puertecita rechina,
Escobita barre,
Carrito corre».

Y dijo Arbolillo:

— Pues yo me sacudiré —y empezó a sacudirse tan vigorosamente, que las hojas le cayeron. Violo una muchachita que acertaba a pasar con su jarrito de agua, y dijo:

— Arbolillo, ¿por qué te sacudes?

— ¿Cómo quieres que no me sacuda?

«Piojito se ha abrasado,
Pulguita llora,
Puertecita rechina,
Escobita barre,
Carrito corre,
Estercolillo arde».


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1 pág. / 2 minutos / 192 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Cinco en una Vaina

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Cinco guisantes estaban encerrados en una vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era verde también, creían que el mundo entero era verde, y tenían toda la razón. Creció la vaina y crecieron los guisantes; para aprovechar mejor el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucía el sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la limpiaba y volvía transparente. El interior era tibio y confortable, había claridad de día y oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los guisantes, en la vaina, iban creciendo y se entregaban a sus reflexiones, pues en algo debían ocuparse.

—¿Nos pasaremos toda la vida metidos aquí? —decían—. ¡Con tal de que no nos endurezcamos a fuerza de encierro! Me da la impresión de que hay más cosas allá fuera; es como un presentimiento.

Y fueron transcurriendo las semanas; los guisantes se volvieron amarillos, y la vaina, también.

—¡El mundo entero se ha vuelto amarillo! —exclamaron; y podían afirmarlo sin reservas.

Un día sintieron un tirón en la vaina; había sido arrancada por las manos de alguien, y, junto con otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una chaqueta.

—Pronto nos abrirán —dijeron los guisantes, afanosos de que llegara el ansiado momento.

—Me gustaría saber quién de nosotros llegará más lejos —dijo el menor de los cinco—. No tardaremos en saberlo.

—Será lo que haya de ser —contestó el mayor.

¡Zas!, estalló la vaina y los cinco guisantes salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una mano infantil; un chiquillo los sujetaba fuertemente, y decía que estaban como hechos a medida para su cerbatana. Y metiendo uno en ella, sopló.

—¡Heme aquí volando por el vasto mundo! ¡Alcánzame, si puedes! —y salió disparado.

—Yo me voy directo al Sol —dijo el segundo—. Es una vaina como Dios manda, y que me irá muy bien.

Y allá se fue.


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3 págs. / 6 minutos / 164 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Siete Cuervos

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Había una vez, hace ya mucho tiempo, un matrimonio que tenía siete hijos y ninguna hija. Esto era siempre motivo de pena para aquellas buenas gentes, porque les hubiera encantado tener una niña. Y con tanto fervor anhelaban su llegada, que por fin un día tuvieron la inmensa alegría de acunar una hijita entre sus brazos. La felicidad del buen matrimonio fue entonces completa, porque además dos siete hemanitos adoraban a la pequeña.

Pero, desdichadamente, la niña no parecía tener muy buena salud. Y a medida que pasaba el tiempo, desmejoraba cada vez más. Hasta que un día se puso tan mal, que los padres no dudaron de que su hijita se moría. Pensaron entonces que había que bautizarla, y para ello era preciso traer agua del pozo.

—tomad vuestros baldes —dijo el padre a los siete niños—, id al pozo, y volved cuanto antes.

Los muchachos obedecieron. Tomaron sus baldes y partieron corriendo. Estaban ansiosos por ayudar a su padre, y en su ansiedad, cada uno quería ser el primero en hundir su balde en el pozo. Se lanzaron atropelladamente sobre el mismo, con tanto aturdimiento y tan mala fortuna, que los baldes escaparon de sus manos y cayeron al fondo del pozo. Los muchachos quedaron desolados. Se miraban uno a otro, sin saber qué hacer ni qué decir.

—¡Dios mío! —exclamó uno de ellos, por fin—. ¿Qué le diremos ahora a papá? No podemos volver a casa sin el agua.

En su desesperación, trataron de sacar los baldes del pozo; pero todo fue en vano. No pudieron lograrlo, y atemorizados al pensar en el enojo con que los recibiría su padre, se quedaron meditando, sentados junto al pozo.

—Si volvemos sin el agua —dijo uno de ellos—, nuestro padre se sentirá tan enojado que nos castigará duramente.

—Es muy cierto —añadió otro—. Y no le faltará razón.

—No debimos ser tan atolondrados... —suspiró un tercero.


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7 págs. / 12 minutos / 144 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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