Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento

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Zurita

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

—¿Cómo se llama V.? —preguntó el catedrático, que usaba anteojos de cristal ahumado y bigotes de medio punto, erizados, de un castaño claro.

Una voz que temblaba como la hoja en el árbol respondió en el fondo del aula, desde el banco más alto, cerca del techo:

—Zurita, para servir a V.

—Ese es el apellido; yo pregunto por el nombre.

Hubo un momento de silencio. La cátedra, que se aburría con los ordinarios preliminares de su tarea, vio un elemento dramático, probablemente cómico, en aquel diálogo que provocaba el profesor con un desconocido que tenía voz de niño llorón.

Zurita tardaba en contestar.

—¿No sabe V. cómo se llama? —gritó el catedrático, buscando al estudiante tímido con aquel par de agujeros negros que tenía en el rostro.

—Aquiles Zurita.

Carcajada general, prolongada con el santo propósito de molestar al paciente y alterar el orden.

—¿Aquiles ha dicho V.?

—Sí… señor —respondió la voz de arriba, con señales de arrepentimiento en el tono.

—¿Es V. el hijo de Peleo? —preguntó muy serio el profesor.

—No, señor —contestó el estudiante cuando se lo permitió la algazara que produjo la gracia del maestro. Y sonriendo, como burlándose de sí mismo, de su nombre y hasta de su señor padre, añadió con rostro de jovialidad lastimosa—: Mi padre era alcarreño.

Nuevo estrépito, carcajadas, gritos, patadas en los bancos, bolitas de papel que buscan, en gracioso giro por el espacio, las narices del hijo de Peleo.


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Dominio público
42 págs. / 1 hora, 13 minutos / 119 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Zínochka

Antón Chéjov


Cuento


El grupo de cazadores pasaba la noche sobre unas brazadas de fresco heno en la isla de un simple mujik. La luna se asomaba por la ventana, en la calle se oían los tristes acordes de un acordeón, el heno despedía un olor empalagoso, un tanto excitante. Los cazadores hablaban de perros, de mujeres, del primer amor, de becadas. Después que hubieron pasado detenida revista a todas las señoras conocidas y que hubieron contado un centenar de anécdotas, el más grueso de ellos, que en la oscuridad parecía un haz de heno y que hablaba con la espesa voz propia de un oficial de Estado Mayor, dejó escapar un sonoro bostezo y dijo:

—Ser amado no tiene gran importancia: para eso han sido creadas las mujeres, para amarnos. Pero díganme: ¿ha sido alguno de ustedes odiado, odiado apasionada, rabiosamente? ¿No han observado alguna vez los entusiasmos del odio?

No hubo respuesta.

—¿Nadie, señores? —siguió la voz de oficial de Estado Mayor—. Pues yo fui odiado por una muchacha muy bonita y pude estudiar en mí mismo los síntomas del primer odio. Del primero, señores, porque aquello era precisamente el polo opuesto del primer amor. Por lo demás, lo que voy a contarles sucedió cuando yo aún no tenía noción alguna ni del amor ni del odio. Entonces tenía ocho años, pero esta circunstancia no hace al caso: lo principal, señores, no fue él, sino ella. Pues bien, presten atención. Una hermosa tarde de verano, poco antes de ponerse el sol, estaba yo con mi institutriz Zínochka, una criatura muy agradable y poética, que acababa de terminar sus estudios, repasando las lecciones. Zínochka miraba distraída a la ventana y decía:

»—Bien. Aspiramos oxígeno. Ahora dígame, Petia: ¿qué exhalamos?

»—Óxido de carbono —contesté yo, mirando a la misma ventana.


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7 págs. / 12 minutos / 84 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Zenana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alejandro Magno es de esos caracteres históricos que se prestan igualmente a severa censura y a hiperbólica alabanza. Atrae en virtud de un contraste vigoroso. Es ya luz, ya tinieblas, pero grande siempre. La complejidad de su alma extraordinaria se explica por antecedentes de familia y de educación. Era hijo de Filipo (que reunía a un valor de león una sensualidad de cerdo) y de Olimpias, reina de arrestos viriles, capaz de ajusticiar a sus enemigos por su propia mano, y de mirar con tan despreciativa majestad a doscientos soldados encargados de asesinarla, que se volvieron sin hacerlo, declarando no poder resistir aquella mirada dominadora y terrible. Era alumno de Aristóteles, cuyo solo nombre lo dice todo, y durante ocho años había bebido de tal fuente la sabiduría, que sirve para templar y engrandecer el ánimo, y la ciencia política, que señala rumbos gloriosos a la ambición. Y en un espíritu donde la levadura de todas las pasiones humanas fermentaba al lado de las nociones de todos los ideales divinos, tenían que surgir, entre impulsos atroces y violentas concupiscencias, bellos rasgos de continencia, piedad y magnanimidad, y hasta poéticos romanticismos, semejantes al que da asunto a este cuento.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 51 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Zazúbrina

Máximo Gorki


Cuento


La ventana redonda de mi celda daba al patio de la prisión. Quedaba muy alta, pero, juntando la mesa a la pared y encaramándome a ella, podía ver desde allí todo lo que pasaba en el patio. Por encima de la ventana, bajo el tejadillo, las palomas habían construido su nido y cada vez que me asomaba al patio oía sus arrullos sobre mi cabeza.

Había tenido tiempo suficiente para familiarizarme con la población de la prisión, y ya sabía que el tipo más jovial de aquella lúgubre compañía se llamaba Zazúbrina.

Era un tipo grueso y achaparrado, con la cara colorada y la frente despejada, bajo la cual siempre brillaban con viveza unos grandes ojos claros.

Llevaba la gorra echada para atrás, encajada en el cogote, y las orejas destacaban cómicamente en su cabeza rapada; nunca se ataba los cordones del cuello de la camisa ni se abotonaba la chaqueta, y hasta el menor movimiento de sus músculos permitía adivinar el alma incapaz de abatirse o de irritarse que habitaba en él.

Siempre risueño, siempre animado y bullanguero, era el ídolo de la cárcel. Continuamente andaba rodeado de una multitud de compañeros anodinos; él los hacía reír y los distraía con toda clase de salidas chuscas, embelleciendo con su genuina alegría la vida insípida y tediosa de la prisión.

Cierto día salió de su celda para dar su paseo, y lo hizo en compañía de tres ratas, hábilmente embridadas por medio de un cordel. Zazúbrina corrió tras ellas alrededor del patio, gritando que iba tirado por una troika; las ratas, aturdidas con sus gritos, se movían de un lado para otro, y los presos que asistían al espectáculo se partían de risa, como unos chiquillos, viendo a aquel gordo con su troika.


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8 págs. / 15 minutos / 78 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Zarpas Negras

Robert E. Howard


Cuento


1

Joel Brill cerró de sopetón el libro que había estado examinando y dio rienda suelta a su desencanto con un lenguaje más apropiado para la cubierta de un barco ballenero que para la biblioteca del exclusivo Corinthian Club. Buckley, que permanecía sentado en un recodo cercano, sonrió con calma. Buckley parecía más un profesor de universidad que un detective, y, si solía deambular con tanta frecuencia por la biblioteca del Corinthian, es posible que no se debiera tanto a su naturaleza erudita como a su deseo de interpretar ese papel.

—Debe de tratarse algo muy inusual lo que te ha sacado de tu madriguera a esta hora del día —señaló—. Es la primera vez que te veo aquí por la tarde. Yo creía que pasabas las tardes recluido en tus aposentos, estudiando mohosos volúmenes en interés de ese museo con el que estás conectado.

—Ordinariamente, así es.

Brill tenía tan poca pinta de científico como Buckley de detective. De complexión robusta, poseía los anchos hombros, la mandíbula y los puños de un boxeador; de cejas bajas, su enmarañado cabello negro contrastaba con sus fríos ojos azules.

—Llevas enfrascado en esos libros desde antes de las seis —afirmó Buckley.

—He estado intentando encontrar algo de información para los directores del museo —repuso Brill—. ¡Mira! —señaló con dedo acusador una pila de gruesos tomos—. Tengo aquí tantos libros que enfermarían hasta a un perro… y ni uno solo de ellos ha sido capaz de decirme la razón de cierto baile ceremonial practicado por cierta tribu de la costa occidental de África.

—La mayoría de los miembros de este lugar han viajado lo suyo —sugirió Buckley—. ¿Por qué no les preguntas?

—Eso pensaba hacer —Brill descolgó el auricular del teléfono.

—Tienes a John Galt… —empezó Buckley.


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21 págs. / 37 minutos / 41 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Zaratustra y el Superhombre

Francisco A. Baldarena


cuento


Después de muchos años en soledad en las montañas, donde estuvo recluido, dedicando cada minuto a reflexionar sobre la vida y la naturaleza del hombre, Zaratustra bajó y se encaminó a la última ciudad donde había estado antes de iniciar su retiro voluntario. Llegando a la ciudad, se encaminó al mercado, donde encontró una gran muchedumbre que aguardaba ansiosa la exhibición de un volatinero recién llegado, pero Zaratustra no estaba interesado en el espectáculo, pues un asunto más serio lo había traído de vuelta, y de ello se encargaría ya mismo. 
 Y Zaratustra dijo así: 
 —La última vez que pasé por aquí, les dije que el hombre es algo que debe ser superado y les enseñé al superhombre. Les dije que el superhombre es aquel que ha superado sus limitaciones y se ha elevado por encima de sí mismo. Es aquel que ha encontrado su propósito y lo persigue con pasión y determinación. ¿Acaso no es eso lo que todos deberíamos aspirar a ser? Pues entonces, díganme: ¿qué han hecho para superarse a sí mismos? 
 Hombres y mujeres, la perplejidad en sus miradas, nada dijeron, pues nada habían hecho para superarse a sí mismos. Sin embargo, dos hombres levantaron tímidamente las manos. 
 —Ah, muy bien, veo que al menos algunos han hecho algo. Bien, digan sus nombres y qué han hecho para superarse —los animó a hablar el sabio. 
 Uno de ellos se abrió paso, haciendo delicadamente a un lado a un anciano que estaba delante de él y dijo: 
 —Yo me llamo Jerry, maestro, y mi amigo y socio se llama Joe. Bueno, a decir verdad, maestro, para superarnos no hemos hecho nada, pero hemos creado esta revista, maestro —dijo, mostrándole a Zaratustra, que empezaba a arrugar el ceño, un ejemplar de Superman.


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2 págs. / 3 minutos / 236 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2023 por Francisco A. Baldarena .

Zapato de Cristal

Francisco A. Baldarena


cuento



Cenicienta levantó la vista: el reloj de pared le advertía que faltaban tan solo dos minutos para la medianoche. 

 «¡Qué fatalidad!, dos minutos y adiós encanto», lamentó, abrumada por el pánico. 

 Se disculpó (mal disfrazando el nerviosismo) con el príncipe, diciéndole que iba al baño y ya volvía, y salió casi corriendo, pero llegando a las inmediaciones del baño femenino pasó de largo rumbo a la salida. 

 Como un perfecto idiota, es decir, estupefacto y con la boca abierta, el príncipe se la quedó mirando cómo Cenicienta cruzaba el salón de baile a toda prisa. 

 «Pobrecilla, debe estar tan apurada, ojalá no tropiece y se haga encima», pensó, con aflicción.  

 En la escalinata del castillo, que bajaba como si estuviera huyendo de una avalancha por una pendiente de montaña, Cenicienta perdió un zapato. Amagó volver a recogerlo, pero entre las cabezas de los bailarines vio al príncipe, viniendo hacia la salida. A segundos de la expiración del encanto y volver a ser la zaparrastrosa de siempre, desistió del zapato y se lanzó de cabeza dentro del carruaje, estacionado en la entrada. El cochero, alertado por la corrida de Cenicienta, no bien la sintió subir, azotó el lomo de los caballos y el carruaje enseguida fue tragado por la noche sin luna. 

 El príncipe, que se había agarrado un metejón de aquellos con la princesita, no le había sacado los ojos de encima ni cuando se ausentó para ir al baño, por eso la vio agarrar para otro lado, lo que lo impulsó a salir tras ella. Sin saber qué pensar sobre la repentina huida de su querida, el príncipe se puso tristongo y agachó lentamente la cabeza, y en eso vio el zapato de cristal que Cenicienta había perdido en la huida, caído en uno de los escalones. 




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2 págs. / 4 minutos / 548 visitas.

Publicado el 27 de agosto de 2021 por Francisco A. Baldarena .

Yzur

Leopoldo Lugones


Cuento


Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.

La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. “No hablan, decían, para que no los hagan trabajar”.

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.


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9 págs. / 16 minutos / 287 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Yūrei

Francisco A. Baldarena


cuento


El rechazo de Mariko —la hija del señor Nakajima— a su pedido de noviazgo, y la subsiguiente vergüenza pública a la cual por ello se veía enfrentado, había llevado a Tanaka a tomar la trágica decisión de quitarse la vida. Pero para que Mariko tomara conciencia de la real dimensión del amor que él sentía por ella y viviera el resto de su vida con remordimiento, Tanaka pensó en hacerlo tal cual la honorable costumbre de los samuráis, los míticos guerreros del Japón feudal, que él tenía como héroes: se quitaría la vida siguiendo lo recomendado en el «Hagakure» («El Camino del guerrero»), libro escrito por Yamamoto Tsunetomo en el siglo XVII, que contiene las reglas del Bushido, el código de honor y modo de vivir del samurái, desarrollado entre los períodos Heian y Tokugawa (siglos IX y XII, respectivamente), por el que se regían aquellos antiguos guerreros, y según el cual, entre otras enseñanzas, enseñaba que el camino del samurái es la muerte; o sea: que si la muerte no se alcanzaba en el campo de batalla —lo que sería lo ideal por ser la manera más honorable de morir, puesto que se era, ante todo, un guerrero—; y en dado caso de que fuese necesario evitar un conflicto que implicara decidir entre la vida (deshonor) o la muerte (honor), como lo sería el caer en manos del enemigo, o ante una derrota contra un enemigo, cuanto más si era inferior, la muerte debía ser alcanzada mediante el ritual del Seppuku. Porque no se trataba solamente de borrar —con la muerte— de su mente a Mariko, sino de lavar su honor por la vergüenza que sentía al transitar por las calles de Ueno, su barrio de toda la vida, y así, por lo menos, dar una muestra postrera de valor, aunque para ello no pudiera contar con la asistencia de un colaborador, un Kaishakunin que lo decapitara tan pronto se abriera el abdomen. 


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3 págs. / 5 minutos / 371 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2021 por Francisco A. Baldarena .

Yo Soy un Corazón

José Nogales


Cuento


En la revuelta de un sendero que no sé adonde va, hallé un pobre hombre. Uno más, porque pobres hombres lo somos todos.

Vestía severamente, y su amplio y negro levitón se cerraba desde el cuello a las rodillas con cierta cautela decorosa. Tenía esa equívoca edad que puede señalarse con varias cifras: cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y tres…. La barba entrecana, el pelo largo y descuidado, la mirada clara, la frente serena.

–¿Va usted al Sanatorio?

–No, señor –le contesté.

–¡Es lástima, porque usted también padece!

–¿De qué?

–De lo que padecemos todos los de ese Sanatorio.

Con una disimulada inquietud eché una rápida ojeada por mis achaques. ¡Qué nueva cosa tendré yo, Dios mío!

Hablamos; al principio, la charla fue algo incoherente y trivial.

–¿Muchos enfermos?

–Bastantes.

–¿Buenos médicos?

–Ninguno.

–¡Hombre!

–Aquí cumplimos enteramente el precepto evangélico.

–No veo la relación……

–Lo que usted no sabe es el sistema. ¿Qué ha dicho Jesús? “Dejad a los muertos que entierrren a sus muertos”

–Justo.

–¿Y qué deduce usted?

–Yo, nada.

–Los muertos antes de serlo son enfermos: así es que hay que dejar a los enfermos que los curen sus enfermos. La cosa es terminante.

–Estoy convencido… aunque no iniciado.

–Ya le iniciaremos. Por lo pronto, aquí nadie nos oye, le confiaré un secreto: ¡Yo soy un corazón!

José Nogales y Nogales, cuento


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 46 visitas.

Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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